Con vino de la tierra, ¡por los héroes del 25 de Julio!

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en La Opinión el 24 de julio de 2016).
 
 
          Si hablamos de la mar -como la llaman los marinos y poetas-, después de la tempestad llega la calma. La tarde del 27 de julio de 1797, cuando el pueblo de Santa Cruz vio partir la flota inglesa, luego de las jornadas sostenidas a sangre y fuego del 22 al 25, bien que tuvieron que sentirse sosegados aquellos corazones. 
 
          La Gesta del 25 de Julio de 1797 quedó prendida en el calendario con letras de oro, para orgullo tinerfeño, canario y español. Muy acertadamente la proclamó el maestro de periodistas Víctor Zurita Soler, en su artículo publicado en La Tarde el 25 de julio de 1962: “La capitulación inglesa de aquel día de 1797, tuvo el mismo valor moral y humano de la rendición de Breda inmortalizada en el cuadro de ‘Las lanzas´”. Sobre nuestra Gesta se han ocupado menos los historiadores españoles que sobre otros acontecimientos de los anales de nuestra patria. Tanto, que mucho tenemos que agradecer a la Tertulia Amigos de 25 de Julio que la rescatara del olvido y la diera a conocer a los descendientes de aquellos héroes, a través de multitud de conferencias, artículos y libros. Siempre he dicho y mantengo que, de no ser por la Tertulia, hoy aquella victoria de Santa Cruz sería un capítulo más de los muchos ignorados por nuestros coetáneos, incluso por los nacidos en la tierra donde sucedieron. Donde la Pérfida Albión, sí que se han ocupado los británicos historiadores de escribir sobre el devenir de su idolatrado Nelson en Santa Cruz, pero, ¡cómo no!, manipulando, por lo general, la verdad de la Gesta a su conveniencia; tal como siempre hicieron, reescribiendo aquellas aristas que rasgaban sus vergüenzas. Pongamos como ejemplo la insistencia en mantener que a nuestra isla se llegaron Nelson y los suyos con la sola intención de hacerse con un suculento botín, quitando así hierro al estrepitoso fracaso en su intento de conquista. Y aunque a nadie que conozca el percal se le escapa que, hasta finales del XIX, las prácticas de la Real Armada británica fueron tan corsarias como las de los Francis Drake o Robert Blake -ciertamente, ahí damos la razón a esos historiadores que defienden tal teoría-, una escuadra de nueve buques de guerra con dos mil hombres, a las órdenes del ya reputado Nelson y la supervisión y autorización del mismísimo Jervis, luego de informar al todopoderoso Almirantazgo, no se iba a movilizar para navegar hasta Santa Cruz a por un botín incierto. A esta lógica reflexión sumemos la correspondencia (1) entre Nelson y Jervis que acredita su intención de hacerse con el Archipiélago Canario, que supondría para la Gran Bretaña y su Armada una extraordinaria plataforma logística en el Atlántico, en tiempos de desaforada expansión británica. 
 
          Mañana se cumplen 219 años de la Gesta del 25 de julio, día de Santiago Santo, patrón de España, motivo por el cual, a partir de entonces adornó este santo el nombre de la Muy Leal, Noble e Invicta Villa, Puerto y Plaza de Santa Cruz de Santiago. Y aunque imagino que no habrá lector de La Opinión de Tenerife que desconozca qué sucedió aquel día y sus previas jornadas, antes de pasar a pormenorizar sobre un par consideraciones que quisiera comentarles, aquí dejo este recordatorio breve de un viaje al pasado que tuve la fortuna de realizar, y, puesto que fui testigo de ello, créanme vuestras mercedes que hablo con propiedad.
 
-  -  -
 
          Imagínense, vuestras mercedes, a qué ritmo tuvo que palpitarle el corazón al bueno de Domingo Palmas, que así se llamaba el vigía de la atalaya de la punta noreste de la cordillera de Anaga, cuando en la noche del 19 de julio del año de Nuestro Señor de 1797 descubrió en la lejanía una gran flota de al menos ocho buques que se acercaban a la isla. Ya lo había previsto nuestro Comandante General, don Antonio Gutiérrez de Otero, que, con acertadísima premonición, diseñó el Plan de Defensa al que pertenecían esa y otras tantas atalayas de vigías que rodeaban Tenerife. No podían ser navíos españoles, puesto que el grueso de nuestra Real Armada estaba bloqueada en Cádiz, desde el desastre de San Vicente, el 14 de febrero de ese año. Se trataba, sin duda, de barcos ingleses rumbo a la isla con inicuas intenciones. Alertado del avistamiento nuestro Comandante General, Santa Cruz aguardaba al enemigo con los puños apretados. Aquella escuadra de ocho buques, al mando del contralmirante Horatio Nelson, había partido el sábado 15 de julio de Cádiz, más el navío Leander de Lisboa, con intención de unirse a la flota. Nueve buques, pues, con 393 cañones y dos mil hombres de guerra.
 
          Lejos de la vista de los centinelas de los castillos de costa y del alcance de nuestros cañones, deambuló la escuadra hasta que le fueron propicias las mareas. La  madrugada del sábado 22, con nocturnidad y alevosía, se propusieron desembarcar por la playa del Bufadero, ¡novecientos hombres! Pero hete aquí que una agreste de San Andrés -camino del mercado que se disponía en la plaza de la Pila, para vender sus frutas y hortalizas-, a la altura del castillo de Paso Alto, descubrió a los enemigos, apenas asomaba el sol del amanecer. La humilde campesina alertó a gritos a los soldados del castillo y éstos con tres cañonazos hicieron retroceder a las treinta lanchas de desembarco, mientras el pueblo se alzaba en pie de guerra entre el tañido incesante de las campanas de iglesias y conventos. 
 
          Gran previsor Gutiérrez, una vez más, que ordenó posicionar a doscientos defensores en la cumbre de Paso Alto, para cerrarles el paso si intentaban otro desembarco por el mismo lugar. Y hasta lo alto subieron a hombros los milicianos de La Laguna tres cañones violentos. ¡Qué tíos! Y así fue. Esa misma mañana, ya a la luz del día, el sol rajando las piedras, tomaron tierra los ingleses, cerca de mil marineros e infantes de marina, que al verse tiroteados por los nuestros, se parapetaron en el alto de la Mesa del Ramonal. Y aquí voy a hacer un alto, sépanlo vuestras mercedes, porque no quiero dar un paso más sin recordar, a modo de homenaje, a las aguadoras de Santa Cruz, que con cántaros del vital elemento y alimentos, jugándose la vida, treparon por tres veces por los riscos escarpados hasta la cumbre, para asistir a nuestros soldados y campesinos de milicias que en lo alto retenían al enemigo. ¡Va por ellas!
 
          Valleseco de por medio, se estableció un tiroteo que causó algunos muertos en las filas invasoras, mientras el amigo Lorenzo tostaba a fuego lento aquella tropa de pieles blanquecinas, que a más de sus desdichas carecía de agua y sustento que echarse a la boca. Tal fue el desánimo de los ingleses ante la imposibilidad de avanzar, que al atardecer regresaron a la playa y de ésta hasta los barcos. A rendir cuentas a Nelson fueron los oficiales al Theseus, el buque insignia. Luego de escuchar los argumentos del capitán Troubridge, sobre los motivos de la segunda retirada, no llamaría yo ni decepción ni enfado a lo que mostró a sus oficiales el contralmirante, sino supino cabreo. No entendió Nelson aquella penosa retirada de su aguerrida hueste. Tanto calentó la cabeza del reputado marino sumar dos ataques fallidos, que llevado por su osadía, urdió el más temerario de los desembarcos.
 
          Luego de meditar el 23 y 24, y el Leander ya unido a la expedición, a la 1:30 horas del martes 25 se echaron al agua veintidós chalupas, a las que acompañaba el cúter Fox, con munición, armas y pertrechos para la toma del castillo de San Cristóbal, donde nuestro general Gutiérrez y su Plana Mayor aguardaban el inminente ataque. Casi mil hombres se acercaban sigilosos, con los remos envueltos en lona para evitar en lo posible hasta el ruido del chapoteo. El llegar lo más cerca posible de tierra sin ser descubiertos era vital. Parte de las lanchas deberían desembarcar por la playa a un lado del castillo Principal y la otra por las desembocaduras de los barrancos al otro lado. 
 
          Desde la plataforma alta del castillo de San Cristóbal, nuestro Comandante General escudriñaba entre la negrura de la noche, noche oscura de luna oculta por algunos nubarrones. Contaba Santa Cruz con el buen oficio de los sesenta artilleros profesionales y los doscientos cuarenta y siete soldados del Batallón de Infantería de Canarias, como principal baluarte de la defensa; más los sesenta de las Banderas de La Habana y Cuba, los cien franceses de La Mutine, trescientos artilleros de milicias y mil quinientos campesinos de los Regimientos de Milicias Provinciales, de los que sólo un cuarto disponían de mosquetes. Pude observar al anciano militar, sépanlo vuestras mercedes, doloridos sus huesos -contaba ya los sesenta y ocho años-, pero muy clara su mente. Entre la plaza de la Pila y la explanada frente al castillo de San Cristóbal, aguardaban los defensores, dispuestos a tomar posiciones según se desarrollaran los acontecimientos. Recuerdo a las esposas, hijas y madres que quedaron en el pueblo, asomadas a ventanas y balcones, rogando a Dios por la vida de sus hombres; recuerdo al alcalde don Domingo Marrero, tan patriota como corajudo, al tanto de las rondas y de las órdenes del General; a los religiosos de iglesias y conventos, dispuestos a dar el auxilio espiritual a quienes llegado el caso lo requirieran; así como recuerdo a médicos y cirujanos, a sanitarios y religiosas del hospital de los Desamparados, todos a la espera de los que pudieran llegar heridos de la batalla inminente; y recuerdo a los coroneles Marqueli y Estranio, junto al Comandante General en las almenas del castillo; al teniente coronel Guinther, jefe del Batallón, en la explanada, junto a sus hombres, dispuesto a entrar en combate; recuerdo a los comandantes de las baterías de baluartes y castillos, alerta las miradas en la bahía, tensos los cañones, cargados de pólvora y de hierro; y recuerdo al teniente coronel del Regimiento de Milicias de La Laguna, don Juan Bautista de Castro y Ayala, impoluto el uniforme, como siempre, al frente de sus hombres, sus campesinos, sus labriegos, sus artesanos, sus humildes guerrilleros de pies descalzos. Puedo jurar a vuestras mercedes que solo el rememorar esos intensos momentos me llena de emoción.
 
          Avanzaban palada a palada las lanchas, en absoluto silencio, hasta que desde uno de los barcos fondeados en la rada se dio la voz de alarma. ¡Se ha desatado el infierno!, debieron pensar los ingleses, cuando se oyó bramar: ¡Fuegooo! Y desde las baterías de Paso Alto, San Pedro, El Rosario, de San Cristóbal y Santo Domingo, del martillo del muelle y de San Telmo los cañones españoles echaron fuego por la boca. ¡Cada cañonazo: una plegaria a la Virgen de Candelaria! ¡Cada bramido de cañón: una declaración de intenciones! Se inundó de súbito la atmósfera del olor y de la luz naranja de la pólvora incendiada, y esa luz favoreció a la artillería, que hacía estragos en el enemigo que avanzaba hacia la playa. Cuánto desánimo sintieron los británicos al ver hundirse el Fox, alcanzado por el fuego chicharrero, que lo llevó al fondo de las aguas oscuras con hombres, armas y pertrechos. Pero no fue esa la más penosa de las desdichas para los ingleses invasores, sépanlo vuestras mercedes, que bien lo sé yo, que lo puede ver con estos ojos. Ese osado Nelson ansiaba poner pie en tierra española, parecía que aúnun teniendo que pactar con Lucifer. Cuando a punto estaba de encallar en la orilla la chalupa, en cuya proa, en pie, blandía la espada el contralmirante, una vez más de tantas esa noche, el valiente comandante de la artillería de Santa Domingo, el teniente Francisco Grandi Giraud, gritaba ¡fuegooo!, y el cañón que barría de metralla la playa disparó su mortífera carga de plomo incandescente. Y la metralla de El Tigre -que así se llamaba y sigue llamándose el preciso cañón de bronce- alcanzó el brazo del marino invasor, hiriéndole gravemente. Suerte tuvo Nelson, dentro de su desgracia, puesto que sus hombres pudieron llevarlo de regreso al Theseus, donde se le tuvo que amputar el brazo derecho a la altura del codo hecho trizas. Por cierto, no quiero olvidar una circunstancia fundamental, que bien seguro interesará conocer a vuestras mercedes. Se trata de la providencial iniciativa de nuestro querido Grandi, que justo el día antes del ataque final, solicitó al coronel Estranio, jefe de la Comandancia de Artillería, la apertura de una tronera donde posicionar un cañón que cubriera la playa, puesto que todos los de aquel baluarte miraban al mar. Gutiérrez lo autorizó, y allí se situó El Tigre; mire vuestra merced el calibre del acierto.
 
          Más fortuna tuvieron Troubridge y sus hombres, que pudieron tomar tierra por la Caleta de Blas Díaz y por la desembocadura del barranquillo del Aceite. En número de setecientos se desperdigaron los ingleses en mil escaramuzas por las calles y plazas de Santa Cruz. Pero allí estaban los del Batallón de Infantería, magistralmente posicionados por Guinther, según las órdenes dadas por Gutiérrez, que, apoyados por la milicia, fueron acorralando a los ingleses, que perdían hombres a cada paso, a cada carrera, a cada emboscada. ¿Qué pensaban los ingleses que iban a encontrarse en Santa Cruz? ¡Aquella era la gloriosa Infantería española! Ah, qué noche aquella de rayos y centellas entre calles y callejuelas; a gritos y carreras; fuego de fusil, estoque a bayoneta; golpe de garrote y tajo de rozadera. Sangre hubo, y mucha, más de la imaginan vuestras mercedes. Discúlpenme el entusiasmo, mis apreciados lectores, pero es que los recuerdos me vienen a la mente y se me dispara el ánimo… En fin, para no cansar a vuestras mercedes, resumiré que agotados y confundidos, con un reguero de heridos y muertos en las calles, refugiados en el convento de Santo Domingo -no sin antes tratar de llevar a cabo estúpidas estratagemas, como la de instar a la rendición a quien te pisa la cara con la bota-, aceptó el inglés, ya el sol dorando Santa Cruz, una digna capitulación. 
 
          No imagináis, vuestras mercedes, cuánta alegría se desbordó en el pueblo aquella mañana de 25 de julio de 1797, día de Santiago Santo, patrón de España y de todas las Españas. Los chicharreros y paisanos de la isla y de tantas partes de las Canarias y otras muchas regiones españolas; hombres y mujeres, ancianos y niños, ricos y pobres, todos se reunieron frente al castillo de San Cristóbal, abrazando a los infantes del Batallón, a los artilleros, a los campesinos de las milicias que lloraban de emoción. Sépanlo vuestras mercedes, que bien lo vio este vuestro humilde servidor con estos mismos ojos que ven lo que les escribo y ahora se emocionan. Vibraba Santa Cruz en la más feliz algarabía, entre vítores a España y a la Virgen de Candelaria, que allí estuvo Ella, abrazada al Niño, en toda la batalla, alentando a los hombres que, además de a la Patria, su fe defendían.
 
          Se firmó esa mañana la capitulación, el general Gutiérrez y un tal capitán Hood. Y digo yo, que muy mal estaría de ánimos Troubridge, puesto que siendo él el comandante en el desembarco, a falta de Nelson, en buena lógica, él debería haber firmado por los ingleses el documento. Bondadoso, a la vez que sabio, fue nuestro Comandante General, que dio tan buen trato a los heridos ingleses, que se carteó con Nelson y hasta regalos se intercambiaron. Por cierto, que mucho agradeció el contralmirante ese trato tan humano y cristiano que se dio a los suyos. Muertos enemigos fueron muchos en las calles, aunque más se tragaron las aguas; quizá sobre los trescientos, si no más. Ciertamente, supe más tarde que bien falseó Nelson las cifras a su favor, como escribir a sus jefes multiplicando hasta por cuatro el número de defensores chicharreros. ¡Pelillos a la mar!
 
          Y llegado a este punto, quiero compartir con vuestras mercedes mi más grande admiración por la sabiduría que demostró nuestro anciano Teniente General don Antonio Gutiérrez. Sí, porque fue de hombre sabio ser prudente y llevar a cabo aquello que dicen los que mucho han guerreado: “A enemigo que huye, puente de plata”. Tendió Gutiérrez ese puente de plata a Nelson, y dejó, sin humillar al vencido, que sus tropas se retirasen a los barcos en formación, con armas al hombro y con la frente alta. ¡Ah, mis queridos lectores! No daba puntada sin hilo el viejo general. Todo a condición, bajo palabra de honor del comandante de la escuadra, de que nunca más sería atacada ni Tenerife ni cualquier otra de las islas de las Canarias. Así lo prometió, y así lo cumplió Nelson y los que le sucedieron. A más mérito del General, bien sabemos vuestras mercedes y un servidor -como bien lo sabía don Antonio-, que de haber maltratado a los derrotados o haberlos hecho prisioneros, no a más de un mes después -ya conociendo nuestra costa, las peculiares mareas, las reales fuerzas defensoras y hasta el mismo pueblo-, frente a las costas de Santa Cruz se hubiesen presentado tantos navíos como hombres hubiesen sido menester para rendir la plaza y rescatar a los suyos, sin miramientos ni remilgos, arrasando con todo lo que se pusiera por delante, y acabando con la vida de hombres, mujeres y niños, como hicieron en muchas otras ocasiones en diversas partes del mundo. De haberse dado un segundo ataque, e izada su bandera en tierra conquistada, tal como se desarrolló para nosotros el difícil y complicado siglo XIX, hoy Canarias sería otro Gibraltar. ¡Cuánto le debemos a nuestro general Gutiérrez!
 
          Como digo, partieron los ingleses el 27, rumbo a Europa, por cierto, llevando con ellos la misiva en la que el Comandante General informaba a la Corte de la batalla de Santa Cruz y la victoria alcanzada sobre los ingleses, con el compromiso del mismísimo Nelson de entregarla a las autoridades gaditanas. Hombre de palabra, sin duda Horatio Nelson. Ya sosegada la población a la vez que eufórica por la victoria, decidí quedarme unos días más, antes de regresar a este presente de julio de 2016, incierto presente, convulsos tiempos, ¡vive Dios! Paseé por las calles del pueblo saludando a los vecinos, contándome cada cual cómo había vivido aquellas jornadas del 22 al 25. Lloraban los lugareños la muerte de los veinticuatro héroes caídos en combate. Yo sentí especialmente la de don Juan Bautista de Castro y Ayala, a quien mató un oficial inglés en la plaza de Santo Domingo, de un disparo a quemarropa en pleno pecho. Y también sentí de manera particular la del audaz soldado carpintero artillero de Milicia, el grancanario Vicente Talavera.
 
          Y ahora que lo he recordado, quisiera rendirle el merecido homenaje a Talavera, contando a vuestras mercedes cómo dio la vida por la Patria este paisano. Mala fortuna la del hombre. Ya se habían rendido los ingleses, a punto de firmar la capitulación, pero aquella buena nueva no había llegado aún al pueblito de San Andrés, al que separaba un camino pedregoso, que serpenteaba por la costa pegado al mar, en aquellos tiempos. Y miren vuestras mercedes, que por esas cosas del destino y de las mareas y de los vientos, hasta aquella costa se dejó llevar la flota británica. Y cuando desde San Andrés divisaron los buques enemigos, creyeron que por aquella playa pretendían desembarcar. En pie de guerra se alzó el pueblo, que armado de aperos se parapetó tras la torre artillada que custodiaba aquel cachito tinerfeño. En la torre, cuatro cañones miraban al mar, y de inmediato, ante lo que creían una amenaza, el gobernador del fuerte, el capitán don Bartolomé Miranda, ordenó al teniente de la batería, don José Feo de Armas, hacer fuego contra el invasor. Fuego y más fuego hacían nuestros cañones, que fue respondido por los navíos ingleses, sorprendidos de la reacción de aquella torre apartada de Santa Cruz. Tal fue la bravura del fuego que hizo San Andrés, que a poco hunden la bombarda Terror  y grandes destrozos se hizo sobre la arboladura del Theseus. Entre tanto, afanado estaba Talavera tratando de reparar la cureña abierta bajo la sobremuñonera de un viejo cañón de hierro de a 24, afectada por el agua que sobre él se vertió, ya que de tanto disparar se había recalentado. Escuchaba el estruendo de los cañones el mensajero a caballo que se acercaba a San Andrés, desde el castillo Principal, con la noticia de la rendición británica. Vicente Talavera se retiraba del viejo cañón, al que había hecho el último apaño, cuando éste, al hacer fuego una vez más, reventaba en su mitad. El metal incandescente, endiablada metralla, envuelto en la pólvora incendiada, cogió de lleno al valiente soldado carpintero, hiriéndolo de suma gravedad. Descabalgaba el mensajero, a la vez que expiraba Talavera.
 
          Mi último día de estancia en Santa Cruz aquel julio de 1797 fue la del sábado 29, ya era momento de volver al presente. En la tarde, luego de pasear por la orilla de la playa de la Alameda, me fui hasta la taberna más popular del pueblo, la de Carmita, ¡cómo no!, por tomar un vino y charlar con los paisanos y despedirme de un viaje que no repetiré. Estaba a rebosar. Ya fuera con vino de la tierra o aguardiente, un brindis por la Victoria se daba en cada mesa, cada vez que Carmita reponía una jarra. Se respiraba un ambiente de fiesta, vibraba de alegría aquella atmósfera. Me acerqué a una mesa y tendí la mano a un soldado del Batallón, que charlaba, con ojos enamorados, con una joven aguadora. Él se llamaba Juan Diego, ella Segismunda. Me invitaban a sentarme con ellos a la mesa, puesto que todas estaban ocupadas, cuando en ese instante llegaban dos labriegos de las Milicias de La Laguna, uno llamado Fermín y el otro Damián. Resultaron ser todos amigos entrañables, porque se fundieron en abrazos, a los que se unió la posadera y algunos lugareños más. Hasta las tantas nos dio de charlas y risas en la taberna de La Luna, que así se llamaba aquel lugar, en la antigua calle de las Tiendas.
 
-  -  -
 
          Ahora, en el presente, como les dije a ustedes, he aquí dos consideraciones que quisiera comentarles. La primera, la Gesta del 25 de Julio fue una victoria extraordinaria de la que Santa Cruz y España entera deben sentirse muy orgullosos. En absoluto fue una refriega menor, como más de un desinformado -o malintencionado- pretende defender. Y segunda, para aquellos paisanos que se lamentan sin pudor de la victoria de nuestros compatriotas antepasados contra los ingleses, puesto que de lo contrario hoy Canarias sería británica, y por tanto todos más ricos y nos iría mejor y no sé cuantas más zarandajas. Les diré que la dignidad es algo con lo que se nace, y es indigno menospreciar de tal manera a nuestros héroes del 25 de Julio, porque de aquellos llevamos sangre, y ellos no merecen semejante menosprecio, por el contrario, nuestro más alto reconocimiento y consideración. Por otro lado, pensar en cómo estaría Canarias de haber alcanzado Nelson su objetivo, es jugar a pitonisas. Aunque lo más probable es que estas nuestras españolísimas islas estuviesen hoy pobladas de descendientes de colonos británicos, por lo que los que aquí nacimos en los últimos, al menos ciento cincuenta años, aún estaríamos en el limbo. Por cierto, si alguno de ustedes, por esas cosas de rayos y centellas, hace un viaje al pasado, como yo, y caen en Santa Cruz en esos tiempos, ni se les ocurra soltar semejante ocurrencia, porque les garantizo que, como poco, les corren por las calles a gorrazos.
 
          En fin, mis queridos paisanos, hoy brindaré con vino de la tierra por la memoria de aquellos nuestros valientes antepasados. ¡Por los héroes del 25 de Julio!
 
- - - - - - - - - - 
 
(1) El contralmirante, con la intención de asegurar las instrucciones de Jervis, evitando duda alguna, escribió a éste solicitando aclaraciones: “¿Es su opinión que la intimidación sea dirigida a la isla de Tenerife en su conjunto, o únicamente a la población de Santa Cruz, y al distrito que le pertenece?” A lo que contestó el almirante por escrito: “A la totalidad de la isla”. Nelson volvió a preguntar: “¿Qué contribución desea que solicite para la preservación de la propiedad privada, con la excepción anteriormente expuesta (se refería a los alimentos y enseres que necesitasen los isleños para la supervivencia y sus actividades profesionales), con lo que respecta a Gran Canaria?”  Respondió Jervis: “Palma, Gomera, Ferro, Ventura, Lanzarote”
 
- - - - - - - - - - - - - - - - - - - -