Las ballenas de Mazo

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en el Diario de Avisos el 27 de enero de 2020.
      
 
          Una y otra vez, con dulce y pausada reiteración, tanto cuando éramos pequeños, como adolescentes y aún maduros, siempre hemos oído los "versos de la ballena", así: “Desde la Banda han venido / señoritas de abanico / representando buen tipo /con zapaticos de hebilla / y reloj atravesado. / La gente muy apresurada / bajaba La Cangrejera / todo el mundo acompañando / la muerte de la ballena.”
 
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Señoritas de abanico / representando buen tipo / con zapaticos de hebilla / y reloj atravesado. (foto José Herrera)
 
         
            En los albores del año 1923 nuestra madre había cumplido los once años. Y el recuerdo que jamás se borró de su mente fue el día que apareció, en la citada playa de La Cangrejera, aquella enorme ballena.
 
          Mi abuelo materno, que ya había ido incluso a América, de donde había traído, entre otras cosas, "azúcar morena y dátiles",  fue el primero que, como buen marinero, avistó al hermosísimo cetáceo, «muy oscuro por encima y blanquecino por debajo». ¿Qué longitud podía tener aquel mamífero? Parece que nadie usó la cinta métrica, pero la medida podía intuirse en los ojos de asombro que siempre puso nuestra madre en el relato. ¿Veinte metros, cincuenta toneladas? Era muy posible. Allí, en el tranquilo litoral de Mazo, vino a morir aquel gigantesco pez de piel desnuda y lisa, ojos pequeños, dos aletas anteriores a modo de remos y poderosa cola para impulsarse. Su peculiar sangre caliente ya se había enfriado y su característica respiración aérea era ya sólo un adorno náutico. Aquella jubilada ballena aprovechó, como tumba, el tranquilo litoral de la playa de La Cangrejera -muy próxima al actual emplazamiento del Aeropuerto de Mazo-, recoleto paraje festoneado de callaos, sin una roca, sin una sombra, que así evitaba a los escasísimos bañistas de aquel entonces, más partidarios de la playa de La Salemera, menos inhóspita y con gran abundancia de arena negra, pero insuficiente para acoger a tan ciclópeo anfitrión. 
 
Todo un espectáculo
 
          La aparición de aquella ballena constituyó un espectáculo de primer orden. Aseguran que toda la Isla vibró de asombro y también de «novelería». Llegaron desde todos los puntos. No sólo desde La Banda, sino desde Tijarafe, Puntagorda, Garafía, Barlovento, a pie, en mulos, en carretas, a caballo, a pela de los mayores: “Desde La Banda han venido / señoritas de abanico / representando buen tipo / con zapaticos de hebilla / y reloj atravesado.”
 
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Llegaron para ver a la ballena desde muchos puntos de la isla, a pie, en carretas, en mulos…..(foto archivo Jorge Lozano)
 
 
          Los poetas, los Duarte, todos los palmeros, «tan amantes de un verso», vieron un filón para su inmarchitable imaginación. En tormo al cetáceo, que se había convertido en un atractivo número de feria, comenzaron a proliferar las tiendas de campaña, los ambigús, los mesones, los merenderos, en tierra; y en la mar, toda clase de lanchas y barquitos de cabotaje. «Aquello -nos recordaba nuestra madre- siempre estaba lleno de gente». Y de timples, esa guitarra menor de edad, que acompañaba en el velatorio al mamífero que fue. 
 
La afamada repostería palmera
 
          La Cangrejera, orilla de playa remota, también se llenó de olores: de mojo picón y papas arrugadas; de puchero, de potajes, de chernada, a base de pescado salado y mojo colorado; de carne de cerdo asada. Olores, en efecto, de escaldones, de fritangas y de frangollos, bañado con el tinto de Mazo y luego todo ello endulzado con una repostería de renombre: Bienmesabe, rapaduras, miel de caña con ñame, marquesotes, queso de almendra: 
 
          “La gente muy apresurada / bajaba la Cangrejera / todo el mundo acompañando / la muerte de la ballena.”
 
           Y tras los olores gastronómicos, aquellos otros olores de putrefacción y de descomposición, que dejaban al descubierto un esqueleto cotizado y curioso, que otrora había generado, entre otras cosas, chorros de aceite que se fue depositando en bidones “por unas señoras de Las Palmas que habían venido para eso..."  Del espinazo se sacaron «graciosos banquitos y también sillitas con respaldo». Y para el dentista de la ciudad, la mandíbula superior, «que era una auténtica pieza de museo».
 
          Tras un mes de olores de uno y otro signo, a Mazo volvió la paz entre naranjos, ciruelos y albaricoques; entre el perejil y la hortelana y entre la piedra de lavar y el moral que le daba sombra. Volvió, en fin, la paz entre aquellos «sitios» ( finquitas) de minifundio y prosperidad.
 
Otras
 
          Lo que mi madre desconoció -y puede que la noticia hubiese proporcionado algún desencanto al romperse lo que se creía insólito- es que en Mazo, ahora sí en La Salmera concretamente en Los Tarajales, también había ido a morir otra ballena, a principios del siglo pasado, según se desprende de esta décima que, ante nuestra sorpresa, se conservó en el archivo de una mente longeva que un día se la resucitó a su nieto, así, “En 1902 / cuando encalló la ballena / anunciándonos pena / de aquel año atroz. / En él nos recuerda Dios / nuestras penas cometidas / y las penas merecidas / el castigo nos mostró / pero de ello nos libró / agradezcamos la vida.”
 
Pobreza y miseria; sequía y hambre
 
          Dicen que 1902 fue año de pobreza y miseria; año de sequía y hambre. Las jovencitas macenses, siempre limpias como patenas, iban a lavar sus ropas en los pozos salobres de la Montaña del Azufre, donde también abrevaba un ganado famélico y desgarbado.
 
          (Nos van a permitir este paréntesis para añadirles que en un excepcional libro titulado Historia general de la villa de Mazo, original del destacado profesor Cirilo Velázquez Ramos, se hace constar que en el año 1994 otra ballena fue a morir en la costa de Mazo).
 
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Cetáceo encallado en el municipio de Mazo en 1994. Foto “Chic”
 
 
 
 
El “Déjame entrar “ palmero
 
          Por prescripción facultativa, mi madre, con toda la familia, había salido de Santa Cruz de La Palma hacia Mazo huyendo de aquella pesadilla febril, contagiosa y eruptiva, que respondía por tifus. Ella nunca nos habló de aquella sequía ni de aquella otra ballena que encalló en los aledaños del pueblo de las alfombras de flores. Ni tampoco nos habló nuestro padre, que llegó procedente de Orense a la «isla corazón» cuando alboreaba la década de los 30 del pasado siglo. Lo que sí nos dijo es que cuando, conoció a la jovencita que luego llevó al altar, ésta le mostró labia y su heredado "déjame entrar palmero" con esta cuarteta: “Fui hecha en Barlovento / y nacida en la ciudad / criada en el Malpaís / y bautizada en San Blas.” San Blas era una ermita localizada en aquel  Mazo frutero, marinero y ballenero...
 
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La ermita de San Blas. Foto: C. Velázquez.
 
 
 
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