Baden - Baden

 
Por Antonio Salgado Pérez (Publicado en La Gaceta de Canarias el 3 de enero de 2002).
 
 
 
          Aquí no proliferan ni las mochilas ni las alpargatas. Se observa mucho movimiento en las principales calles y los restaurantes no dan abasto. Estamos en vías fundamentalmente peatonales pero, de vez en cuando, surge algún que otro autobús, léase guagua. 
 
          Ni un confeti en el suelo. Ni un mendigo en sus esquinas. El visitante, predominantemente teutón, es mesurado y tranquilo; de buenos modales; callado; “más propio de confesonario que de púlpito”, como mis entrañables compañeros auditores internos. El taxista que nos ha trasladado al centro nos adelanta que “el turismo no ha estropeado a Baden-Baden”.
 
          Este núcleo, que apenas alberga cincuenta mil habitantes, fue considerado durante el siglo XIX como “la capital estival de Europa”; pero sigue, de algún modo, reflejando sus raíces romanas; su esplendor; su jet-society; la salud y el descanso, dúo ahora consolidado, en la periferia, con esos balnearios de aguas termales festoneados con las juguetonas y acariciantes burbujas y surtidores de Caracalla, donde los asiduos, entre la neblina producida por el vapor, eliminan toxinas, adiposidades y redondeces denunciadas en la báscula, mientras, a través de las enormes cristaleras del moderno edificio, los que están gozando en la cálida zambullida, observan a aquellos perplejos y ateridos turistas, presas de la gelidez ambiental del rígido invierno, que luego suelen introducirse, para saciar el gusanillo de la curiosidad, en el vetusto edificio Friedrich, pionero en el Viejo Continente de estos placeres del baño que aquí siguen pregonando “son únicos en el mundo”.
 
          ¿A quién en Baden-Baden se le puede olvidar su casino de juego? Su visita nos hace comprender la devoción que por esta joya arquitectónica tuvo la inmarchitable Marlene Dietrich, que obnubilada con sus muebles, sus murales, sus gigantescos techos, sus cuadros, sus esculturas, jarrones y lámparas, jamás dejó de afirmar que era “el más bello del mundo”. Pasear, muy despacio, por sus suntuosos salones, ahora solitarios, bien vale una visita, donde la imaginación nos hace acompañar de aquella legión de emperadores, reyes, artistas y personajes de alta alcurnia que aquí se daban cita sobre los tableros cuajados de números y señales que eran simples preludios para renombradas fiestas, donde “se bailaba y se aprovechaba la vida”.
 
          Baden-Baden, incrustada en la Selva Negra alemana, no sólo nos evoca fastuosidad y pompa, acontecimientos importantes y grandes manifestaciones, aristocracia y alta sociedad, como queda patentizada, por ejemplo en las columnas corintias del Kurhaus sino, también, aporta ese olor, característico y embriagador, de sus caldos, donde el viñedo también forma parte de su geografía, tan minúscula como ordenada, donde siempre, inevitablemente, se recuerda que sus crouppiers son los mejores del mundo, imbuidos en aquella atmosfera de ruletas francesas y americanas; bacará, black jack y póker.
 
 
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