Las nieblas de Los Rodeos

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en La Tarde el 3 de mayo de 1980).
 
 
          Aún recuerdo aquellos amaneceres, aquellos crepúsculos y aquellas noches veraniegas en mi periodo de Milicia Universitaria en la I.P.S., a caballo de La Laguna y La Esperanza. En mis inevitables guardias con mosquetón y miedo, más fuera que dentro de una garita que desempeñaba el papel de mingitorio, observé, con exasperante frecuencia, un espectáculo tan psicodélico y fantasmal como absurdo y contradictorio. Enfrente de mí, el Aeropuerto de Los Rodeos. Y por la cabecera de pista con ubicación en tierras tacoronteras veía, con no disimulado estupor, cómo toda una masa algodonosa, unas veces de nubes negras, otras grises y algunas blancas irrumpían de forma traicionera y despiadada en aquella pista, reputándola, lamiéndola, cubriéndola completamente con aquella alfombra engañosa y aviesa, que convertía la parcela en paisaje etéreo, aéreo, casi siniestro…
 
          Aquella invasión era el non plus ultra del más perverso intrusismo. Era el ataque de un enemigo extremadamente peligroso con quien, para desdicha, no se podía luchar. Se le veía pero no se le podía combatir. Era una especie de tormenta materializada, estética, de efluvios que otorgaban somnolencia y quietud a una pista que debía interrogarse a cada instante sobre lo absurdo de su emplazamiento, que antaño había sido el trigal, la despensa de la isla, sentenciada en aquellos instantes por el asfalto donde iban a posarse trenes de aterrizaje que intuíamos ya venían cargados de oraciones, de ruegos y deseos de buena suerte porque aquel deslizamiento frente a tales fenómenos atmosféricos necesitaban no sólo la experiencia y la mano del Todopoderoso sino un estimable bagaje de testes. 
 
          Aseguran que con el roce nace el cariño. Con mi ausencia de la I.P.S. se fue disipando, poco a poco, el temor gestado ante aquellos espectáculos fantasmales de nubes reptantes y traicioneras. Y cada vez que he tenido necesidad de aterrizar en Los Rodeos no puedo remediar bajar la ventanilla, cerrar los ojos, rezar, oír mis arrítmicos diástoles u sístoles y esperar…
 
          Y al salir del mismo Aeropuerto, ídem de ídem, aunque la mayoría de las veces esboce la sonrisa del derrotado, que no todos la conocen, y por eso me disfrazo con ella.
 
          Han vuelto las “cajas negras” a estos martirizados aledaños. Antes exportábamos cochinilla, plátanos y tomates. Y con nuestro sol inventamos un slogan: isla de la eterna primavera. Y batimos récords mundiales con Jumbos, prólogo de unos embalsamamientos sin precedentes. Parece que estamos incitado a nuestros visitantes con este otro slogan macabro: ¿Quiere usted atentar contra su vida? Pues vuele a Tenerife.
 
          Y todo esto con un Aeropuerto del Sur limpio de nubes. Límpido como una patena. Y bañado por unas olas que en casos de emergencias serían mejores colchones que las crestas de unas montañas.
 
          Es increíble. Parece masoquismo ambiental.
 
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