Entre el ansia y la incertidumbre

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en La Opinión el 10 de julio de 2016)
 
 
          Anochecía aquel tórrido lunes 10 de julio de 1797. La luna andaluza clareaba la atmósfera en las aguas atlánticas frente a la costa de Cádiz, a las puertas del Mediterráneo, a tan poca distancia del usurpado Gibraltar como de la ciudad de Ceuta, que alargaba el brazo para dar la mano a su hermana Melilla, el África español, en cuyos altos mástiles de las fortificaciones costeras ondeaba, cual águila imperial, la enseña roja y gualda. 
 
          Noche tranquila en la bahía gaditana -sentía el marino inglés-, luego de las jornadas del 3 al 8 pasados, durante las cuales se bombardeó incesantemente los fuertes de costa y se intentó en tres infructuosas ocasiones el desembarco en la plaza a la que los lugareños llamaban Tacita de Plata. -“Gran defensa la del teniente general de la Real Armada española don José de Mazarredo Salazar”, reconocía Nelson para sí, puesto que fue él mismo quien mandó el fallido ataque y comprobó en sus carnes la eficacia de las lanchas cañoneras españolas y el fragor en el combate de sus tripulaciones, al mando del almirante Federico Gravina-. Transferido del navío de línea HMS Captain al HMS Theseus, el recién ascendido contralmirante Horatio Nelson repasaba en su camarote un legajo de cartas marinas y escritos referentes a la empresa que llevaba urdiendo apenas fue bloqueada en aquel puerto el grueso de la Armada española -al término del victorioso combate frente al cabo de San Vicente, el 14 de febrero pasado-, cuando recibió la misiva de su amigo Thomas Troubridge, comandante del navío Culloden. En la carta, fechada el 12 de abril, Troubridge le informaba de la posible presencia del virrey de Méjico en el puerto de Santa Cruz de la isla de Tenerife, principal plaza fuerte del Archipiélago Canario, donde se había desembarcado para su custodia una valiosísima partida en oro y plata, en torno a los siete millones de libras (Nota 1). ¡Una fortuna extraordinaria! Poco tuvo que pensar el marino inglés para deducir que jamás había estado más al alcance de la Royal Navy hacerse con semejante tesoro, al que sumaría la conquista de aquellas islas avanzadas en el Atlántico -inmejorable plataforma oceánica, refugio inigualable y fuente de avituallamiento para la Royal Navy, de camino a sus colonias americanas-, dado que la Armada española se hallaba bloqueada y por tanto desamparadas las Canarias. Después de informar a su jefe directo, el almirante John Jervis (conde de Saint Vincent, tras la victoria en el combate del 14 de febrero) de tan ambicioso proyecto -el cual, además de hacerles ricos, les elevaría a los altares de los anales de la Gran Bretaña-, éste le autorizó a que estudiara la viabilidad del mismo. Nunca agradecería lo suficiente Horatio a su amigo Thomas el que tan importante información se la hiciese llegar a él, en vez de hacerlo al almirante de la flota, en cuyo caso, éste podía haber encargado la empresa a otro mando a sus órdenes.
 
          El resultado de las dos incursiones nocturnas en la misma rada santacrucera bastó al contralmirante para garantizar el éxito a Jervis, y a éste para informar al Almirantazgo de sus propósitos de conquista. Ciertamente, los apresamientos en la misma bahía de Santa Cruz de la fragata Príncipe Fernando, la madrugada del 18 de abril; y la corbeta francesa La Mutine, la madrugada del 29 de mayo, en ambas ocasiones por dos fragatas sin apenas dificultades, ofrecieron a Nelson suficientes pruebas de la frágil defensa del puerto isleño.
 
          Tal era el fulgor de Nelson, que en estos términos había escrito al almirante: “Pero ahora viene mi plan, que no puede fallar, que inmortalizaría a quienes lo pusieran en ejecución, arruinaría a España y tiene todas las probabilidades de elevar a nuestra Nación al mayor grado de riqueza que nunca haya logrado aún”. ¡Que no puede fallar! Ni se planteó un posible fracaso, al menos en un prudente porcentaje. Ahí reflejaba Nelson su carácter y su soberbia osadía.
 
          Ansioso por partir a la conquista de la más alta gloria soñada, Nelson se asomó a la mar desde la toldilla del navío. Vislumbró el buque insignia HMS Victory, los navíos Culloden, Blenheim, Prince George, Orion, Colossus y Britannia, y a las fragatas Minerve, Lively y Niger, los más cercanos al Theseus. Para la gran empresa ya tenía decididos los oficiales que le acompañarían, y en consecuencia los barcos y el número de hombres entre marinería e infantes de marina.  El Theseus (donde enarbolaría su insignia el contralmirante), armado de setenta y cuatro cañones, al mando del capitán Ralph Willett Miller; el navío de línea Culloden, de setenta y cuatro cañones, al mando del capitán Thomas Troubridge; el Zealous, de setenta y cuatro, al mando del capitán Samuel Hood; el Leander, de cincuenta, al mando del capitán Thomas B. Thompson; las fragatas Seahorse de treinta y ocho cañones, al mando del capitán Thomas Francis Fremantle; la Emerald, de treinta y seis, al mando del capitán Thomas Waller; la Terpsichore, de treinta y dos, al mando del capitán Richard Bowen; el cúter Fox, de catorce cañones, al mando del teniente John Gibson; y la bombarda Terror, armada con un mortero, al mando del teniente Henry Compton. Exceptuando el Leander, que se hallaba fondeado en Lisboa, y se uniría a la escuadra más tarde, los restantes ocho buques fondeaban en la bahía gaditana. Una formidable escuadra que sumaba 397 bocas de fuego y dos mil hombres de guerra, bien instruidos, armados y pertrechados. Si Jervis lo autorizaba, el contralmirante pretendía partir rumbo a Tenerife el próximo 15 de julio.
 
          Contra el casco del Theseus escuchaba Nelson chapotear el agua. El aire le llevó al rostro gotas saladas pulverizadas. Inspiró y espiró tratando de aplacar la ansiedad que le producía la espera del partir hacía la inminente conquista. Más que el respirar ansiaba la gloria, el reconocimiento, el ascenso a lo más alto de la Armada de Su Majestad Jorge III. Era joven aún, a sus treinta y ocho años ya era contralmirante, cuando Jervis alcanzó ese rango a los cincuenta y dos. Se regocijaba sólo de pensarlo. 
 
          -¿Una copa de Oporto, señor? -le ofreció el capitán Miller, comandante del Theseus.
 
          Nelson dio un respingo; no le había visto acercarse. “Oportuno, Miller”, pensó.
 
          -Buena idea -asintió, ya ambos dirigiéndose a la cámara de oficiales.
 
         -¿Es cierto que Freemantle se trae a su esposa? -inquirió Miller, escanciando en la copa de su jefe el oloroso Oporto, del que miles de barriles compraba Inglaterra a su aliado Portugal; lacayo más que socio en políticas y contiendas.
 
        -La encantadora Betsy, en efecto -confirmó el contralmirante, observando el dorado líquido al trasluz de una lámpara de aceite-. Le ha pillado la misión en plena luna de miel al bueno de Freemantle -añadió, luego de sorber con deleite el aromático caldo.
 
          -Dicen que es bella, lady Freemantle… -indagó Miller, tan cotilla como una portera.
 
          -Lo es, ciertamente -afirmó Horatio, siempre parco en palabras, recordando el rostro de la joven dama, a quien le presentó su esposo, amigo además de subordinado, días atrás, en una cena que ofreció Jervis en el HMS Victory, precisamente con el objeto de agasajar a los recién casados.
 
          -Buena presa serán las Canarias, señor -cambió de tema Miller, a sabiendas del entusiasmo que por la empresa tenía Nelson.
 
          -El golpe más contundente que este siglo, como poco, habremos dado al Reino de España -afirmó sin remilgos, apurando la segunda copa.
 
          -Pensé que lord Jervis propondría al general Burgh (2) ocuparse del desembarco e invasión de la isla -observó Miller, apurando éste la tercera copa.
 
          -El almirante ha considerado que nos sobramos nosotros, y estoy de acuerdo-  sentenciaba Nelson, sirviéndose él mismo la cuarta copa de vino.
 
          A la hora de animada charla, Nelson se despidió de Miller, que no pudo reprimir un bostezo. Antes de dirigirse al camarote, el marino escudriñó entre las negras aguas. Imaginó qué seres extraños, cuando no monstruosos, bucearían en las inciertas profundidades de los océanos. Algo turbia la mente, suspiró palmeando la robusta madera de la borda, mortal metralla de astillas cuando contra ella reventaba una bala de cañón. Recordó Córcega, cuando una esquirla le rajó la pupila dejándole ciego el ojo derecho. ¡Mala fortuna! “Unas horas nos llevará el desembarco y hacernos con los castillos y baluartes de Santa Cruz, quizá el día completo tomar el pueblo… La isla entera llegará sola, no hay prisas… Luego caerán las otras (3). Todo a su tiempo…”, mascullaba Nelson, pasándose la yema del índice de la diestra por el ojo ciego, donde la sal escocía el lagrimal.
 
- - - - - -
 
         A esas mismas horas, bajo la brillante luna, ésta chicharrera, don Antonio Gutiérrez de Otero González-Varona, Capitán General y Gobernador de las Canarias, alargaba la mirada hasta la punta del muelle, acodado sobre la barandilla del balcón de su casa, sita en la calle de San José, esquina con San Francisco. San José desembocaba en la explanada frente al Castillo de San Cristóbal, y, como una prolongación de aquella vía urbana, el espigón se adentraba en el mar, tanto como la eslora del más grande navío que surcó los mares: el Santísima Trinidad. En la misma proa de la pétrea nave encallada, siete cañones -como siete puños de bronce- advertían a los intrusos malintencionados de que aquella plaza no sabía más que de victorias. Muy callada estaba Santa Cruz, como cada día al poco de que el Astro Rey se ocultase tras el imponente macizo de Anaga, las anchas espaldas de Santa Cruz.
 
          Despojado del uniforme y de la incómoda peluca, en zapatillas y ropas de casa, parecía don Antonio un abuelo cualquiera. Acababa de cenar el viejo general, frugalmente, como siempre hacía; esa noche sopa de pescado, una tajada de vieja hervida y dos papas sancochadas, sobre las que gustaba verter un chorrito de aceite de oliva y unas migajas de roja guindilla palmera. “Luego tendrá acidez Vuestra Excelencia”, le regañaba Antonia, la sabia cocinera. Eran su sobrino Pedro y la servidumbre que se trajo de Mahón, su último destino antes de su llegada a Tenerife, su única familia; el matrimonio José Pusaire y Antonia Catalá, sus dos hijos, Francisco y José, y Bartolomé Sampol, que se ocupaba, principalmente, de mantener impolutos los uniformes, botines y, especialmente, sus muchas condecoraciones, y en perfecto estado de uso la espada y la pistola. 
 
          Había celebrado Su Excelencia esa tarde una larga reunión con don Domingo Vicente Marrero Ferrera, alcalde de la ciudad, hombre vehemente como pocos había conocido, además de patriota sin matices, condición ésta que valoraba sobremanera don Antonio. Habían repasado largo y tendido el Plan de Rondas, responsabilidad del corregidor, cuestión fundamental que formaba parte del Plan de Defensa que había elaborado Gutiérrez en julio de 1793, con motivo de la guerra con Francia, y que había activado a principios de noviembre de 1796, al recibir notificación de la declaración de guerra a Inglaterra el 5 de octubre anterior. Muy bien conocía el general a los de la pérfida Albión, a quienes en varias ocasiones se había enfrentado y vencido. Sabía de la ambición sin medida de los ingleses y de las aficiones corsarias de la Royal Navy, y, puesto que el grueso de la Armada española se mantenía bloqueada en Cádiz, ante cualquier ataque enemigo, la defensa de las islas dependía en exclusiva de sus propios medios. No eran pocas las virtudes castrenses del burgalés (nacido era en Aranda de Duero don Antonio), mas a sus sesenta y ocho longevos años, de los cuales sumaba sesenta y uno dedicados a la milicia, eran la prudencia y la sabia prevención las dos cualidades más destacadas. Por esa razón, repasaba minuciosamente el Plan de Defensa con cada responsable de los diversos capítulos que la conformaban. No eran baladíes las responsabilidades asignadas a los componentes del Plan de Rondas, que abarcaba desde los sacerdotes asignados para prestar auxilio espiritual a las tropas, hasta las propias rondas, comandadas por un cabo a caballo, que recorrerían los distritos designados para vigilar el orden y alertar de cualquier incidencia que debieran comunicar al Comandante General, además de llevar las órdenes de éste y del alcalde Marrero allí donde fuere menester. Médicos, sangradores y camilleros formarían parte fundamental del plan, llegado el momento.
 
          Larga recordaba don Antonio la charla informal que sostuvo con Marrero al término de la reunión. Que no se iba aquel hombre, con lo cansado que ya estaban sus huesos y dolorida la cabeza. Hasta que, providencialmente, apareció Marqueli, don Luis Marqueli Bontempo, coronel de Ingenieros, que, como siempre hacía, se llegó al despacho de Su Excelencia para despedirse hasta el día siguiente. Al no ser Marqueli santo de la devoción de Marrero, por ser ambos de tan fuerte carácter, lo que les llevó a una fuerte discusión no hacía mucho, al alcalde se le fueron las ganas de más tertulia. “Excelencia, aunque es muy grata la conversación, tengo que dejarle, que me aguarda mi señora esposa para cenar”, se despedía, para añadir un seco “buenas noches, coronel”. Ambos patriotas intachables, ambos buenos hombres, ambos abnegados en sus responsabilidades, ambos tercos como mula vieja y orgullosos como pavo real.  
 
          -¿Don Antonio, le traigo una agüita? -le preguntaba Antonia, antes de irse a dormir, como siempre hacía, a esa hora a la que el viejo general se acomodaba en el sillón de orejeras del saloncito y, a la luz de las cuatro velas de un candelabro, leía el rato que le permitieran los cansados párpados.
 
          -Una manzanilla, Antonia, que me está molestando el estómago -pidió el anciano, tocándose la abultada tripa.
 
          -¿No le he dicho yo, don Antonio, que no es bueno lo picante por la noche? -mascullaba Antonia camino de la cocina.
 
          La noche en Santa Cruz estaba callada, tan en silencio como gustaba a don Antonio en ese tiempo de lectura sosegada. Acomodado en el sillón, que en verano se acercaba al balcón, el anciano leía las últimas páginas del primer tomo de Noticias de la Historia general de las Islas de Canaria, de don José de Viera y Clavijo, autor a quien bien conocía y con quien mantenía una magnífica relación. Se dio el primer contacto entre ambos en febrero de 1793, cuando Gutiérrez, como Presidente de la Real Audiencia de las Islas Canarias, conocedor de las virtudes del sacerdote, lo nombró Comisario Revisor Real, y le instase a crear un registro de todos los documentos que, previa inspección, entrasen en Las Palmas por su aduana. El erudito religioso aceptó el cargo, agradecido por la confianza que en él depositaba la primera autoridad del archipiélago.
 
          Se le cerraban los párpados a don Antonio cuando se oyó el lejano aullido de un perro y casi a la vez las protestas de un borrachín a quien invitaban a abandonar la taberna que cerraba sus puertas por ese día. Y como la taberna sus puertas, cerró las tapas del libro el viejo general, cuyas páginas pasadas esa noche tendría que releer la siguiente, puesto que más presente estuvo entre sus renglones su gran preocupación por un posible ataque inglés a Santa Cruz, que el texto de don José. “Los vigías de las atalayas costeras son primordiales protagonistas del Plan de Defensa”, había insistido el general en cada reunión mantenida con su Plana Mayor, conocedor de la enorme importancia del avistamiento de las naves enemigas en cuanto asomasen las velas en el horizonte. “Anticiparse al enemigo es vital, es vital…”, concluía cada reunión, como con el amén luego de rezar el Padrenuestro.
 
- - - - - - 
 
          De súbito, Nelson dio un bote sobre la cama. Los ojos turbios, abiertos como platos, se perdieron en el oscuro camarote. A pesar del caluroso verano andaluz, el contralmirante dormía siembre con los ventanucos cerrados. La frente perlada de sudor, la boca seca como esparto al sol -recuerdo del Oporto ingerido-, y el brazo derecho tan dormido como el de un muerto; la mala postura le había cortado la circulación de la sangre en aquella extremidad. Desagradable sensación… Por fortuna, la horrible visión sólo había sido una pesadilla. 
 
- - - - - - 
 
          Desde la atalaya de la punta noreste de la cordillera de Anaga, el vigía Domingo Palmas aguzaba la vista sobre el lejano horizonte atlántico. Era la luna su más fiel aliada en las noches de guardia, y las nubes que la ocultaban, por cegadoras, el más abyecto enemigo. Esa noche, como todas las pasadas desde principios de julio, sólo la luna y las estrellas cubrían el cielo. Desde la alta cumbre, divisaba Domingo el esférico océano, con la inquietud en el pecho y la garganta. De llegarse los ingleses con inicuas intenciones hasta la isla, lo más probable, le habían advertido, fuera que lo hiciesen partiendo de Europa, siguiendo la habitual travesía que les llevase directos a Santa Cruz, dejando a estribor la costa, por lo que desde esa atalaya, de todas las establecidas en torno a la isla en el Plan de Defensa, se avistaría la escuadra nada más asomar el velamen en la lejanía. ¡Cuán alta responsabilidad le habían encomendado! Rendido por el sueño, Domingo decidió dormir un par de horas, acurrucado en el camastro junto a su esposa, que le aguardaba con su hija en la choza construida sobre un llano en las alturas. Entre el acantilado y la choza, se acumulaba una montaña de leños, alimento del fuego que avisaría a San Andrés del posible avistamiento del invasor. Un vistazo más al horizonte de las aguas plateadas por la luna, uno más antes del necesario descanso. Al rato, el canto de un grillo competía con los ronquidos de Domingo.
 
- - - - - - - - - 
 
NOTAS
 
(1) Circunstancia que resultó ser incierta, pero que sin duda estimuló sobremanera tanto a Nelson como a Jervis, que antes de cazar al oso ya soñaron incrementados muy considerablemente sus respectivos caudales.
 
(2) Nelson había solicitado a Jervis, además del mando de la expedición, la participación del general Burgh -para el desembarco y toma de la isla-, que contaba con 3.700 infantes de marina, cañones, morteros, y todos los pertrechos ya embarcados, camino de Portugal, procedente del Mediterráneo. De aceptar el almirante la sugerencia de Nelson, se vería obligado a ceder a Burgh la mitad del botín que correspondería a la Royal Navy, una vez restados lo correspondiente a la Corona y al Almirantazgo. Confiado como estaba el conde de Saint Vincent en la segura victoria en Santa Cruz, con los propios medios de su armada, dados los optimistas y entusiastas informes de Nelson, ¿a qué repartir con Burgh botín y gloria?
 
(3) El contralmirante, con la intención de asegurar las instrucciones de Jervis, evitando duda alguna, escribió a éste solicitando aclaraciones: “¿Es su opinión que la intimidación sea dirigida a la isla de Tenerife en su conjunto, o únicamente a la población de Santa Cruz, y al distrito que le pertenece?” A lo que contestó el almirante por escrito: “A la totalidad de la isla”. Nelson volvió a preguntar: “¿Qué contribución desea que solicite para la preservación de la propiedad privada, con la excepción anteriormente expuesta (se refería a los alimentos y enseres que necesitasen los isleños para la supervivencia y sus actividades profesionales), con lo que respecta a Gran Canaria?”  Respondió Jervis: “Palma, Gomera, Ferro, Ventura, Lanzarote”. Todas las Canarias sin excepción. Más claras no podían estar las intenciones inglesas.
 
- - - - - - - - - - - - - - - - - - - -