Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (XVI)

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Retazos de su libro Bye, bye. Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra  (1974-2004) publicado en 2006).
 
 
 
UN DECÁLOGO ÚTIL, PRÁCTICO Y CURIOSO
 
 
          Vamos a ofrecer, como pinceladas curiosas y prácticas, aquellas que ayudaban a estos alumnos durante sus estancia en Inglaterra a desenvolverse lo mejor posible; y las previas sugerencias que recibían sus padres para que la improvisación no fuese la nota discordante de un viaje que podía convertirse -constriñéndose a las normas establecidas- en una estancia muy convincente, desde el punto de vista pedagógico; y necesaria, para que la lejanía se convirtiera en normal convivencia con una familia que, de la noche a la mañana, era quién guiaría sus pasos y quien ayudaría, con la charla y el interés de la conversación, a que el idioma tomase carta de naturaleza y familiaridad para los neófitos y aspirantes a dominarlo.
 
          Este era el decálogo más útil y práctico:
 
               1.- Hable solamente en inglés cuando esté en compañía de una familia inglesa.
 
               2.- Condúzcase con la familia inglesa según la manera que se conduciría con su familia en España.
 
               3.- Todo daño que sea causado por usted deberá ser pagado antes de su salida.
 
               4.- Pregunte a su anfitriona qué día le conviene a ella lavar la ropa.
 
               5.- Haga su cama todos los días y tenga en orden su dormitorio. No deje la ropa en la cama o en la silla.
 
               6.- No llegue jamás tarde para las comidas.
 
               7.- En caso de que la familia le permita utilizar el teléfono, no olvide pagar sus llamadas.
 
               8.- Pida a la anfitriona permiso antes de invitar a sus amigos a la casa.
 
         9.- En caso de estar enfermo, pida a la tutora que le acompañe al médico. Usted solamente deberá pagar los medicamentos.
 
         10.- Si tiene algún problema con su familia inglesa, profesora o acompañantes, informe inmediatamente a la tutora o a la organizadora de su centro.
 
          Huelga decir que con el sistema implantado todas estas sugerencias y problemas eran canalizados a través de los/las responsables de cada grupo de alumnos, que ya venían acompañando a éstos desde Tenerife, en calidad de tutores.
 
          Y otros detalles muy a tener en cuenta. Cuando un británico nos ofreciera algo y queríamos aceptarlo, lo más correcto era contestarle: Sí, por favor (yes, please). Y cuando nos ocurría lo contrario: No, gracias (no, thank you). Es lo que oía a cada segundo y minuto en aquellas tierras.
 
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OXFORD, SIN TOGAS NI BORLAS
 
 
          Los campesinos, muchos siglos atrás, acudían con sus bueyes atravesando los ríos por los pasos. De ahí surgió el nombre de la ciudad y del blasón (Oxford se traduce literalmente por “paso de bueyes”). Este blasón aparece en las fachadas de los edificios municipales, por ejemplo, en el ayuntamiento e, incluso, en los automóviles Morris.
 
          En efecto, Williams Morris, más tarde Lord Nuffield, fue un individuo reservado y modesto que cambió el rostro de Oxford para el siglo XX. Comenzó a fabricar bicicletas a la edad de dieciséis años. Luego se pasó a las motocicletas y, en 1912, a la fabricación de automóviles, lanzando en 1918, doscientos cuatro vehículos y, cincuenta y seis mil, en 1925. Por aquel entonces, en 1984, lo desconocíamos.
 
          El blasón universitario es distinto: cambia el buey por un libro. Malas lenguas aseguran que este libro, “siempre abierto en la misma página”, da una pequeña idea de la manera en que trabajan los estudiantes de Oxford, que ha sido hogar de famosos escritores, poetas, eclesiásticos, actores y científicos. Allí -pregonaban los guías- “se inspiró el poeta Shelley y Sir Christopher Wren, uno de los más destacados arquitectos de Inglaterra. Y Richard Burton, el más popular de los actores británicos, que acabada de nacer para la muerte en la neutral Suiza.
 
          Una galaxia de ganadores del premio Nobel ha trabajado o impartido sus clases en Oxford. A pesar de todo, para los neófitos, Oxford seguirá siendo más popular que famosa por su perenne regata a remo con Cambrigde…
 
          En época veraniega, era imposible ver a los estudiantes con sus tradicionales vestimentas: los chicos, traje oscuro, camisa blanca, con nudo blanco, toga y birrete cuadrado con borla; las chicas -que desde 1947 se admitían en algunos colegios masculinos-, con blusa blanca, corbata, falda y medias; y calzado negro, toga y sombrero cuadrado sin borla.
 
          En el estío, Oxford era un pequeño infierno, que uno podía evitar, en parte, subiendo, por ejemplo, los noventa y nueve (exacta la cifra) escalones de la torre Carfax, una especie de Farola del Mar sin destellos luminosos. Desde aquella atalaya, cuya ascensión podía resultar una excelente prueba de esfuerzo y un trauma para los claustrofóbicos, con una escalera de caracol de Alfred Hitchcock, de cemento, hierro y madera crujiente.; de allí, decíamos, la Oxford universitaria más próxima parecía pura recova, sin frutas, ni hortalizas, pero sí con incesante bullicio de turistas más refinados y menos estrafalarios que los que pululaban por la londinense Oxford Street. Cuando la citada ascensión había apaciguado nuestros alocados diástoles y sístoles podíamos observar, sin jadeo, la lejanía; veíamos un bosque de cúpulas pedagógicas, un sinfín de agujas eclesiásticas y las tripas y suciedad de muchas azoteas, con tejados que aún conservaban el musgo de aquella lluvia que nunca había respetado la época, salvo en excepcionales ocasiones.
 
          Los visitantes veraniegos -que nunca gozaban del auténtico Oxford- proporcionaban divisas pero arrancaban y despojaban sin piedad la tranquilidad de aquella localidad que no podía cumplir con sus reclamos turísticos…” paseándose por la ciudad, con sus antiguas y modernas tiendas, se puede, al volver una esquina, ver un viejo portal. Al entrar, se olvida inmediatamente el ruido y la animación de la ciudad, se oyen los pájaros en las enredaderas, o quizás algún coro ensayando una cantata de Bach en la capilla; un juego de bolas en el césped del patio, un grupo discutiendo con animación, o un lector solitario sentado en algún sitio retirado.”
 
          ¿Cuándo se podía cumplir aquel reclamo publicitario en una ciudad donde ya proliferaban los Mc Donald’s, Wimpy, Hunckle Berry’s y Kentucky, que venían a ser los paraíso juveniles de las hamburguesas, de los pollos fritos, de los batidos espesos, de los helados generosos, de los “fish and chips, etc?
 
          ¿Cómo meditar en la majestuosa Christ Church cuando la chiquillería, las legiones estudiantiles, irrumpían por sus pasillos, capillas y patios armando un barullo de carnaval con vitola de Babel? En aquella catedral anglicana de la diócesis de Oxford habían esparcido muchos cartelitos con idéntica inscripción: “Mantener esta catedral nos cuesta cada minuto sesenta peniques. Sea generoso”. Pues la entrada costaba dicha cantidad, incrementada por los innumerables “souvenirs” que solían encandilar al visitante, que se atiborraba de éstos, siempre inferiores en calidad, variedad y originalidad a los de Santiago de Compostela, por poner un ejemplo de cercanía patria.
 
          Insistimos: por aquel entonces tuvimos que conformarnos con tomar parte en la variopinta caravana, observar algún joven atleta entrenándose para una carrera de fondo o apreciando las maravillas que algunas jamaicanas realizaban con su ensortijada cabellera.
 
          ¡Claro que molestaba el turista! Tenía que molestar. Por eso nos empujaba enfadado aquel viejecito de bastón que había salido a tomar el tibio sol de mediodía; y la flema del guardia inglés quedaba malparada cuando desalojaba, con malos modos, a aquel espontáneo violinista que pretendía recaudar fondos para engullir el primer “hot-dog” del día. Puede que William Morris, con sus automóviles y la consiguiente prosperidad industrial que otorgó a estas tierras, haya tenido mucha culpa de convertir lo bucólico e intelectual en grandes almacenes y romería cosmopolita. Por lo menos, en el coqueto e interesante museo de Oxford lo intuimos leyendo al pie de una amarillenta fotografía, lo que sigue: “… cuando surgió la prosperidad económica, se trabajaba mucho en esta ciudad y las dependientas -que acostumbraban vivir en el piso de arriba- siempre estaban muy pálidas por el excesivo trabajo.”
 
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