El silencio del Parador

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en Jornada Deportiva el 16 de marzo de 1983).
 
 
          Mucho se ha hablado de este Parador incrustado sobre el Lomo de la Horca, donde ajusticiaron a los gomeros que no quisieron ser vasallos del Señor de la Isla. No se han escatimado adjetivos –todos justos, por supuesto- para resaltar esos jardines donde el nupcial azahar compite con el exportable plátano y donde los plumeros de las palmeras se pavonean ante los ejemplares más significativos de nuestra flora. Tampoco han sido mezquinos los superlativos hacia esa notable lección de arquitectura en momentos en que la construcción canaria sufre el lastre de un no lejano caos de “creatividad” y especulación.
 
          El Parador parece matusalénico y, sin embargo, es kinderiano. Parece un jubilado pero en realidad es un párvulo. Su aparente longevidad se acepta porque sus postizas arrugas cobran el sello de la originalidad y del buen gusto. No hacen daño a los ojos: recrean. La pátina de su estética es modélica y engaña al que no tenga la fibra curiosa de escudriñar en las raíces de esta instalación coqueta, cómoda, ahora insuficiente y es cosa que intranquiliza porque puede dar paso a la masificación…
 
          Se ha hablado, en efecto, de ese peculiar estilo colonial, seguido paso a paso en los patios y salones; en los jardines que contemplan las celosías; en los miradores donde parecen estar proscritos los vértigos; en la finura felliniana de los altos muebles metálicos asentados en las muchas sombras de un jardín variopinto y cuidado con exquisitez. 
 
          En todos los idiomas los superlativos han orlado esos cuadros antiguos, perfectamente restaurados; esas leyendas, con trazos góticos, en las paredes; esos salones que huelen a tea viva festoneados por esas galerías, cortas, iluminadas con lámparas de mimo, que crujen con nuestros pasos y que jamás nos hacen recordar esas cintas de terror hollywoodense donde ese sonido es preámbulos de dráculas, vampiros y sombras de escalofrío. 
 
          Sí; en definitiva, se ha dicho, escrito y plasmado en imágenes todo sobre cada uno de los puntos más recónditos de este Parador gestado por Juan Palazuela Peña, que parece haberse equivocado de paritorio ya que su obra es contemporánea a los nombres de Beatriz de Bobadilla, Peraza y Cristóbal Colón… Concuerda nuestro arquitecto con aquella época en que las obras tenían un sentido de humanidad de que nunca carecían la de los artesanos, miren, si no, la voluta en la cabeza de un violín, el mango de una herramienta antigua, el mascarón de proa de un barco de vela…
 
          Pero –¿y por qué? – pocas veces se ha hablado del silencio del Parador quizá porque esa falta de ruido en un mundo de alocados decibelios sea fenómeno insólito que, por su extrañeza, apenas detectamos. Y cuando estamos a punto de gozarlo lo adulteramos, sin valorar su precio, con esos artilugios que nos traen informativos e imágenes.
 
          ¿Habrá situación más relajante e impagable que gozar de una noche con luna de hombre lobo y silencio de desierto dormido, leyendo, por ejemplo, el Evangelio que junto a caramelos depositan en nuestra mesilla? Allí, en una cota no superior a los setenta metros se pueden calmar todas las depresiones y olvidar un buen número de problemas si uno, primero, inspira aquella fragancia ambiental y, segundo, sabe calibrar la penuria de los ruidos.
 
          Y al amanecer, y teniendo como peculiar pantalla esa gigante indolente del Teide, otro gozo, ya, desgraciadamente, desacostumbrado para nuestro oído: la sinfonía, el trino, el gorjeo y el arrullo de aquellas madrugadoras aves que parecen dirigidas por un ecologista Van Karajan, que se sobresalta, a veces, con el lacerante graznido de aquel cuervo que se encarga de recordarnos que estamos inmersos en una vorágine donde el ambiente, saturado de ruidos, actúa, a cada instante, como un bofetada invisible. 
 
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