Madrid no tiene Cibeles

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en La Tarde el 2 de marzo de 1972)
 
 
Dedicatoria: A Manuel Sánchez, inolvidable cicerone, de raíz madrileña y espíritu isleño.
 
 
          Para los extranjeros, un ruego; para nosotros, un imperativo, una orden: Please: Fasten Seat Belt (Por favor, abróchense el cinturón); más abajo, en español, “Abróchense el cinturón”. Es otra de las múltiples gentilezas de Iberia…
 
          Madrid nos recibe con agua, lluvia y sol. En la Aduana, campo del cacheo, prolifera el carterista, que a pocos metros, con malévola habilidad prestidigitadora, salta hebilla, abre cremallera, implanta machuca y limpia crematístico en bolso negro que deja morada e histérica a la femenina víctima, rodeada al instante de jóvenes policías secretos que nada han podido hacer pese a la estrecha vigilancia.
 
          Somos provincianos. Y ellos, los taxistas, con su fino olfato, lo saben. ¿A la Puerta del Sol? Doscientas cincuenta pesetas. Otro taxista, de sonrisa metálica, gorra calada y uñas de luto, nos lleva y al final nos dice: “Son ciento cuarenta y ocho pelas”. Durante el trayecto dicho personaje echó los clásicos e inevitables tacos. Surgía el mundo de las prisas, de las aglomeraciones, de las constantes miradas al reloj, del sofocante olor a gasolina, en calles convertidas en pistas de Indianápolis, bordeadas por edificaciones y más edificaciones, donde el hombre es un número que, incluso, para variar, ya empieza a construir empezando por la azotea, como pudimos apreciar en dos especies de rascacielos, hoy con sus obras paradas según orden municipal porque, como nos dijeron, se habían sobrepasado en tres o cuatro metros… Nos llamó la atención el asfaltado de este Madrid cosmopolita y trepidante invadido por más de tres millones de personas. Un pavimento con aspecto granítico, solido, a prueba de frenazos, música celestial que alimenta pródigamente a chapistas y mecánicos.
 
          ¡Buenos días, Plaza de Cibeles! Sigue -¿y seguirá siendo?-  el grupo escultórico de más envidiable salud del suelo patrio. A su alrededor, ese constante y venenoso anillo de la polución, que aquí cobra caracteres realmente alarmantes. Pero Cibeles sigue con su emblema, con la erguida figura de su diosa a la que arrastra familiares reyes de la selva a pesar de los contaminados acelerones y conductores con nervios a flor de piel. Desfile peatonal de variopintos abrigos, gabardinas, paraguas, bufandas, que miran con indiferencia inscripciones borradas que campean en determinadas paredes y pasan con interrogantes ante el Palacio Real, al que ahora le están acicalando la fachada. Un gran letrero luminoso que causa estupor y sorpresa: “Piel y venéreo. Consulta 50 pesetas”. Y otro: “No entre aquí. Vendemos muy caro”.
 
          La Casa de Campo, invadida por tierra, mar y aire. Allá arriba, muy cerca o muy lejos, el flamante teleférico, con más de cuarenta cabinas, extraordinarias balconadas para ver un Madrid ventoso, soleado y lluvioso. En un gran lago, botes impulsados por amantes de la cultura física o fuera borda en manos de frustrados marineros de agua salada. Tanto al entrar como al salir de este autentico pulmón, con extensas parcelas al desnudo, no en superficie sino en floración, nos previenen: limitación de velocidad 40 kilómetros por hora. Es control por radar que se cumple a rajatabla por guardias y choferes, allí va el madrileño a respirar, correr y juguetear. Y máxime ahora con el fenomenal Parque de Atracciones, uno de los mejores de Europa, con magnifico anfiteatro circundado por pétreas butacas de color hueso; curiosas casas magnéticas; carcajeantes salas de espejos y laberintos de cristales; vuelos espaciales infantiles en Cabo Kennedy; gigantesca noria y espeluznante montaña rusa, que motivan alocados diástoles y sístoles. Allí puede uno torpedear a través de un periscopio los acorazados de mayor tonelaje, disparar sobre los de siempre sufridos indios del Oeste, montar poneys, conducir cochecitos de principio de siglo mientras un metálico y descomunal pulpo hace virar pausadamente cargas con sonrisas infantiles, que luego piden cotufas, nubes de azúcar o chocolate y churros, poniéndonos en un aprieto cuando desean evacuar, ya que en tan modernas instalaciones solo existe un local de aseo, cuyas colas se asemejan a los que esperan sacar su ticket para entrar en tan sugestivo mundo.
 
         ¿Cómo no visitar la Puerta del Sol, con su inconfundible carácter, con su bohemias y poéticas buhardillas, cómo no llenar una quiniela en la abigarrada Peña de los 4 Amigos o dejar de comprar un décimo en Doña Manolita? ¿Qué tiene de particular aquella insignificante semicircunferencia ubicada frente al edificio de la Dirección General de Seguridad, que nos indica el origen de nuestras carreteras radiales, para que vayamos allí como impulsados por una extraña fuerza? 
 
          Viejo Madrid. Casas apuntaladas. Empinadas calles con históricos adoquines. El frío se hace aquí más crudo. Soportales, con mínimas y curiosas tiendas. Alguien ha horadado el subsuelo: los aparcamientos. Por la noche, al cruzar estas callejuelas, parece como si nos persiguiese un Luis Candelas. Mesón de San Javier, El schotis, Botín, La gran tasca. Vino y jamón, Vino y cocido madrileño. Todo natural. El tapujo imprescindible, la calefacción. A los postres, las bandurrias, guitarras y cintas multicolores de una Tuna, que atraganta a nuestra expedición con cadencioso y nostálgico “Palmero sube a la palma…”
 
          Quedan pocas horas. La sentencia de nuestras prisas no nos ha dejado “dialogar” con las figuras del Museo de Cera, del que los capitalinos se muestran muy orgullosos. El humor de Pajares es el mejor digestivo. A las tres de la madrugada surge el recuerdo tardío para los inevitables regalos. No hay que preocuparse. Allí, en Fuencarral, han montado el Drugstore, donde usted puede adquirir la mejor vajilla, el más oloroso perfume, la hojilla para su barba. Noche y día. Día y noche. Allí hay de todo. Cuando salga de su cinematógrafo puede tomar unas copas en su lujoso bar: comprar gambas en su marisquería o el mejor filete en su surtido supermercado; puede oír a Mario de Mónaco, Renata Tebaldi o Manolo Escobar, Karina y adquirir el libro más comentado y actual. Sí; hay de todo: en el aspecto material y en el humano. Ustedes me comprenden.
 
          La prisa nos atosiga. Pero aún nos queda tiempo para contemplar, en el colegio de las Escuelas Pías de San Antón, la Última comunión de San José de Calasanz, de Goya. No tenemos tiempo de adquirir una Cibeles. ¿Por qué no se hacen reproducciones de este emblema madrileño? De Berlín podemos traer la Puerta de Brandeburgo; de París, la Torre Eiffel; de Dinamarca, la Sirenita; de Bélgica, el Menequen-pis…
 
          Llueve a cantaros. Y los madrileños ya tiemblan con los futuros socavones. Nosotros, isleños, temblamos de frío porque aún no se ha inventado la calefacción pedánea. 
 
          Diez mil metros de altura. Tranquilidad, absoluta, que se descompone al oír: dentro en quince minutos aterrizaremos en Los Rodeos, donde se registra una temperatura de 13 grados, habiendo gran nubosidad. ¿Para qué alertar a los pasajeros con el clásico sambenito cuando a la hora prevista aterrizábamos perfectamente? ¿Era, quizás, otra gentileza de Iberia? 
 
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