A propósito de la Gesta del 25 de Julio de 1797

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en El Día el 23 de agosto de 2008)
 
Premio de Periodismo General Gutiérrez en su X edición (2009)
 
 
La mayoría de los británicos desconocen la derrota de Horacio Nelson en Tenerife.
 
 
          Seguimos con tanta curiosidad como interés todo el programa de actos de “Santa Cruz + Viva”, en conmemoración de la victoria del general Gutiérrez (léase derrota de Horacio Nelson). Y en una de esas atinadas iniciativas desplegadas por el Ayuntamiento capitalino, hasta tuvimos el honor y la oportunidad de leer, en el Salón de Plenos Municipal, un capítulo del libro La victoria del general Gutiérrez sobre el almirante Nelson, de Juan Arencibia de Torres. Previamente se había leído, en idéntico escenario, Cinco días de julio, de Luis Cola Benítez, cuya lectura pública la inició el alcalde Miguel Zerolo.
 
          Y ese breve prólogo ha venido a colación y con motivo de tan marcada efeméride, porque hace ya algunos años, ya estas mismas columnas de El Día, y ocupándose precisamente de Horacio Nelson, un destacado articulista nos decía que “en más de una ocasión y por imperativo del oficio de periodista se había encontrado con situaciones donde no sabía qué actitud adoptar: la risa, el pataleo o el llanto”. Y todo ello porque en cierta ocasión una entidad le pidió un documento divulgativo sobre Tenerife -ya se sabe, itinerario geográfico e histórico, lugares de interés, costumbres, tradiciones, etc.- con especial énfasis del aspecto turístico. De Santa Cruz y de su victoria nelsoniana hablamos, claro está, confesaba el citado articulista; pero añadía que “brillantes técnicos que presenciaron el visionado consideraron conveniente omitir el triunfo del general Gutiérrez sobre el almirante Nelson, porque significaba una posible restricción de turismo británico hacia esta provincia y podía herir las suspicacias de nuestros huéspedes ingleses.”
 
          La verdad es que los ingleses han conseguido su propósito. Allá, en las afueras de Londres, en el Hemel Hempstead, con la vecinal presencia de las bucólicas granjas campesinas dónde Nelson gozó, con serias oposiciones, de la grata compañía de Lady Hamilton, a quién terminó de inmortalizar el celuloide; allá, entre aquel impagable olor a césped y hierba recién cortada, numerosos núcleos estudiantiles de las Islas Canarias con los que compartimos varias estancias veraniegas, se habían percatado, entre otras cosas, de que resultaba evidente y perfectamente comprobable el desconocimiento que aquella gente, y otra más preparada, tenía no sólo de nuestra batalla de Tenerife, sino también de la ubicación y entorno de nuestra propia Isla.
 
          Uno de aquellos alumnos se vio sorprendido cuando la señora que le acogió, y como novedad, le invitó a que “descubriese” la lavadora automática que tenía en la cocina; otra se interesó por si existían automóviles en Tenerife e, incluso, hubo una a la que le extrañó el color de nuestra piel dada la proximidad con África. Obviamente, eran personas de discutible valor cultural que, posiblemente, sólo habían tenido la oportunidad de ver el nombre de Tenerife a través de la televisión, cuando se anunciaba el próximo crucero turístico del Canberra. La leyenda de los tomates y plátanos de Canarias ya había terminado. Ahora venían, entre otros puntos, de Israel y Honduras. Pero los fruteros de Oxford Street seguían pregonando, con todas sus fuerzas, lo de “banana from Canary Islands”.
 
          Pero aún más dolía comprobar, con exasperante reiteración, cómo auténticos profesores universitarios, bañados con la cultura de Oxford y Cambridge, esbozaban sonrisas entre irónicas e incrédulas cuando, en nuestras excursiones por Trafalgar Square, se les recalcaba, con no disimulado matiz, que Horacio Nelson estaba allí arriba, en la cúspide de la columna, manco, porque dejó su brazo derecho enfrentándose a los afines del general Gutiérrez Había que ponerse muy serio, pero muy serio, para que se lo creyeran. Allí no valía aquel cuarteto del poeta Estévanez: 
 
Cuánto más alto se ponga  //  de Horacio Nelson la estatua  //  más alto verán los siglos  //  el nombre de mi Nivaria.
 
          Vayan ustedes a saber si en los libros de texto británicos se omitían los fracasos y borrones bélicos del ínclito marino y se decía que el ojo que perdió en Calvi fue por desprendimiento de retina y el brazo derecho por congelación al intentar subir al Teide... 
 
          Sí; dolía que cuando decíamos ser españoles nos dijesen, entre bromas y veras, dónde guardábamos las castañuelas y los capotes de torero. Dolía que nuestro idioma, el español, no apareciera en los mejores museos, salas de arte y pinacotecas, que seguían prefiriendo para sus catálogos, folletos y disquetes el alemán, el francés y el italiano, trilogía que también seguía imperando en los urinarios, cuartos de aseo y “toilettes” que menudeaban no sólo en la gran urbe sino en cualquier pueblecito de la periferia capitalina. Y enojaba, igualmente, que Canarias, concretamente Tenerife, fuese, para algunos, algo selvático, inexplorado, sinónimo de sol, palmeras y taparrabos. Nos apenaba que, por repentina indisposición de uno de los profesores nativos que impartían sus clases de inglés, éste fue sustituido por una profesora que nada más llegar a clase, invitase a uno de los alumnos a que improvisara un mapa sobre la pizarra para conocer la auténtica ubicación de Tenerife.
 
          Pero el canario seguía siendo generoso, desprendido y resignado. Si supimos defender denodadamente el territorio, también supimos ser hidalgos con el invasor, que si nos brindó una cerveza y queso, nosotros le obsequiamos, tras su derrota, con un par de garrafas de vino no “limetones”, que ese vocablo no se encuentra en ningún diccionario que se precie. Y luego, en la catedral de San Pablo, “que se construyó para Dios y existe para todos”, bajamos a la hermosa cripta donde reposaban los restos mortales de Horacio Nelson, en medio de numerosos monumentos a famosos navegantes y soldados británicos, al igual que hombres de letras, muchos de los cuáles habían sido enterrados allí.
 
          Quizá la tumba más humilde de San Pablo se encontraba al pie de la escalerilla a la derecha del tercer alféizar. Una placa sencilla, encima del túmulo, decía: “Si busca un monumento, mire a su alrededor”. Era la tumba de Sir Christopher Wren, el genio de las glorias arquitectónicas de la catedral, el que ideó el impresionante abovedado de aquella cripta que era una de las secciones más fascinantes del edificio con dos fastuosas tumbas: las de Wellington y Nelson. Los restos mortales de éste, “que fueron conservados en un barril de ron de la Marina”, descansan debajo del sarcófago de mármol negro hecho por Benedetto de Rovezzano. Es un túmulo para la meditación. Es una tumba que incluso parece sobrecoger al busto de Lawrence de Arabia, que en un rincón, le mira fija, eternamente. 
 
          Estas y otras observaciones las recogimos, en su día, en un tomo que titulamos Bye, bye! Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (1974- 2004), donde igualmente, y ocupándonos del almirante británico vencido en Tenerife, y tras visitar, en la localidad de Greenwich la del famoso Meridiano su espectacular Museo Nacional Marítimo, comprobamos que, en los salones dedicados al idolatrado para el pueblo británico Horacio Nelson, y en unas dependencias amplias, lujosas y gélidas por un alocado sistema de aire acondicionado en dichas estancias, recalcamos, aquel rotundo fracaso del 25 de julio de 1797 del invasor británico de donde, incluso, salió manco, aquella inolvidable gesta del general Gutiérrez queda reflejada en estas 10 míseras y cicateras palabras que, incluso, tienen algo de galimáticas y ambiguas: “Attempt attack on Santa Cruz Tenerife, loses his right arm”.
 
 
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