Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (XVII)

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Retazos de su libro Bye, bye. Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra  (1974-2004) publicado en 2006).
 
 
 
EN EL “THORPE PARK” MARGINARON EL  ACUEDUCTO DE SEGOVIA
 
 
          Aproximadamente, con dos millones de metros cuadrados, el “Thorpe Park”, en el condado de Surrey, lamiendo la frontera londinense, podía considerarse como un paraíso para el gremio infantil y juvenil y un goce visual y relajante para los que, con el pretexto de atracciones, adornado y refrescado por cuatro lagos, veían surcar sus calmas chichas por aquellos autobuses del mar que respondían por catamaranes; y por la vistosa y cadenciosa góndola, sin olvidarnos de los botes japoneses, con dragones, como mascarones de proa; ni las otras pequeñas embarcaciones donde la chiquillería ponía cara de capitanes intrépidos. Las fieles reproducciones de los medios de navegación de los invasores británicos permanecían allí, como estáticas, reflejándose en aquellas aguas de espejo las cuadernas vikingas y romanas.
 
          Los mayores jolgorios se gestaban en la pista de patinaje sobre ruedas que, para los principiantes, eran escenarios donde se protagonizaba y se presenciaban las contorsiones y las caídas más jocosas e inverosímiles.
 
          Ahora habían sustituido los “karts” por unas singulares bicicletas que convertían al ciclista en personaje proclive a la hilaridad, como a lomos de un revoltoso poni. Y acababan de inaugurar una hermosa parcela donde el curioso podía observar fieles reproducciones arquitectónicas de los estilos Tudor, Georgiano, Isabelino; y pasear por las románticas terrazas de Bristol.
 
          Allí, en “Thorpe Park”, se celebraban justas, torneos y eventos, con gladiadores vestidos y armados como en las arenas; luchando con espada, lanza, tridente y red. Allí, mientras los lagos se enturbiaban con la pala de los remeros y con los esquíes acuáticos de la elite, el cielo se orlaba con las estructuras de aquellas reliquias bélicas de la Primera Guerra Mundial, de hélices y flotadores, que podían ser preludio a un concurso hípico o el epílogo a aquella sala de cine en la que teníamos que entrar poco menos que con cinturones de seguridad porque las imágenes nos convertían en pilotos de acrobacias aéreas, en histéricos de la montaña rusa o en émulos de los más renombrados protagonistas de la trepidante Formula-1.
 
          En “Thorpe Park” también nos proporcionaban como un pasaje de suave e itinerante pesadilla para que visitáramos la más famosas estructuras del mundo: los edificios más sobresalientes, los monumentos que atesoraban historia, siglos y curiosidades. Nos transformaban en gulliveres y ponían casi a nuestros pies, y en escala 1/36 de su original tamaño, los más mínimos detalles, por ejemplo, La Pirámide de Cheops, la única de las “siete maravillas del mundo” que se encontraba intacta e, irónicamente, la más vieja y grande de éstas; el majestuoso e impoluto Taj Majal; la Torre de Pisa, que siempre -¿por qué?- gestaba una sonrisa entre mayores y pequeños; la Torre Eiffel, que nos recordaba mecanos infantiles; el Templo de Artemis, que nos introducía en el túnel del tiempo del bachillerato con las desvencijadas láminas de cuché de los libros de Historia del escolapio padre Antonio; la asfixiante y masificada colmena de la Torre Sears, de Chicago, el mayor bloque de oficinas del mundo, donde diariamente se anidaban siete mil personas y cuyo exterior de aluminio negro no podía ser más simple y más dramático y funerario.
 
          Y al socaire de la Columna de Horacio Nelson, del Coloso de Rodas y de la Estatua de la Libertad, la estructura de un acueducto que intuimos, a lo lejos, como un reconocimiento y un recuerdo hacia España. Pero miel sobre hojuelas. Los británicos, vayan ustedes a saber el por qué, marginaron la joya romana de Segovia y se pronunciaron por otro acueducto, también romano, llamado Puente de Gard, ubicado en Francia…
                     
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EL ARTE DE “BAILAR SEPARADOS”
 
 
          El estar allí para aprender inglés; con esta circunstancial independencia -compartida en hogares británicos- los alumnos tinerfeños observaban otros ambientes, otras familias y otras costumbres. Y lo que en sus casas solían sentenciar de entrada, allí lo estudiaban y lo aceptan casi, casi, al instante.
 
          No era el Reino Unido una panacea que, de la noche a la mañana modificaba el carácter y hacía extrovertido al proclive a la introversión. Allí el tímido, el alumno tímido, lo seguía siendo; era el que se aíslaba de sus compañeros de expedición; el solitario; el que sacaba su liliputiense tablero de ajedrez y jugaba una partida insólita o el que confeccionaba las maquetas más inverosímiles. Era el que en las discotecas de colegios británicos- con horarios de 8 a 10 de la noche, una vez a la semana y donde siempre le esperaba a la puerta de éstas la familias anfitriona -estaba de un lado para otro, como molesto, mirando el reloj, con enormes ganas de que finalizara toda aquella especie de calvario con decibelios, no sin antes haberse provisto de una bolsa de “fritolay” y los refrescos de turno, único y habitual tándem que se expendía en aquellas reuniones escolares.
 
          Por otro lado estaba el niño, el joven, al que le faltaba el impulso inicial y que al despertar en aquel ambiente no se quedaba estático ni sonrojado y oía el ruego de sus amiguitos, y a los diez minutos estaba moviendo sus piernas, aún muy lejos del auténtico ritmo. Estaba, por otra parte, el dispuesto a todo, el futuro hombre de iniciativa y carente de prejuicio que invitaba a la pista a las más altas y a las más bajas, a las de su edad y aquella que simplemente le había sonreído en el prólogo, en aquella tabla de salvación, en aquel indudable arte de “bailar separados”, por aquella época tan en boga en aquella juventud que te decía al advertirle que la música estaba a mucho volumen “que sólo así, con ruido y con oscuridad, es como penetra en los sentidos”.
 
          Aquel “bailar separados” se prodigaba, en el ecuador de la década de los 80 del siglo pasado, con música de trepidante cadencia y cada uno podía moverse a su antojo. Cuando surgía la “música lenta”, las parejitas bailaban cara a cara, mejilla contra mejilla y manos entrelazadas. Pero jamás ocurría lo de antaño, cuando cruzábamos aquel interminable salón de baile, y decíamos: ¿me permite esta pieza? Y muchas veces la contestación era una vejación: 
 
          -No; estoy cansada...
 
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