Incomprensión

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en la Hoja del Lunes el 30 de marzo de 1959).
 
 
Cuento
 
 
           Este día, como todos los demás, Manuel madrugó para reintegrarse a su cotidiana labor en la pesca. Todavía la luna emitía sus últimos rayos de luz. En una vieja y mugrienta palangana logró reanimarse de su sueño, y gritó a su esposa para que le preparase el acostumbrado café. El contenido de aquella reducida tacita sería el único sustento que le mantendría en alta mar hasta el mediodía. Ya la noche anterior, Carmen, su mujer, le había preparado un poco de pan y un guiso de pescado para su almuerzo.
 
          Todo transcurría en plena calma. Únicamente esta quietud se veía turbada por momentos debido al ruido monótono de las olas rompiendo en las rocas próximas. Tampoco hoy su hijo, Manolito, se percató de la marcha de su padre. Él se le acercó, le besó sus mejillas y mirando a un pequeño crucifijo que pendía de la cabecera de la cama, musitó: “Señor, ayúdame como lo has hecho hasta la fecha”. Su mujer, algo inquieta, le explicó que se le había hecho un poco tarde. Manuel, con un seco y áspero adiós, despidió a su esposa. 
 
               —¿Cuándo vendrás? -le dijo.
 
          Manuel siguió caminando como queriendo no oír aquello. No obstante, a lo pocos metros de recorrido le explicó:
 
               —Seguramente después de mediodía.
 
               —¡Ten cuidado! -insistió su esposa.
 
               —Por favor, mujer, no te preocupes. El mar hoy no está como para inquietar.
 
          Volvieron a despedirse. Ella retornaría a su modesto dormitorio a ver si lograba conciliar el sueño perdido. Para él comenzaba una labor que ya hoy soñoliento la llevaba a cabo por ser siempre el idéntico trabajo.
 
          Llegó a la playa, donde se encontraba su pequeño bote. Aún estaba húmedo del día anterior. Comenzó a inspeccionarlo. Comprobó que todo estaba en perfecto orden. Se remangó sus pantalones, y se dispuso a botarlo al agua. No le costaba mucho esfuerzo esta tarea, pues su pequeño bote no oponía casi resistencia. Ya dentro del bote y retirado algunos metros de la orilla, se dispuso a meter los remos en los toletes y colocar las panas sobre el anguloso suelo.
 
          Cuando se alejaba comenzó a amanecer. Ya en la lejanía, pudo observar a otros pescadores que se entregaban a la misma tarea de preparar sus botes.
 
          Bogando lentamente y ayudado por la suave brisa matinal, fue perdiendo de vista el pequeño puertito del que había salido. A la hora escasa de estar remando pensó que en aquella determinada zona podrían encontrarse algunos bancos aislados de bonitos, caballas o sardinas. Colocó los remos dentro del bote y a la altura del capillo cogió el mirafondo que tantas veces había utilizado para la misma labor. Introdujo sus tostados y esqueléticos pies en el siete, y comenzó a observar el fondo. Un cuajado de vivos colores y poblado de fauna intranquila y sin rumbo. Pasaron algunas horas. A Manuel no le acompañaba la suerte. Muchas veces había lanzado su pandorga repleta de trozos de erizos en busca de las codiciadas viejas. Aquellos anhelos parecían vanos. Veía el paso de las horas. Y en la soledad comenzó a desesperarse. Gritó, vociferó y maldijo aquella ingrata, dura y fatigosa tarea. El sol lanzaba sus perpendiculares rayos luminosos sobre las tranquilas y brillantes aguas. Y Manuel, provisto de un agujereado y andrajoso sombrero, lograba que aquella temperatura no le fuera tan molesta. Ya su rostro y su cuerpo estaban acostumbrados a estos fenómenos naturales. Sus encallecidas manos seguían como por mandato aquella marcha penosa de la barca impulsada por los remos.
 
          En aquella soledad extrema Manuel solía pensar. Pensaba en aquellas jornadas juveniles en las cuales la fuerza y el deseo de prosperar le incitaban a empresas inverosímiles y arriesgadas. Por su mente pasaban recuerdos de brillantes días de pesca. Aún recordaba aquel día en que su barca, su enorme barca de entonces, entraba a aquel puertito completamente llena de meros, abades y morenas. Bellos recuerdos que eran sus razones de orgullo ante sus viejos compañeros de oficio. Manuel seguía pensando. Estos alegres recuerdos de antaño hacían que su rostro se humedeciera con lágrimas de tristeza y amargura. 
 
          Pasaron varias horas. Comenzaba a atardecer. Manuel pensaba en el regreso, pero llegar con las manos vacías le atormentaba. Le remordía pensar que el dolor de aquel sacrificio que había llevado a cabo no se comprendiese. Sin embargo, diose cuenta de la posible angustia que su mujer estaría pasando por su tardanza.
 
          Remó fuertemente hacia su punto de partida. Su cuerpo deforme y encorvado, al contacto con el crespúsculo, se asemejaba a una figura grotesca y diabólica.
 
          En el puertito, esperándole, se encontraba su esposa. Ella esperaba intranquila y nerviosa el regreso de su esposa. La mirada hacia aquel horizonte, tal vez homicida, es constante. Su hijito, Manolito, ausente del posible peligro, corretea entre los cayados de la reducida playita rasgándose sus modestas vestiduras.
 
          Por fin, allá en la lejanía, se recorta la minúscula figura de una barca con el suave aleteo de los remos. Ella conoce a esta distancia lo que espera. Aquel desasosiego interno se va apaciguando lenta y calladamente. En el rostro de Manuel puede observarse el cansancio y la fatiga de la jornada. Cuando la pequeña embarcación es hallada a pocos metros del puertito, Manuel, remangándose sus pantalones, se lanza al agua y, ayudado por su esposa, comienza a empujar el bote para dejarlo varado sobre la arena. 
 
          Manuel, terminada esta tarea, sabía que le esperaba otra. Otra muy distinta. La pequeña tragedia comenzaba en las preguntas de su esposa:
 
               —A juzgar por lo tarde que has regresado, la pesca habría sido abundante, ¿verdad, Manuel?
 
          Manuel no se atrevió a contestar. La angustia de no ser comprendido le torturaba y amargaba. Para qué responderle si no lo comprendería, ¡si nunca lo había comprendido! A pesar del silencio, su mujer insistió en seguir preguntándole:
 
               —¿Qué has traído, Manuel?
 
          Y añadía en plan de comparaciones. 
 
               —¡Si vieras la cantidad de bonitos y meros que ha traído Antonino y sus hombres! Bueno… ¿y tú, qué?
 
               —¡Nada! -respondió lacónicamente Manuel.
 
               —¿Qué has dicho?
 
               —Ha sido un día muy malo… compréndelo.
 
          Pero la comprensión no era precisamente la virtud de su esposa.
 
               —¡Eres un fracasado, un inútil! Debería darte vergüenza regresar a casa de esta manera. Siempre he dicho que eras un vago, un inútil, ¡desgraciado…!
 
          Manuel, destrozado moralmente, iba lastimosamente caminando hacia su hogar; hacia aquel hogar que dentro de pocos instantes se convertiría en un verdadero infierno. Su esposa, detrás de él, y con alarmantes gritos seguía diciéndole… 
 
               —¡Eres un fracasado, un inútil! ¡Debería darte vergüenza…! 
 
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