Las campanas del Pino Santo de Teror (Relatos del ayer - 23)

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en la Revista NT de Binter en su número de abril de 2018).
 
 
          Se había levantado mucho viento aquella madrugada de 3 de abril de 1684. Al amanecer ya era huracanado. Las dos campanas que colgaban de las ramas altas del Pino Santo -en cuya copa se había apareció la Santa Madre de Dios, allá por 1481- tañían frenéticas, sacudidas por los embates del vendaval. Ante el estruendo del tañer desatado, los terorenses se congregaron frente a la iglesia de Nuestra Señora del Pino -antigua ermita de Santa María de Therore-, alarmados por los vaivenes del pino que a su lado se erguía, al compás dictado por la naturaleza desatada. Don Matías, el cura párroco, miraba aterrado la escena. En una embestida brutal del vendaval, el Pino Santo inclinó su enorme cuerpo, tanto que a punto estuvo de tocar los muros de la iglesia. No hubo lugareño que no se santiguara. 
 
          -¡Mirad: de este lado se han levantado las raíces! -exclamó un pastorcillo.
 
          “Tantos años aguantando el peso de las campanas te han doblado el espinazo, viejo amigo”, pensó un anciano, el de más edad del pueblo de Teror y los alrededores.
 
          Don Matías, temiéndose lo peor, que no era otra cosa que lo mismo que inquietaba a los allí reunidos, que el Pino Santo, viejo como era y cansado de hacer de campanario, ante el próximo empujón del viento, cayese derrotado sobre el templo. De suceder, su enorme peso aplastaría el edificio, haciendo de él no más que un montón de escombros. 
 
          -¡Hay que sacar de la iglesia la imagen de la Virgen Santísima y al Santísimo! -dijo el cura, encaminándose hacia el interior del templo, dando largas zancadas.
 
          Un hombre hizo ademán de seguirle, pero de pronto rectificó su intención. "¿Y si se cae el pino estando dentro?", pensó, debatiéndose entre el riesgo gallardo y la cobarde prudencia. "¡Vamos, ayudemos a don Matías!", gritó una mujer, chiquita de talla, pero gigante de espíritu. Tras ella se fueron una docena de hombres y mujeres. A los pocos minutos, cuando las campanadas parecían anunciar el fin del mundo, compitiendo el sonido metálico con el soplar huracanado, salían del templo los valientes terorenses, capitaneados por su párroco. Un robusto mozo cargaba la imagen de la Virgen del Pino, con los ojos iluminados de devoción, y, a su lado, don Matías abrazado al Sagrario con el Santísimo; tras ellos, los demás, como en procesión. Apenas había transcurrido un minuto, cuando el viento aterrador hizo presa del Pino Santo empujándolo contra la iglesia. La mitad de sus raíces salieron de la tierra.
 
          -¡Santa Madre de Dios! -gritó el pastorcillo. 
 
          Todos quedaron mudos. De súbito cesó el viento. Las campanas danzaron hacia el lado contrario al que se inclinaba el Pino Santo. Éste, sorprendentemente, se enderezó llevado por el impulso de tan pesado bronce, y siguió sin parar hasta caer, derrotado, sobre la tierra al otro lado, mostrando sus raíces a los muros de la iglesia.  
 
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