Los enterramientos (Retales de la Historia - 255)

 
Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 13 de marzo de 2016).
 
 
          Aunque estemos de acuerdo en que el tema no es nada agradable, no cabe la menor duda de que si la muerte es parte de la vida, el enterramiento, incineración, momificación o cualquier otro tratamiento que se pueda o se desee dar al cadáver, es la parte final de la muerte. En nuestro caso, es decir, en Santa Cruz, de acuerdo con la  costumbre cristiana, los enterramientos se hacían en suelo sagrado, esto es, en las iglesias, ermitas, capillas conventuales y similares lugares. Así se hizo hasta que en 1810 se sufrió una pavorosa epidemia de fiebre amarilla que colmó todos los espacios disponibles en los recintos sagrados y hubo de buscarse solución en otro lugar. Así nació el cementerio de San Rafael y San Roque. Cien años después ya presentaba evidentes muestras de lamentable abandono. De su restauración se viene hablando actualmente, lo que deseamos fervientemente que se convierta en pronta realidad.
 
          La acumulación de cadáveres que provocó la epidemia hizo que el primer problema no fuera sepultarlos sino el poder hacer el traslado al nuevo camposanto. Había que llevarlos a hombros por un camino en muy mal estado o alquilar un carro que los acercara al nuevo cementerio, cuya situación en las afueras y en zona aireada, si bien era la más apropiada en cuanto a la salubridad, creaba el problema de la distancia. El Ayuntamiento no tenía ni un real y nada podía aportar, pero no faltaron particulares, hasta los propios ediles, que con sus donaciones en metálico ayudaron a solventar el problema de los traslados. Entre ellos hay que citar a Bernardo Cólogan que donó 300 pesos y las aportaciones del alférez mayor José Guezala para el transporte de cadáveres.
 
          Pero el traslado no era el único problema que había que solventar en los entierros. Generalmente no se disponía de cajas o ataúdes y el fallecido se llevaba en una especie de parihuela y al descubierto. Claro que el espectáculo no era nada edificante, ni reconfortante, más bien alucinante. Tal era así que el Ayuntamiento, llevado sin duda por un sentimiento de respeto y pudor, decidió facilitar un paño a las parroquias para que lo utilizaran para cubrir los cuerpos durante el traslado, que llegado el momento se retiraba para usarlo en la siguiente ocasión. Los paños debieron estropearse o  perderse,  puesto que  en  1818,  en sesión  municipal  presidida por José Sansón, se volvió a acordar, según las actas de sesiones, que los cadáveres se cubrieran en los entierros, para lo que se facilitaría un paño a cada parroquia.  
 
          Entretanto se trataba de terminar y mejorar el nuevo cementerio y cuando por obras en la Casa de la Aduana de la calle de la Caleta se desmontó “un marco de cantería y la puerta que servía á la Capilla”, se solicitó al Intendente los cediera para la entrada al recinto. En 1821, el cónsul de Holanda y países Bajos, Antonio Berüff, pidió que se habilitara en el cementerio un lugar para el enterramiento de protestantes "a la manera que se ha ejecutado en el Puerto de la Orotava", pues en ocasiones la plebe prorrumpía en protestas y hasta insultos cuando se conducían los cadáveres de los no católicos. Así nació la parte no católica de San Rafael y San Roque.
 
          En 1845 ocurrió algo insólito. Corría el mes de abril y era alcalde Lorenzo Tolosa cuando llegó noticia del cementerio de que había desaparecido el cadáver de Dª Ana Rodríguez de Forstall con su correspondiente cajón. Nada se dice posteriormente sobre si se encontró el cuerpo robado y lo único que se reseña es una petición al presbítero encargado del camposanto para que designara una persona que evitara estos hechos.
 
          Pronto llegan las quejas por la estrechez del espacio disponible y este mismo año el celador del cementerio exponía que “a los pocos meses de sepultado un  cadáver era indispensable exumarlo pª enterrar otro” y pedía la ampliación del recinto. En vista de ello el Ayuntamiento acordó ensancharlo por ambos costados de quince a dieciséis varas, tratando con los propietarios un justiprecio para que cedieran los terrenos, siendo por el Naciente Andrés Espinosa y por el Poniente Benito Pérez, y se comisionó a los regidores Antonio Cifra y Julián Robayna para que realizaran las gestiones necesarias, logrando que el colindante Andrés Espinosa cediera gratuitamente el terreno para la ampliación hacia el Naciente, lo que se le agradeció oficialmente. Pero como los fondos disponibles no alcanzaban para la obra necesaria, se destinaron a empedrar el camino de acceso desde la calle San Sebastián, que se encontraba intransitable. En 1910 se acordó colocar una lámpara para evitar que los cadáveres se cayeran al suelo al ser conducidos de noche, como ya había ocurrido.
 
          Vergonzoso: En 1920 Martínez Viera ya denunciaba la deplorable situación de San Rafael y San Roque, el pésimo estado de la capilla, sepulcros abandonados, tapias derruidas y, desde entonces….. ¿Seguiremos tratando así nuestro patrimonio? 
 
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