Segovia, el Acueducto y La Granja

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en La Hoja del Lunes el 10 de octubre de 1981).
 
 
 “El comedor de Madrid”, un piropo desafortunado.
 
El cochinillo, el cordero y judiones del internacional Cándido.
 
 
           Cuando nuestras vidas siguen desenvolviéndose entre teléfonos, radios, aviones, electrodomésticos, televisiones, automóviles, congelados, fibras sintéticas, etc., y en la exposición de Arte Español Contemporáneo ubicada en la colección madrileña de la Fundación Juan March vemos cómo, por ejemplo, Juan Genovés nos presenta en uno de sus cuadros ese tema constante de la multitud aterrada, huyendo de la persecución y de la muerte; desorientada y llena de pánico. Ante este sintomático panorama que se percibe en un Madrid que desde los albores matinales ya te abofetea con sus mil ruidos y polución, es milagroso descubrir que, henchido de sonrojo personal, aún quedan lugares para el solaz, la contemplación y el descanso.
 
          Hemos dicho sonrojo personal porque, ingenuamente, intentamos descubrir el extranjero sin haber conocido nuestro suelo. y de aquí en adelante tendremos que darle paso al rubor cuando oigamos hablar de la Torre Eiffel o de Oxford Street sin el apoyo, por ejemplo, del acueducto de Segovia o de la Granja de San Ildefonso.
 
          Aseguran que Segovia es el “comedor de Madrid”. Y el pretendido piropo no puede ser, para nosotros, más desafortunado y vejatorio. Un respeto para el internacional Cándido, mesonero mayor de Castilla, un Buda con pipa, que aún ríe a sus numerosos clientes y firma autógrafos a sus admiradores entre los conocidos efluvios de su cochinillo asado, su cordero al estilo de Sepúlveda o los judiones con orejas y pie de cerdo, que pueden degustarse tras una prudencial espera que puede paliarse con la contemplación de esas instalaciones que Cándido en museo de ínclitas dedicatorias y firmas donde penden cuadros de las más prestigiosas firmas, orlado todo ello con una fina y adecuada rusticidad que le da al lugar un exquisito sello campestre y bucólico.
 
          Pero Segovia es algo más que un comedor de cinco tenedores. Y habrá que recordarlo porque el cochinillo, el cordero y los caldos del lugar parecen haber obnubilado mentes sólo proclives al buen yantar. Habrá que recordar, en efecto, que sobre este famoso escenario tiende el milenario acueducto la grandiosa teoría de sus arcos sin paralelo, ejemplar sin equivalencia en la tierra, broche impresionante que anuda el ayer lejano con la realidad de la hora presente, gregaria y multiforme. Segovia, acrópolis refrigerada por el coyuntural albo de Guadarrama, sigue conservando su medieval trazado, su secular estirpe donde la historia y la leyenda aparecen en cada esquina, aunque lo ejemplar en la figura de los héroes colocados en los pedestales, modelos de los transeúntes, sean ajenos a éstos. Pasear por sus calles y plazas sin el asaetamiento de ese turismo de bolsas y tomavistas es espectáculo impagable por su sosiego y goce visual, rematado con la observación del majestuoso Alcázar, que el hibernado Walt copió para su Disneylandia, y el de la “dama de las catedrales”, última del estilo gótico en España.  
 
          Y a diez minutos en taxi, la Granja de San Ildefonso, grato oasis de reposo. Un lujo para pulmones cuajados de humos de fábricas, industrias y tabaco; un lujo para los sometidos al constante martilleo de los decibelios capitalinos. Aquí, en la Granja, el ser humano queda exento de la desorientación y del pánico que plasmó el aludido Juan Genovés. Decía el marqués de Lozoya –el mismo que piropeó a la santacrucera Plaza del Príncipe con la etiqueta de que era “la más romántica de España”- que la Granja no es sino un recuerdo de Francia creado para mitigar un poco la melancolía del primer Borbón y para aliviar, en el corazón de Castilla, sus añoranzas de la Corte de Versalles.
 
          En pleno otoño, en la agonía de la clorofila, contemplando ese color oro de las hojas marchitas que van cayendo como indolentes copos de nieve amarillenta, recreándonos con esa tonalidad vetada al isleño canario, impregnados de ozono del olmo, del chopo y del fresno; del tilo, del castaño de Indias y del arce, uno no puede dejar de extasiarse ante aquellos jardines que aunque no posean las amplias perspectivas ni la severa ordenación de los franceses pueden presumir de lo que adolecen aquellos de su policromía. Es un arco iris estático y perfectamente conservado entre un enjambre de coníferas y con el alegre rumor de las aguas serranas, que proliferan por doquier y se convierten en espejo en el popular “mar de la Granja”, vivero de truchas.
 
           El reseñado marqués de Lozoya asegura que la Granja de San Ildefonso, con el acueducto de Segovia y la catedral de León, representa el más completo triunfo de Europa sobre lo celtibérico y lo morisco, latentes siempre, a veces ocultos, pero siempre propicio a resurgir.
 
           Cuando dejamos este oasis de reposo de “La Paula” y “La Mercedes”; cuando nos alejamos de lo que antaño fue residencia estival de los Borbones y donde tuvo lugar la famosa bofetada de la infanta doña Carlota al “machista” Calomarde, seguimos pensando que el mundo seguirá embruteciéndose en las grandes urbes , cambiando el olmo por el cemento y el ozono por la polución, marginando, irremediablemente, el alegre rumor de las aguas en aras de asir un volante que tragará kilómetros y más kilómetros en una aséptica autopista
 
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