Un entremés sobre la derrota de Nelson

 
Por Eliseo Izquierdo  (Publicado en El Día el 26 de junio de 2021).
 
 
 
          La víspera de San Juan de 1801 hubo “fuegos, entremeses y navíos” como era costumbre en el lugar donde en la actualidad crece uno de los barrios más populosos y de mayor vitalidad de La Laguna, “todo conforme al gusto de las fiestas que se hacen en los campos”. Pero ese año se introdujo en las fiestas “un nuevo espectáculo”, la representación de una obra de teatro sobre “la invasión de Nelson y la defensa de Santa Cruz”. Lo registró en su Diario (ACT, 2t, 1976) el memorialista don Juan Primo de la Guerra. De la singular interpretación escénica se cumplen ahora doscientos veinte años.
 
          Juan Primo de la Guerra no se preocupó de anotar cómo era la pieza de teatro, desde qué perspectiva estaba planteada, las peculiaridades del escenario, la utilería que se empleó, el número de actores o quién la compuso. Pero, pese a lo escueto de la noticia, ésta posee en sí misma notable interés y valor. Es significativo y da la medida de cómo y hasta dónde caló en el pueblo la trascendencia de la gesta que, sin haber transcurrido todavía un lustro del frustrado ataque de la escuadra inglesa a Santa Cruz de Tenerife la noche del 24 al 25 de julio de 1797, se pusiera en escena en la entonces capital insular una obra dramática sobre el fallido intento británico. Salvando distancias, recuerda la resonancia de algunas de las grandes batallas que no tardaron en convertirse en fuente de inspiración de poetas y comediógrafos. La batalla de Lepanto, por ejemplo, generó muy pronto en Europa y en América numerosas obras teatrales. Su influencia llegó a Canarias, como lo demuestra la pervivencia de los clásicos barcos laguneros, extendidos pronto por la amplia comarca del nordeste de la isla. Y no hay que olvidar la propensión imitativa de muchos autores. Sin embargo, quienes hasta ahora han transitado por los vericuetos del memorable hecho de armas tinerfeño y han estudiado hasta sus más recónditos pormenores parecen haber pasado como de puntillas sobre la noticia, sin darle importancia, que creemos que la tiene y bastante más de lo que pudiera parecer.
 
          Todavía en el tránsito del siglo XVIII al XIX, la entonces ermita y hoy parroquia de San Juan, se encontraba en un lugar alejado del perímetro urbano de San Cristóbal de La Laguna, separado y aislado por el tajo geológico del barranco de Cha Marta, más allá del cual se extendía, mirando hacia el sur, el Llano de los Molinos, un vasto terregal donde los vientos alisios soplaban con intensidad suficiente para mover las aspas de los numerosos artefactos harineros productores de la materia prima para los dos alimentos básicos de la dieta insular, el gofio y el pan.
 
          Las fiestas anuales en honor del santo Bautista fueron siempre bulliciosas, alegres y hasta solemnes mientras las costeó el Concejo de Tenerife, que había erigido el templo sobre el solar en el que tuvieron que ser sepultados innumerables vecinos víctimas de la peste de landres que diezmó la isla en 1582 y, en señal de gratitud, lo nombró compatrono de la ciudad por creer que por su  intercesión había cesado la pandemia, y siguieron siéndolo cuando el Cabildo dejó de sufragarlas y los vecinos de los alrededores y la hermandad se encargaron entonces de su organización.  
 
          De su apunte se desprende que al prócer lagunero le agradó bastante la representación nelsoniana. En su opinión “la composición, el teatro y la música estaban acordes con los actores” que eran “unos hombres de Arafo”. Como vamos a ver, esos “hombres de Arafo” no parece que fueran simples aficionados de pueblo. Don Juan Primo poseía sólida cultura, dominaba varios idiomas, escribía versos, redactaba con corrección, asistía con asiduidad a las tertulias literarias, era lector impenitente y de sus lecturas solía dejar juicios atinados en el Diario. Pero, además, había intervenido directamente en la contienda, con el grueso de fuerzas enviadas desde la ciudad a defender el puerto santacrucero, junto al Marqués de Villanueva del Prado, como correspondía a un personaje que se jactaba de su alcurnia. Su opinión era la de una persona instruida y con excelente formación y, al propio tiempo, la de un testigo presencial de cómo fue la defensa heroica de la plaza tinerfeña. De ahí la importancia de la pista que nos ha dejado sobre el posible origen de la obra, que sería fundamental localizar e investigar.
 
          Los frailes agustinos del convento lagunero del Espíritu Santo, sede de la primera Universidad de Canarias y uno de los focos más importantes de espiritualidad, estudio y cultura del siglo XVIII en el archipiélago, tuvieron temprana y muy destacada presencia en Arafo, desde que, en 1509, les fue cedida por Gonzalo Mejías de Figueroa la data de aguas y tierras del lugar que le había dado el Adelantado en 1503. Como ha escrito el cronista Octavio Delgado, los religiosos no tardaron en poner en explotación el importante fundo. Desbrozaron y abancalaron las laderas, plantaron frutales, sembraron cereal y hortalizas, dedicaron amplias extensiones a viñas, canalizaron las aguas del barranco de Añavingo, enseñaron a los habitantes a trabajar el campo para que los terrenos rindieran al máximo y los prepararon para producir vinos de calidad. Como dice el doctor Delgado, convirtieron Arafo en un vergel.
 
          Para atender actividad tan plural y diversa, en la que tenían cabida también la educación, el cultivo de las letras y la música y hasta la pastelería, los agustinos construyeron una amplia casa de labranza en el lugar conocido como “lo de Ramos” o del “Fraile Ramos”, con oratorio propio. En lo religioso introdujeron el culto al santo fundador de la Orden e intensificaron el de san Juan Bautista en la advocación de san Juan Degollado. Por el citado cronista arafero se sabe que entre 1765 y 1804 residía en la hacienda el padre definidor Fray Juan Ramos  (¿el de “Lo de Ramos”?) que, por su cargo en la congregación, debió de haber estado acompañado por varios de sus miembros. Las fiestas araferas al santo patrono llegaron a tener mucho renombre. Lo testimonia esta copla de las bandas del sur de la isla; “De Candelaria, la Virgen / de Güimar, señor San Pedro, / de Arafo, san Agustín / de la ciudad (La Laguna), los Remedios.”
 
          ¿Fue acaso en la casa arafera de los agustinos donde un fraile inspirado concibió la pieza teatral y donde, quizás él mismo u otro religioso ducho en tales menesteres, preparó a los actores que trajeron a San Cristóbal de La Laguna la teatralización de la gesta tinerfeña en 1801? Bastantes religiosos de la orden de San Agustín escribieron teatro, algunos con notable éxito, sobre todo en el Siglo de Oro y siguientes.
 
          Ahora que acaba de editar el Instituto de Estudios Canarios el Primer tesoro del teatro en Canarias del equipo de estudiosos encabezado por el profesor Ramos Arteaga, fundamental en el empeño de recuperación del disperso caudal literario y etnográfico de la dramaturgia del archipiélago, en peligro de desaparición, creemos que no está de más dejar prendido en el aire de las más atractivas sugestiones insulares el reto de la localización del texto nelsoniano, por ahora en paradero desconocido.
 
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