Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (X)

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Retazos de su libro Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (1974-2004) publicado en 2006)
 
 
 
Yul Brinner deprimía cuando cantaba en “El Rey y yo”
 
          El espectáculo era casi infantil pero algunas veces sobrecogía al más avezado. En las paredes del céntrico London Palladium observábamos aquel anaquel de celebridades que habían tenido “el superior honor” de subir a dicho escenario, desde los humoristas Bud Abbot, Lou Costello y Danny Kaye, pasando por otros artistas como Dorothy Lamour, Ginger Rogers, Margot Fonteyn, Bing Crosby…
 
          “Ser o no ser”, que decía Shakespeare, “esa es la cuestión”. Y el teatro inglés es, que duda cabe, no como otros -sin señalar- que también se las dan de teatro y se quedan en guiñoles, como nos dijo Ana Rosa Semprum. Inglaterra tiene una sólida tradición teatral desde los tiempos de don William y se las arregla para producir siempre grandes actores. Cada temporada se podía ver a gente de la categoría de Laurence Oliver o Richard Burton, representando alguna obra. Además, al margen del oficial, existía un teatro vanguardista lleno de vitalidad, cuyas sesiones se debían celebrar a la hora de comer. Muchas obras famosas nacieron de este modo en salas más o menos marginales, como la pintoresca Round House, que antiguamente era un hangar para locomotoras.
 
          Mes de julio de 1980. En el London Palladium, con llenos diarios y donde las entradas había que adquirirlas con varios días e, incluso, semanas de anticipación, estaba el rapado Yul Brinner encabezando el reparto de “El rey y yo”, que había sido llevado a la pantalla por Rex Harrison e Irene Dunne, en 1945; y por el propio Brinner y Deborah Kerr, en 1966, donde Yul obtuvo el Oscar de interpretación. La entrada más cara se acercaba a las mil quinientas pesetas y la más barata, trescientas veinte. Cuando se iban apagando lenta y tenuemente las luces del recinto, la orquesta interpretaba el himno nacional británico. Todos los espectadores se levantaban de sus asientos y lo oían de pie. El público británico, después lo comprobamos, solía ser extremadamente generoso a la hora del aplauso.
 
          Más que cualquier otra capital europea, Londres es un espectáculo que vive de la apariencia y la ostentación. La gente ha notado siempre su naturaleza teatral, y esta sensación es endémica, como ya observó Jan Morris. Los comediantes famosos no son sólo celebridades sino también personajes respetados, festejados o ennoblecidos. Laurence Olivier era un barón de la Cámara de los Lores. Sir Alec Guinnes, Sir Michael Redgrave, Sir John Gielgud, por mencionar cimas, pertenecían a la más digna nobleza. El arte histórico es, por excelencia, el arte de Londres. La ciudad goza de gran habilidad para deslumbrar, imitar, engañar o conmover.
 
          Lo que sobrecogía -por lo menos, a nosotros- de “El rey yo”, historia vivida y escrita por Anna Leonowens, no era la presencia del orgulloso y, algunas veces, insoportable Yul Brinner, de excelente tono grave en su voz pero deprimente cuando intentaba lo que le exigían: cantar. Brinner, tras acabar la obra, cuando los aplausos le solicitaban volver al escenario lo hacía como el excéntrico rey de Siam: con el rictus de bruto y los gestos de primitivo. Y “se lo comían” a aplausos. No sobrecogía, tampoco, la magnífica interpretación de Virginia Mckenna, fina y frágil como la porcelana china. Lo que sobrecogía era la iluminación, la acústica, la música, la coreografía en aquel increíble escenario que cambiaba de decorado con pasmosa celeridad, en un parpadeo, sin el menor ruido, con mágica habilidad; con un cuadro de baile sin un fallo, compenetradísimo, sin un balbuceo escénico, donde incluso a los niños se les detectaba una dirección realmente excepcional, haciéndoles naturales, espontáneo, sin la menor afectación o freno ante aquella enorme masa de público que desde el amplísimo “gallinero” parecía venírsele encima. Era una obra para goce visual. No era necesario usar los pequeños lenteojos de aproximación que en la propia butaca, por diez peniques, le ofrecían al espectador, no sin antes advertirle “Do not take away” (no son para llevar).
 
          Lo realmente incómodo eran aquellas butacas que si en medio de la representación avisaba alguna colitis todos los de la hilera tenían que levantarse y darle paso al angustiado, que sufriría y haría sufrir en aquella angostura, con un desnivel que proporcionaba, de antemano, una estupenda visibilidad desde cualquier punto del teatro.
 
          En el descanso, a pesar de que en el exterior el termómetro no subía de once grados, abundaban los helados que ofrecían una chinitas de postal, que igualmente pregonaban el “souvenir” del lujoso programa de este estrafalario rey de sesenta hijos y un rosario de esporádicas esposas que todas las noches, en el London Palladium, gesticulaba, vociferaba y gritaba de forma muy convincente pero que deprimía cuando intentaba lo que quería y tenía que hacer: cantar.
 
Cuando el niño sabe corresponder al sentimiento
 
          Dicen que un buen llanto es la mejor manera de conseguir que desaparezcan las penas por las que brotaron las lágrimas. Por estas campiñas británicas -donde no era prohibitivo pisar el césped- algunos estudiantes tinerfeños lloraron. Y de esa forma natural expulsaron los elementos tóxicos que producía el ser víctimas del “stress” o de sentimientos no deseados. Y lloraron porque habían consumido la primera etapa, el ecuador, con la familia que les acogió. El niño, el joven, cuando observa estímulo, dedicación y cariño, sabe corresponder al sentimiento. Y había familias que al estudiante – huésped lo habían aceptado, desde el primer día, como uno más de la casa, al igual que otro hijo como, por ejemplo, el carismático Claudio, que un día antes de la partida nos decía:
 
          -Prefiero no despedirme de ellos. Sé que voy a empezar a llorar como un niño y no me gustaría que me vieran los compañeros...
 
          Claudio no podrá olvidar la ilusión con que antes de irse a la cama su familia británica le ponía una manta eléctrica entre las sábanas. Permanecerá en su recuerdo el ósculo en la mejilla con que todas las mañanas despedía al señor; lo bien que lo pasó con la pareja de canes hogareños; sus divertidas tertulias con Mr. Collins que, en la despedida, le regaló una serie de excelentes fotografías que le había hecho en su laboratorio casero, su gran “hobby” y entrenamiento. Y no olvidará, por supuesto, los esfuerzos y sacrificios de aquel maduro matrimonio que siempre se interesó para que Claudio hablara, preguntara y estudiase el idioma inglés, la principal meta del viaje.
 
          Claudio, como otros tantos compañeros de expedición, podía decir que en las figuras de cera de Madame Tussaud nuestro Rey Juan Carlos estaba prematuramente envejecido; que el anexo Planetarium ya resulta desfasado tras ver La Guerra de las Galaxias; que aún siendo excepcional el Museo Británico de Historia Natural -vestigio de la época victoriana- lo mejor de éste era el edificio, su impresionante fachada cuajada de relieves, figuras e imborrable pórtico, umbral de dinosaurios, mamuts, ciervos gigantes e híbrido elefante con cabeza de becerro, que asombró sólo durante once días. Estos detalles y muchos más podía decir Claudio. Ahora, tras abandonar las cercanías de St. Albans para instalarse en la moderna Helmel Hempstead,  había confesado:
 
          -Allí parece que he dejado a mis padres...
 
Tormenta de verano en el “week-end”
 
          No cabe la menor duda que, en Gran Bretaña, el hombre es esa “migaja de la naturaleza” que inventó Phil Bosmans. A finales de julio de 1980 estaban a punto de volverse neurasténicos con los partes meteorológicos que sentenciaban el umbral de un “week-end” con vaticinio de truenos, rayos y relámpagos. Un viernes,  la gente menuda se había tostado sobre el inmenso césped de aquella piscina al aire libre,con “agua glacial”,  ubicada en la moderna Hemel Hempstead; el calor ambiental de un termómetro parado en los 25 grados -que para esta gente era como un infierno- hacía que los vendedores en el “Marquet” sudaran, se enfadaran y dormitaran bajo los toldos entre las más frescas verduras, las más sabrosas frutas y las más estrafalarias y curiosas antigüedades; mientras, por las tardes, se festejaban los cumpleaños felices en los jardines, bajo los árboles, rodeados de pájaros y mirlos, y por las noches, los “party”, a base de tenues conversaciones, con reprimido llanto por el óbito de Peter Seller, que seguía haciéndonos reír por la televisión británica en un emocionado tributo de sus paisanos que tras lo histriónico le despedían con un doloroso: ¡Adiós y gracias, Peter!...
 
          Si todo esto -y muchas cosas más- sucedían en aquel viernes, que era pórtico de los ansiados “week-end” británicos,  el sábado, insistimos, los negros nubarrones, el tiempo azorrado,  la bruma y la brisa tibia, pero traicionera,  eran preludios de un chaparrón sin piedad, que con sus rayos, truenos, relámpagos y demás familiares atmosféricos iluminaban el cielo, hacía trepidar la estructura del edificio de Kodak -extraño pegote dentro de estas ciudades satélites de Londres- y llenaban de desilusión y congoja, a quien, por ejemplo, había proyectado un viaje a Londres con la siguiente advertencia: “Vengan de verano y fresquitas que vamos a caminar mucho”… Y ahora Ana, en su santoral, sin paraguas y veraniega, salía empapada, con escalofríos y asombrada porque aquel proyecto de diluvio la sorprendió como al resto de la expedición escolar, en una especie de descampado donde la iglesia metodista estaba cerrada y aquel local para alevines de actores no tenía ni un mal zaguán para resguardarse.
 
          En efecto. “migajas de la naturaleza” que se resignan a ser devoradas por este tiempo vesánico y revienta-proyectos. Ellos, los británicos, como queriendo reírse de estas tomaduras de pelo atmosféricas seguían conduciendo sus vehículos con el torso desnudo y atuendo deportivo. Sin embargo, los más prácticos o los más medrosos lucían chubasqueros, gabardinas y paraguas de arco iris. Y seguían dándose los chapuzones pero ahora en la otra piscina, en la climatizada, en cuyos anexos y formando parte del estupendo “Dacorum Sports Centre” también podía practicarse toda clase de deportes de sala aunque el inglés seguía prefiriendo el bádminton y el “squash”, ahora con la música de fondo de unos truenos y relámpagos que etiquetó la rubia Alicia: ¡Parecen los fuegos del Cristo de La Laguna!
 
          ¿Qué hacían algunos de estos británicos que habían tenido que olvidarse de sus tiendas de campaña, sus “roulottes” y viaje al Sur con la familia? Ahora, por ejemplo, tenían una compensación en los Juegos Olímpicos de Moscú,  donde Steve Ovett y Sebastián Coe les habían llenado de orgullo en los 800 metros lisos; donde Allan Wells, el “whisker” -por aquello de ser escocés- con una sonrisa de oro, más halterófilo que velocista, ganaba los cien metros, mientras el decatloniano, Daley Thompson, de bigote y músculos acharolados, estaba a punto de escalar el máximo podium. Y entre prueba y prueba, el insólito almuerzo de algunos hogares: dos bollitos de salchicha, un dulce para una muela y el inevitable “cup of tea”, pastas y algunas frutas. Y sobre las siete “la gran comida” que podía estar compuesta por sopa de tomate, compuesto de riñones -que olía mal pero sentaba bien-, papas al horno y postres variados, donde los británicos sí que nos encandilaban con sus “puddings” calientes, crema y frutas picadas.
 
          Al anochecer, antes de que la televisión comenzara con sus clásicas películas de terror y horror, el “té relajante”, con galletas y pastas variadas, aunque muchos preferían salir y visitar los atiborrados “pubs” donde más que güisqui, licores y vinos se consumía cerveza que, muchas veces, incluso, era puro caldo.
 
La hospitalidad nunca se aprenderá en los libros
 
          La hospitalidad no se aprenderá nunca en los libros. Se nace con ella, se cultiva, se propaga, pero jamás se improvisa. Allá, en Inglaterra, vimos cómo se despedían los escolares tinerfeños de quienes durante algunas semanas se habían convertido más que en anfitriones, en entrañables seres de sus vidas e inquietudes. Y en muchos de aquellos adioses, aunque sea término ambiguo, intuimos más emoción y desgarro que con sus propios familiares. Puede que fuese la novedad, la contrapartida a tanto halago, cariño y dedicación sin exigir sacrificios. Aquella angustia, aquella desazón que muchos vanamente intentaron ocultar en las citadas despedidas era el sentimiento de una convivencia cordial, de otro brote de amor con sello paternal, ahora rubricado y compensado con una mano enérgicamente agitada, un semblante serio, una mirada húmeda y un pañuelo al quite… A través del cristal del autobús, el desconsuelo de muchos, el querer volver de otros, la algarabía de algunos por la clausura de tantas jornadas hacia un lenguaje que empezó siendo ininteligible y ahora resultaba menos.
 
          Quedaban atrás aquellas pequeñas y encantadoras ciudades satélites de Londres, inmersas en la campiña, con sus “Town Centre”, con sus casitas de primorosos jardines de entrada alardeando del símbolo floral británico, la rosa; y tras aquel jardín de oro en paño, el huerto, el liliputiense invernadero, los árboles frutales, mesa y despensa de aquellos hogares donde sabían el valor de una papa y el tesoro de un tomate, tándem logrado con tanto mimo como súplicas a los fenómenos atmosféricos, que allí solían convertir la esporádica caricia cercana del sol en traicioneros e inoportunos truenos, rayos y relámpagos, sentenciando proyectos, “weeks-ends” y cosechas. Con lluvias que anegaban prados, bosques y ponía niveles de intranquilidad a los ríos; con posmilla que tornaba triste, muy triste, al Reino Unido que, de rabia lloraba, a veces -ya lo hemos apuntado- de forma despiadada y diluviana. Tristeza que siempre intentaba paliar una señora de perlas y guantes blancos, la Reina Madre, que nació para la muerte en la década de los 80 del siglo pasado. Ella era una perenne sonrisa y si era capaz de llevar un descomunal sombrero magenta en pleno invierno sin que se rieran de ella es que era notable por fuerza, a pesar de sus “preciosos trajes horribles”
 
          Quedaban atrás, igualmente, aquellos diálogos campechanos, rústicos, que creíamos erradicados, entre choferes y pasajeros de líneas urbanas, donde el cobrador había sido desplazado por una ranura y un cartelito: “por favor, traiga el dinero exacto”. En las tiendas había otros rótulos: “los ladrones serán perseguidos”. Pero en los hogares de estos contornos se dejaban, aún, las puertas abiertas y los jardines y huertos no tenían vallas ni rejas. Y algunos hasta dejaban las “cosas tiradas” en el cuarto de estar para “que vean que dentro hay niños jugando”
 
          Se acabaron aquellas noches de increíbles silencios sólo profanados por el lejano tren; ya no sufriremos la desorientación de aquellos pobres termómetros que en pleno estío marcaban tiempos de nevada, ni podremos sentarnos a la vera del bellísimo lago de St. Albans para aspirar aquella inconfundible y vivificante fragancia del césped recién cortado por trepidante máquina; descansaremos de aquella luna llena, de hombre lobo y bruma asesina, entre bosques con ruinas romanas, fresnos e inmensos campos de golf.
 
          Quedan atrás, en fin, las pilladas, las anécdotas y las divertidas travesuras de Claudio que con la seriedad de las figuras del Greco dejaba atónitos y perplejos a los dependientes del “Town Centre” cuando les decía si tenían a la venta capotes de torero…
 
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