Una anónima campesina de San Andrés y las aguadoras de Santa Cruz, piezas claves en la defensa de la Isla.

 
Por María del Pino Fuentes de Armas  (Publicado en La Opinión el 5 de octubre de 2016)
 
 
          Hay hombres que no pueden pasar desapercibidos y el general Emilio Abad es uno de ellos. Su pasión por la Gesta del 25 de julio de 1797, considerada una de las páginas más gloriosas de la historia de Canarias, le ha convertido en un buen conocedor del papel desempeñado por don Antonio Gutiérrez de Otero y Santallana, Comandante General de las Islas canarias y teniente general de los Reales Ejércitos; de las acciones de las Unidades del Ejército y de las Milicias Canarias bajo su mando, y del pueblo que contribuyó a derrotar a la Escuadra Inglesa capitaneada por el contralmirante Horacio Nelson.
 
          Conversador infatigable, de apariencia bonachona y pelo cano, el general Abad es uno de los grandes conocedores de la Gesta, episodio del que habla con tal apasionamiento que es imposible no rendirse a sus relatos. A él lo escuché hablar en una de esas tardes laguneras, de invierno, de la campesina anónima del valle de San Andrés.
 
 
Con piedras y gritos
 
          Julio no es un mes frío, pero el relente de la madrugada se agarraba a los huesos de una mujer que se hacía el camino a una hora imprecisa, más cerca del alba que de la oscuridad del 22 de julio de 1797. Andaba presurosa, con la carga a la cabeza, segura, se sabía de memoria cada resquicio de las veredas serpenteantes, subía y bajaba con la decisión y fortaleza de alguien que es amiga de las sombras de la noche.
 
          Duro era su trabajo, el acarrear los productos del campo hasta la recova, regatear hasta la extenuación, pregonar hasta la afonía, para luego volver con algún encargo para el trueque y unas monedas que ni llegaban a titilar en la faltriquera. De pronto, a la altura de Valleseco, respondiendo a ese instinto primario de alguien acostumbrado a la penumbra, entrecerró los ojos par adivinar qué sucedía a la orilla de la mar. Unas sombras se movían, se escuchaba el ligero chapoteo del agua contra los botes atestados de gente, algunas palabras que no acertó a entender se escaparon de los siseos y sin pensarlo dos veces, presa del pánico a lo desconocido, se descargó la cesta y corrió hasta el Castillo de Paso Alto.
 
          A voz en grito alertó a los centinelas, a pedradas despertó a los guardias y estos a su vez sacudieron la modorra a los oficiales. Alguien dio la orden de disparar tres cañonazos para poner en pie de guerra a la línea de fortalezas, repicaron las campanas de las iglesias tocando arrebato, avisando a la gente de a pie del peligro. Pronto se formaron los regimientos y se pudo hacer frente a las tropas inglesas, pero pocos repararon en aquella mujer con ojos de asombro que vislumbró el enjambre de barcas, con alrededor de novecientos soldados, justo cuando iniciaban el desembarco por sorpresa entre la zona del Bufadero y la montaña de La Jurada. Su decisión y fortaleza sirvieron para abortar una operación secreta, cambiando el destino y la historia de la Isla.
 
          La mujer del valle de San Andrés tuvo un papel crucial en la Gesta, pero su identidad y su memoria se perdieron en el anonimato de una contienda en la que carpinteros, campesinos, herreros, mercaderes y gentes de la mar se despojaron de sus herramientas de trabajo y se hicieron con un fusil dispuestos a defender la ciudad del ataque de los ingleses. Hoy cabe preguntarse si sobrevivió, pues en el oscuro olvido de las crónicas nadie pronunció su nombre.
 
 
La Gesta de las mujeres que cambiaban agua por maravedíes
 
          La ciudad ocupaba un solar, resguardado de los vientos dominantes por el macizo de la cordillera de Anaga, y estaba surcada por barrancos y tomaderos por los que casi todo el año discurría el agua de forma natural, pero con el aumento de la población y la tala de los montes, durante años, incluso centurias, llegó a morirse de sed. Se abrieron pozos en la zona de Las Norias y en los aledaños del barranco de Santos; se construyeron aljibes y, a través de canales de madera, se abastecía, desde el Monte Aguirre, la fuente pública de La Pila, en la Plaza Real o del Castillo, y nace el oficio de las aguadoras.
 
          Eran mujeres que acarreaban el agua hasta las casas. Unas cargaban las tinajas a lomos de burros; otras, un solo cántaro o tonel o una lata grande sobre la cabeza. Presumían de “no derramar ni una gota”, caminaban presurosas, erguidas y cumplían una función social a cambio de unos maravedíes. Su condición era humilde, habitaban en calles y barrios de la ciudad donde eran consideradas como un gremio más, respetadas, pero pobres de solemnidad.
 
          La contienda comenzó muy rápido y esas mujeres, de las que el desaparecido Luis Cola Benítez, cronista oficial de Santa Cruz, en referencia a su papel en la Gesta escribió: “Se armaron de un pundonor que ya quisieran muchos hombres”, se ofrecieron voluntarias para transportar agua y alimentos a las tropas destacadas en la Altura de Paso Alto. Los hombres bregaban bajo el sol plomizo de julio, repeliendo el ataque de la escuadra de Horacio Nelson.
 
          El tiempo de sur causaba estragos entre los ingleses que habían subido a las estribaciones y las cotas más altas de La Jurada, y que no contaban para su refresco más que con cantimploras con agua, vino y ron. Las previsiones logísticas de Gutiérrez se cumplían y las aguadoras, de manera espontánea, provistas de piernas fuertes y ágiles, ascendían por la escabrosa ladera, seguramente descalzas, a la vista del enemigo, cargadas sobre sus cabezas y apoyando en las caderas algún cántaro, desafiando al destino y contribuyendo a que los ingleses retrocedieran y reembarcan en sus buques.
 
          Bajaban y volvían a subir con más agua, pan, queso, frutas… De estas mujeres poco se sabe, tan sólo que son parte de la Gesta del 25 de julio. Podemos imaginar sus contusiones, su agotamiento, la suciedad de la tierra que las envolvía, su desolación, pero nunca conoceremos sus nombres, no sabremos donde estarán sus tumbas ni quienes les sobrevivieron.
 
          Son mujeres que desafiaron las normas, sin temor a la muerte y es ahí donde radica su grandeza, en la valentía de ser alisios para los combatientes. De ellas es también la Gesta del 25 de Julio.
 
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