Un museo de bolsillo

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en Jornada Deportiva el 10 de febrero de 1984).
 
 
 
          Aparte de didáctico es cómodo, luminoso y coqueto. No posee –ni falta que le hace- la majestuosidad de los grandes museos pero tiene lo que ninguno de ellos: tranquilidad y sosiego. Y con esta paz ambiental uno se introduce, como simple espectador, en un pequeño mundo de sorpresas y de limpieza; porque, eso sí, el Museo Insular de Ciencias Naturales –que dirige mi melómano amigo Juan José Bacallado Aránega-, es una patena donde el brillo de los ojos de las aves de vuelos inmóviles son como destellos de la propia hulla y su entorno, aunque moderno, resulta de encomiable presencia. 
 
          Allí, en la soledad del antiguo Hospital Civil, de pasadas toses, quejidos y recuperaciones, nos hemos introducido en un pequeño mundo, insistimos, de sorpresas; nos hemos enriquecido, por momentos, con nuestra propia historia. No hemos tenido, por ejemplo, que ir a la isla de El Hierro para ver sus lagartos de Salmor, que parecen cocodrilos mirados con lenteojos invertidos.
 
          Rememoremos, por instantes, aquellos trabalenguas de nuestro bachillerato –¿recuerdas, Bacallado, entre timple y guitarra? -: briofitos, basidiomicetes… miramos con cautela a ese hongo traicionero que tenemos por aquí y que responde, con su veneno, por un latinajo, que orla su peligro mortal con una telaraña de Drácula. Si no hubiésemos ido a visitarlo jamás nos hubiésemos enterado que en el mismísimo Lanzarote proliferaron las inquietas avestruces y que en San Juan de la Rambla, como en las famosísimas cuevas mallorquinas del Drach, existen estalactitas…
 
          Insisto: todo esto, y muchísimas otras cosas, podemos admirar con tranquilidad y sosiego, sin las conversaciones turísticas que siempre tenemos que soportar cuando visitamos los museos más renombrados, donde vemos todo y no vemos nada porque empujan al visitante, lo programan, lo sentencian y le ponen la mente en aquel cicerone que chilla a los japoneses o los yanquis para que entendieran sus ríos de palabras que no suelen venir siempre de montañas de sabiduría. 
 
          En nuestro cómodo y luminosos Museo Insular de Ciencias Naturales hay, como en botica, de todo: entomología –que nos hace recordar, inevitablemente, a nuestro amigo ya desaparecido José María Fernández, siempre con su botín blanco del Instituto de Higiene-; botánica; biología marina; ornitología –desde el azabache cuervo al exótico “tabobo”, que parece iba para el pavo real; sin olvidar, por supuesto a la poderosa águila y al diminuto e inevitable canario-. Allí, en ornitología, hay un recuerdo para quien nos dejó prematuramente: Miguel Estarriol. Y paleontología, que es ese extraño y fascinante mundo de los fósiles; y herpetología, que todos comenzamos a estudiarla de una forma bélica en los albores de nuestra adolescencia, porque, con la escopeta de balines, íbamos en busca desesperada tras los tizones y lagartos, esos primeros turistas que conocieron los efectos ultravioletas del sol. 
 
          Cuando tengan ustedes un par de horas indecisas, vayan a este museo y comprobarán, como nosotros, que cuando se goza de tranquilidad y nos ofrece comodidad, lo que vemos, lo que observamos, lo asimilamos y aprendemos. Por lo menos esta es la opinión de un simpe espectador que, trivialidades aparte, salió orgulloso de este luminoso y didáctico museo de bolsillo que haría de sonreír de satisfacción al patriarca Anselmo Benítez, su pionero.
 
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