Una introducción a los ataques británicos contra las Islas Canarias

 
Por Carlos Hernández Bento  (Publicado en el mejicano Diario de Colima el 19 de abril de 2020).
 
 
 No hay escenario pequeño, sino grandeza de acción. (C.F.H.B.)
 
     
     Es mi sana intención entretenerles durante estas semanas de confinamiento con un puñado de relatos sobre los ataques que Gran Bretaña perpetró contra mi tierra, las Islas Canarias (España). Casi todos ellos estarán basados en extractos de mi libro de investigación histórica: ATAQUES BRITÁNICOS CONTRA LAS ISLAS CANARIAS. La visión británica, (2016).
 
     Los artículos andarán, pues, entre lo científico y lo literario. O dicho de otro modo: procuraré no dejar mucho lugar a la imaginación… aunque la imaginación despierten. Siendo así les cuento que:
 
 
          En el Tratado de Tordesillas de 1494, españoles y portugueses se repartieron el orbe conocido hasta el momento y en gran parte descubierto por ellos. Esto llevó a los demás pueblos europeos a sentirse espectadores pasivos de las grandezas y el enriquecimiento de los ibéricos y a intentar poner fin a un dominio omnímodo, que entendían como profundamente injusto. Se dice, por ejemplo, que el rey francés Francisco I (1494-1547) llegó a exclamar lleno de ira: ¡Querría ver la cláusula del testamento de Adán que me excluye del reparto del mundo!
 
          A mediados del siglo XVI, con la subida al trono de Isabel I, Inglaterra comenzó a mostrarse plenamente decidida a disputar a España y Portugal el control de las vías marítimas comerciales. Por entonces, el mercado clandestino inglés de esclavos negros ya tenía un auge extraordinario, gracias a su venta masiva a los colonos y terratenientes locales de la América española. Este aberrante tráfico fue llevado a cabo por muchos de los caballeros de la corte isabelina, constituyendo la base de sus inmensas fortunas. Los navíos transportaban a aquella pobre gente en condiciones inhumanas desde África hasta América, regresando luego a Inglaterra con el oro y los productos tropicales que conseguían a cambio, y con todo lo que lograban robar y saquear en las costas hispanoamericanas.
 
          Felipe II trató de acabar de raíz con el problema ocupando el suelo inglés, lo que desembocó en el famoso desastre de la Armada Invencible de 1588. Este fracaso convirtió a Inglaterra, desde entonces, en la más formidable rival del Imperio hispánico, y fue punto de arranque de la Royal Navy como poderosa fuerza que se incorporaba a la disputa por el control de los mares, justo lo contrario que ocurrió con España, que por entonces comenzó su lento declive naval.
 
          A pesar del grave descalabro, a su subida al trono en 1598, Felipe III, el ‘Rey Planeta’, heredó de su padre un dominio descomunal, bañado por todos los océanos de la Tierra; sólido y seguro, pero dependiente del navío como elemento vinculante entre sus partes.
 
          La complejidad de los viajes marítimos –a vela y, por tanto, a merced de la acción del viento y de las corrientes- planteaba serios problemas de intercomunicación entre la metrópoli y sus colonias. De esta debilidad fueron plenamente conscientes sus enemigos, los cuales intentaron aprovecharla.
 
          España entendió que al perder fuerza en el mar se le hacía necesario cambiar de estrategia, y comenzó a invertir en la fortificación de los puntos costeros estratégicos del Imperio con complejos sistemas defensivos. Esto llevó a un esfuerzo económico muy grande que, al menos, tuvo la feliz consecuencia de mantenerlo a salvo en su conjunto.
 
          El Tratado de Utrecht de 1713 intentó un equilibrio entre las potencias europeas, siendo la base del orden internacional durante buena parte del XVIII. Gran Bretaña sería la principal beneficiaria de la nueva situación establecida, ya que al conseguir asentar el principio de libertad de los mares, se aseguró el predominio sobre los mismos mediante el creciente poderío de su armada.
 
          Por el contrario, España tuvo que adaptarse a los nuevos tiempos para seguir jugando un papel preponderante. De esta manera, se vio obligada a aliarse con Francia varias veces a lo largo del siglo, para garantizar la protección de sus intereses. No sólo por los fuertes lazos familiares con sus reyes -en ambos países gobernaban los Borbones-, sino porque el enfrentamiento con Inglaterra continuó siendo inevitable, dada la codicia que siguieron despertando las posesiones y riquezas americanas entre la burguesía de ese país.
 
          En cuanto a Canarias, por su situación geográfica entre continentes fue, desde siempre, escala obligada en la ida y vuelta de América, lo que llevó a que los piratas europeos buscaran en ellas agua y avituallamiento e, incluso, cómplices que les sirvieran de apoyo.
 
          Esto supuso el sufrimiento de un sinfín de asaltos por mar y tierra, que con distinta fortuna fueron labrando, con el andar de los siglos, la gesta de un pueblo que siempre estuvo presto a defender con la vida su independencia y sosiego.
 
          Desde fines del siglo XVI los ataques de los piratas ingleses comenzaron a hacerse notar, sustituyendo paulatinamente a los de los franceses. Aunque los primeros se incorporaron tarde a la realización de este tipo de acciones, pronto se convirtieron en maestros sin rival, tomando al Archipiélago como escenario de ensayo y escala en su paso hacia América.
 
          Al finalizar la referida centuria, el peligro había aumentado de manera extraordinaria, pues a los ataques piráticos aislados de los primeros tiempos se sumaron, durante el XVII y XVIII, los efectuados por poderosas escuadras conformadas por marinos militares profesionales, los cuales llegaban hasta aquí con ambición de castigo o conquista.
 
          Ya a principios del siglo XIX fueron cesando los actos hostiles contra Canarias. Esto ocurre así, porque la pérdida de América hizo que España se encerrase en sí misma y que los problemas internos absorbieran sus inquietudes.
 
          El alejamiento de las alianzas con otros países, la paz con el extranjero y la desaparición de la piratería del mundo por obra de la política de seguridad marítima internacional, hicieron que la tranquilidad reinara desde entonces sobre las Islas Canarias, las cuales habían sido, por mucho tiempo, teatro de la guerra y el espanto.
 
(Continuará)
 
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