El mundo de Van Gogh

 
Por Antonio Salgado Pérez (Publicado en el Diario de Avisos el 14 de mayo de 2001).
 
 
          Al visitante le sorprende encontrar aquí, en Amsterdam, en el Van Gogh Museum, tanta luminosidad cuando, desde fuera, el edificio se nos muestra como un hermético bloque de cemento incapaz de transmitir, en sus entrañas, tanta diafanidad.  Y esa transparencia, precisamente, es la que, con inmensa dureza y rigor, nos descubre, sin ningún género de cortapisas, en aquellos cuadernos de bosquejos, en aquellos lienzos, cuadros y dibujos, todos los infortunios, las soledades, los desasosiegos, las crisis de alucinaciones, los sufrimientos, los dolores de este genial y torturado Vincent Van Gogh que en sus treinta y siete escasos años de existencia nos dejó para la posteridad una increíble producción pictórica, donde una de sus creaciones, Los Girasoles, hace algunos años, en la subasta de Sotheby’s, alcanzó la astronómica cantidad -todo un récord- de 39.065.789 euros, que no deja de ser una lacerante contradicción ya que a principios de 1890, el año de su óbito, vendió su primer (y último) cuadro a la artista belga Anna Boch tras haber leído esta un artículo de Albert Aurier, que elogiaba la pintura del holandés.  Tras esta visita nos queda la estela de aquella paleta oscura, irrepetible, según opinión de eruditos avezados en este artista, que parece haber pintado toda la campiña con sus anárquicos campos de trigo, olivos escabrosos, cipreses retorcidos por el mistral, lirios marchitos… El público, muy numeroso, sin apenas decibelios, como participando en aquella angustia, en aquel aislamiento físico, en aquella pérdida de razón que, primero, había propiciado el corte de lóbulo de una oreja y, por último, el disparo de una bala en el pecho; el público, decíamos, se agolpaba, primordialmente, en todos y cada uno de los dieciocho autorretratos de Van Gogh, con sombrero, con pipa, con pinceles, etcétera. Él utilizó su propia imagen al no poder pagar los servicios de modelos profesionales. Y también, el numeroso y silente público, escrutaba otro famosísimo cuadro Los comedores de patatas, donde, con un tratamiento brutal del claroscuro, nos descubre la miseria que rodeaba al granjero, al campesino, de rostros dramáticos, apergaminados, famélicos, en torno a ese tubérculo, que se nos antoja como un lúgubre leit motiv y al socaire de esa luz producida por el fuego de unos troncos. Es el primer cuadro que pintó Van Gogh con más de una figura en el lienzo. La primera imagen antitabaco es muy posible que la haya trazado este asiduo a hospitales, asilos y psiquiátricos, cuando nos brinda aquel esqueleto fumando, cuya morbidez es manifiesta. Van Gogh, con sus sombríos paisajes, con la austeridad de sus insólitos bodegones, con sus cabañas de pajas y con aquellos retratos de campesinos que sorprenden por la intensidad de sus semblantes, hace olvidar, entre aquellas luminosas paredes, y ustedes perdonen la irreverencia pictórica, aquellas creaciones donde, allí mismo, con vigor y generosidad, surgen  las paletas de Toulouse-Lautrec, Gauguin, Pablo Picasso, Claude Monet, Paul Cezanne, así como alguna que otra escultura de Auguste Rodin…
 
 
- - - - - - - - - - - - - - - - -