Justo sesenta años (Relatos del ayer - 41)

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en el número de noviembre de 2019 de la Revista NT de Binter)
 
 
 
          El viejo miraba el mar, sentado en una roca, al borde de la punta del brazo de tierra que se adentraba en las aguas, a los pies del castillo de San Cristóbal. Sostenía la caña con pericia, vigilando la mínima vibración del hilo que caía perfectamente vertical, atravesando la superficie marina, tensionado por el peso de la plomada. Nadie como él sabía de pesca con caña en Santa Cruz. Él mismo se había fabricado el aparejo. El talón de vara de álamo, calentada y trabajada con maestría tal que no podía estar más derecha, y ahuecada para aligerar el peso; el cuerpo del puntal de tallo de avellano y de manzano el extremo. Las tres piezas, firmemente ensambladas, constituían un cuerpo firme y sólido en su primera mitad y flexible y resistente en su segunda. Nada menos que nueve varas de punta a punta. El hilo de crin de caballo trenzado, resistente como ninguno; el anzuelo de buen acero. “La mejor caña de pesca de la isla”, presumía. Le habían hablado de un hilo de crin trenzado con seda, aún más resistente, y de un carrete que se fijaba al talón con tiras de cuero bien apretadas. “Modernidades”, pensó.
 
          En el índice de la diestra sintió el leve tirón, a la vez que observó vibrar el hilo. Eran casi adivinanzas de un experto pescador como Rafael, que así se llamaba el viejo; viudo, seis hijos y nueve nietos. Nada. Algún sargo sabio que picoteó la lombriz que atravesaba el anzuelo. Entonces cayó en la cuenta, recordó de súbito. “¿Han picado, Rafael?”, escuchó tras de sí. Ese día se cumplían 60 años de aquel 6 de noviembre de 1706; era Rafael por entonces un niño de 10 años. 
 
          -Nada aún; no llevo buena mañana, Paco -contestó al hombre que ya estaba junto a él, mirando el cubo vacío. Era el cabo Meléndez, de la guardia del castillo, buen amigo.
 
          -Dicen que se proyecta construir un muelle de piedra sobre estas rocas -dijo el cabo, mirando ahora el horizonte atlántico, que se veía gris bajo el cielo nublado.
 
          No atendía Rafael a las palabras de Paco. Sus pensamientos estaban sesenta años atrás: aquella enorme escuadra de diablos ingleses, al mando de John Jennings -supo años después, ya adolescente-. Trece navíos, nada menos, escupiendo fuego sus cañones contra el pueblo, sin cesar. Desde la casa de sus padres, al comienzo de la calle de la Marina, presenció el combate. Aún sentía en el estómago el estruendo de los cañonazos de la artillería española, que de inmediato contestó al fuego inglés. No debía esperar Jennings la defensa planteada por el corregidor y capitán de guerra, don José Antonio de Ayala y Roxas, un valiente. ¡Gran victoria española, aquella! Recordó el viejo lo que su padre le había contado sobre el daño que hizo a los barcos enemigos el cañón más poderoso de todos, Hércules se llamaba. Ahora, ya cansado de tanta guerra, el viejo artillero de bronce descansaba, descabalgado de la cureña, junto al muro del castillo. También se sentía cansado Rafael. “Parece que algo pica”, dijo el cabo. “Parece…”, confirmó el viejo, sonriendo de medio lado.
 
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