Un gomero en las Cortes de Cádiz (1808-1814). Ruíz de Padrón contra la Inquisición (II)

 
Por Carlos Hernández Bento  (Publicado en el mejicano Diario de Colima  el 28 de mayo de 2017).
 
 
 
          Una vez el secretario dio fin a la exposición de su “Dictamen sobre el Tribunal de la Inquisición”, a Ruiz de Padrón se le vio subir muy decidido al estrado enfundado en su hábito. El rictus grave. La masa de cabezas pensantes esperando la próxima intervención: la suya. Llegaba su gran momento, cúspide de una vida entera de preparación, y lo sabía. Su mensaje sonaría como el eco de una voz oprimida por muchos siglos de injusticia. Se dejaría oír en el Oratorio de San Felipe Neri, cuna del Liberalismo (el término se inventó aquí) y de una de las más influyentes constituciones de la historia universal, para hablar de tan trascendental asunto:
 
          “¡SEÑOR!”
 
          [Ruido de fondo de los diputados, dando fin a las conversaciones que despertó su espléndido “Dictamen” y acomodándose para atenderle].
 
          “¡SEÑOR!”
 
          [Repitió más alto el gomero y esta vez sí que su voz irrumpió, como un trueno, bajo el cielo de San Felipe.]
 
          “A pesar de haber sido algo molesto en el dictamen que acaba de leerse sobre el Tribunal de la Inquisición, me creo obligado a reproducir la palabra para exponer de boca mi sentir. […] Penetrado profundamente de la importancia del asunto, asesto directamente mis tiros al tribunal, lo ataco frente a frente y cara a cara, hasta exigir su total abolición con toda la franqueza de mi carácter, y con la libertad que debe tener un diputado, porque así lo he creído necesario para desengaño de los pueblos. […] Es incomprensible como hay escritores, por otra parte muy respetables, que le han tributado los más altos y pomposos elogios, llamándolo baluarte y columna de la fe. ¿Será porque no le conocían? O más bien ¿sería por el miedo y terror que inspiraba su inmenso poder? […]”
 
          [Una ola estalló con violencia en la cercana playa de la Victoria y el rumor pareció recorrer el interior de la sala, fundiéndose y revolviéndose con el murmullo de los diputados. Pero, silencio… sigamos escuchándole.] 
 
          “¿Se dirá que me acaloro demasiado, o que me excedo? ¿Se me argüirá que falto el respeto debido? […] No ignoro que se me culpará de haber sido el primero que tuvo la osadía en presencia de V.M. de presentar a toda la nación el mismo sistema de gobierno de la Inquisición, esto es, la vida y milagros de esta “santa”; el primero que rasgó el velo tenebroso que cubría a este ídolo diciendo: “Españoles, aquí tenéis a la santa: ésta es la que entorpecía con capa de religión vuestros progresos en las ciencias y en las artes; ésta es la que os hizo creer que había Aquelarres […], la que abusando de vuestra piedad os metió en la cabeza la ridícula farsa de la aparición de demonios súcubos e íncubos […]”
 
          [Don Antonio era consciente, y así llegó a decirlo, de que podría ser acusado de francmasón o jansenista, así como del revuelo y consecuencias que sus palabras podrían tener para su persona.]
 
          “[…] A pesar de la sinceridad con que me he explicado en la augusta presencia del Congreso, estoy viendo ya salir pasquines contra mis opiniones. Debo creer que se están preparando tornillos para torcer mis expresiones ortodoxas, y hacerlas por fuerza declinar en heréticas […] No tengo por qué temer; pero me asisten motivos poderosos para esperar que me denigren y me calumnien. […]”
 
          [Y como remate, mientras con una mano agarraba con fuerza por el cuello al miedo, con la otra alzaba un martillo para acabar de machacar las miserias del Tribunal.]
 
          […] “Yo entro en los magníficos palacios de la Inquisición, me acerco a las puertas de bronce de sus horribles y hediondos calabozos, tiro los pesados y ásperos cerrojos, desciendo y me paro a media escalera. Un aire fétido y corrompido entorpece mis sentidos, pensamientos lúgubres afligen mi espíritu, tristes y lamentables gritos despedazan mi corazón… Allí veo a un sacerdote del Señor padeciendo por una atroz calumnia en la mansión del crimen; aquí a un pobre anciano, ciudadano honrado y virtuoso, por una intriga doméstica; acullá a una infeliz joven, que acaso no tendría más delito que su hermosura y su pudor… Aquí enmudezco, porque un nudo en la garganta no me permite articular; porque la debilidad de mi pecho no me permite proseguir. Las generaciones futuras se llenarán de espanto y admiración. La historia confirmará algún día lo que he dicho, descubrirá lo que oculto, publicará lo que callo. ¿Qué tarda, pues, V.M. en libertar a la nación de un establecimiento tan monstruoso? Basta.”
 
          La primera abolición estaba servida. La bestia inquisidora, amamantada con sangre inocente durante siglos, tardaría aún unos años en dejar por siempre de martirizar la conciencia del prójimo y de zancadillear el desarrollo intelectual del país... pero ya estaba herida de muerte. Los primeros golpes los acababa de recibir por boca del adalid gomero en San Felipe Neri.
 
         Cuando en 1814 se desmoronó el régimen constitucional, volvió el Absolutismo y, con él de la mano, la “Santa” Inquisición. Don Antonio tenía razón. No se le perdonó su atrevimiento y acabó siendo encarcelado. En 1820, bajo el Trienio Liberal, fue otra vez convocado a las Cortes, aboliéndose de nuevo el condenado Tribunal. Finalmente, falleció en 1823 siendo abad en Villamartín de Valdeorras (Galicia), días antes de que los “Cien Mil Hijos de San Luis” nos regalaran de nuevo el Absolutismo y la Inquisición, cuya desaparición definitiva no llegaría hasta 1834.
 
          Don Antonio nunca retornó a La Gomera, pero la correspondencia con su hermana es viva muestra de sus deseos de regresar a su tierra para vivir sin sobresaltos y, según sus palabras, “volver a comer pescado fresco y gofio”. Gente como su paisano canario Pérez Galdós se acordó de él como uno de los “Padres de la Patria” en su episodio nacional Cádiz; los gaditanos hicieron lo propio en una placa exterior en San Felipe: “Ruiz de Padrón. Inquisición” y su “Dictamen” fue traducido a otras lenguas. Todo lo cual nos parece poco, muy poco, ¡oh, Humanidad!, para lo que nos quitó de encima. 
 
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