El renacer del Real de Las Palmas (Relatos del ayer - 27)

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en la revista NT de Binter en su número de septiembre de 2018 )
 
 
          Atardecía el martes 10 de septiembre de 1599, cuando el almirante Jan Gerbrantsz, desde la toldilla de su buque, observaba a la muchedumbre que aguardaba en el puerto de Zelanda el arribo de los 13 navíos, de los 35 que el almirante jefe de la gran armada, Pieter van der Does, le había encomendado regresar a puerto con el botín capturado en el asalto a la ciudad de Las Palmas. El 25 de julio, el mar embravecido había dispersado las naves, de forma que las restantes -menos aquellas que se tragó el mar- irían llegando en fechas posteriores. El desánimo era patente entre la oficialidad y marinería. La expedición había resultado un desastre. La impresionante flota de 72 navíos fuertemente artillados, dotados de 12.000 hombres, cuyo objetivo era atacar y saquear los puertos españoles, imponiéndoles rescates y apresando sus navíos mercantes, con el fin de hundir las finanzas de la primera potencia mundial, se había visto frustrada en el asalto a la ciudad del Real de Las Palmas. Con los españoles se sostuvo combate en el desembarco del  27 de junio, hasta el abandono de la isla (el 8 de julio de ese año de 1599), luego de la derrota infringida por los canarios el 3 de julio, en el cerrillo del Batán, en heroica lucha, que ocasionó al enemigo multitud de bajas. La misma suerte corrieron los holandeses días después en su intento de invadir la isla de La Gomera. Aquellos isleños eran gente recia. 
 
          De nada le sirvió a Van der Does tratar de continuar con la misión encomendada al frente de los restantes 37 mejores navíos.  Una consecución de desastres acompañó al pomposo almirante, que antes de abandonar la isla de Canaria, saqueó e incendió su capital, con el objeto de hacer el mayor daño posible. Muy pocos de ellos lograron regresar a Zelanda. El propio Van der Does, gravemente enfermo, murió el 24 de octubre del mismo año. 
 
          En Las Palmas se celebró con gran algarabía la marcha de los holandeses, aunque con mucha pena y dolor se comprobó el gran daño que el fuego hizo a la ciudad. La defensa en la playa y las murallas, que con tal valor hicieron las milicias y paisanos, a las órdenes del gobernador y capitán general don Alonso de Alvarado, dio tiempo a civiles y autoridades a llevarse consigo parte de los enseres y documentos. Lo que quedó fue saqueado o pasto de las llamas. Las familias que se habían refugiado en el interior de la isla -en Santa Brígida principalmente, desde donde se reorganizó la defensa- regresaron a los hogares que ahora no eran más que rescoldos. El teniente de gobernador don Antonio Pamochamoso (dado que Alvarado, gravemente herido en combate, fallecía el 20 de agosto) y el obispo don Francisco Martínez, al frente de sus paisanos, emprendieron la magna labor de la reconstrucción de la ciudad atlántica, del renacer del Real de Las Palmas. 
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