El cerro de El Batán. Geografía de una batalla

 
Por Pedro Socorro Santana  (Accésit en el Premio de Periodismo General Gutiérrez. 2015). Publicado en esta página con la autorización del Centro de Historia y Cultura Militar de Canarias
 
 
 
 
En el 416 aniversario de un asedio. Los abruptos relieves del Monte Lentiscal donde se vigiló y comenzó el ataque a la poderosa armada holandesa fueron un estratégico escenario para ganar la contienda en 1599 
 
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Recreación de la Batalla de El Batán, con la flota holandesa y La Isleta al fondo (Pintura de Carlos Morón) 
  
 
          En la parte alta de El Monte Lentiscal, en el término municipal de la Villa de Santa Brígida, existe un paraje conocido por El Batán, cuyo nombre deriva de un antiguo ingenio batanero que existió en la zona, a fines del siglo XVI, dedicado al ablandado de los tejidos de lana que se elaboraban en los telares isleños. Otro artefacto trapero, movido también por la corriente de las aguas, existió más abajo, en el barranquillo de San Roque, ya en la ciudad, y da hoy nombre a un barrio de la capital, lo que da una idea de que Gran Canaria se convirtió tras la conquista en un importante centro productor de paños hasta que estas industrias, tan frecuentes en la sociedad insular del pasado, desaparecieron a fines del siglo XIX con la paulatina importación de tejidos desde los principales centros europeos. 
 
          El lugar de El Batán, situado en uno de los puntos más elevados del antiguo monte termófilo con dominio de lentiscos (511,7 metros sobre el nivel del mar) y a 15 kilómetros de la capital, fue escenario de la sangrienta batalla librada por las milicias canarias y la poderosa armada holandesa el sábado 3 de julio de 1599; de ahí que aquella guerra contra el enemigo neerlandés, el más potente y trascendental hecho militar de la historia de Canarias, fuera conocida por el sobrenombre de El Batán.
 
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En la primera foto, panorámica de El Monte, con el cerro de El Batán cubierto de vegetación, a la derecha de la imagen, en una foto de los años sesenta. En la otra foto, el nombre de la finca en varios letreros actuales (colección particular). 
 
 
Una colina volcánica de vigilancia 
 
          A pesar de que los holandeses contaban con fuerzas muy superiores, El Batán se convirtió en un auténtico fortín patriota. ¿Pero cómo era la geografía de la batalla? Busquemos en la geología una explicación para iniciar este capítulo. Ese cerro, de menor altura que una montaña, se formó hace 2,9 millones de años con fragmentos y brechas del tipo Roque Nublo… Una brecha volcánica de facies deslizadas de la época del Plioceno, cuyos materiales resultantes tapizaron los palorelieves originando una transformación espectacular del relieve con relleno del valle previo y construcción de una nueva morfología topográfica, un nuevo paisaje. Los barranquillos y lomos excavados a la largo de los dos últimos millones de años fueron cubiertos y tapizados por los piroclastos expulsados por la doble erupción de los volcanes de Bandama y de la Caldereta del Lentiscal, ambas ocurridas hace unos 2.000 años antes del presente. Estas erupciones levantaron conos volcánicos, elevando el relieve, al tiempo que vomitaron coladas de lavas que rellenaron el fondo del barranco Guiniguada. Y de esta forma el paisaje volvió a transformarse, a convertirse en otro, vestido de negro picón por un potente manto de cenizas. 
 
          Estos cambios recientes tuvieron grandes repercusiones geográficas y paisajísticas con el devenir de los tiempos, ya que a raíz del siglo XVI se generalizó el cultivo de la vid junto a pequeñas huertas situadas en los fondos de los valles y en las hoyas, donde estaban los suelos más evolucionados. Las formas positivas en el relieve, como los cerros y conos resultantes de esta evolución de la Naturaleza, permitían un extraordinario dominio visual del terreno circundante; lo que convertía aquel cerrillo de El Batán en un referente de primer orden para las necesidades defensivas de los habitantes del lugar, dada su estratégica posición sobre uno de los dos caminos que unían la ciudad de Las Palmas con La Vega, que entonces englobaba los municipio de Santa Brígida, San Mateo y Tejeda. 
 
          Por supuesto, no se trata de la montaña más alta de la zona, pues La Montañeta se eleva por encima, pero desde allí no sólo se abarcaba visualmente la entrada del antiguo y espeso bosque del Lentiscal que ocupaba el territorio comprendido entre la montaña de Tafira, Marzagán y La Atalaya, sino se obtenía una excelente panorámica de los bordes del cauce del Guiniguada y, sobre todo, del Valle de La Angostura, a la altura del volcán de La Caldereta del Lentiscal, por donde venía el antiguo y tortuoso camino de la ciudad, posible  paso usado por una de las columnas de los holandeses. 
 
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Dibujo realizado por el inglés J.J. Williams que figura en la Historia Natural de las Islas Canarias de Phillip Barker Webb y Sabine Bertherlot, de fecha 1833, sobre las Cuevas de Los Frailes, en el Valle de La Angostura, por donde accedieron una de las columnas de las tropas holandesas. 
 
 
El Camino de la Vega 
 
          Por allí pasaba el camino real más directo para dirigirse desde la costa a la cumbre de Gran Canaria, un sendero vital usado por las tropas del almirante Van der Does para llevar a cabo el asedio. Partía del lomo de San Roque y se adentraba sobre lomos por los que antes conocieron las huellas de los antiguos canarios. En 1587, apenas una década antes del ataque, aquella vía terrestre se aderezó como calzada para facilitar el transporte de personas y de mercancías en camellos de los nuevos pobladores. La dificultosa tarea fue encomendada por el Cabildo a Bartolomé Díaz del Río, un cantero de sobrada experiencia, vecino de Los Arbejales (Teror), que había labrado la puerta principal de la Catedral y que por entonces ejercía de mayordomo de la iglesia terorense. Dos rutas eran posibles para llegar al corazón del bosque, desde el lomo de Pico Viento en dirección a Tafira o subiendo por el valle de La Angostura, hacia la cuesta de Bebederos, y llegar al lomo de El Batán, junto a la acequia de Tafira cuyas aguas movían las aspas del ingenio batanero. Todos estos recursos convertían el lugar en una pieza defensiva de extraordinario valor estratégico para el control del paso y de observación de las columnas enemigas. 
 
          Hay que tener en cuenta que las condiciones medioambientales adversas de la vegetación (bosque espeso), clima (sol abrasador aquel sábado), factores físicos (dureza del camino y territorio montañoso, hostil) y el agua (corte de la acequia real y/o las fuentes enturbiadas) limitaron el movimiento de las filas holandesas y dieron a los guerreros canarios suficiente cobertura para ocultar sus movimientos y ventajas naturales para la vigilancia, las escaramuzas y la posibilidad de emboscadas. Desde allí podían ver sin ser vistos, mientras la pendiente del cerrillo permitía un descenso suave que facilitaba a los milicianos la rápida retirada tanto hacia el interior de la Isla como hacia Telde (a través del viejo camino a la ollería de La Atalaya), pues un poco más arriba convergían ambas rutas. 
 
El ataque holandés
 
          La hazaña ocurrió hace ahora 416 años. El 26 de junio de 1599, la potente armada de los Países Bajos, con 73 galeones de guerra y unos 12.000 hombres -entre tripulantes y soldados-, logró poner pie en la bahía de las Isletas, en lo que pretendía ser el principio de la invasión de Gran Canaria y, a partir de ella, de las seis islas restantes. Canarias era un importante objetivo. Era el puente de América y en sus puertos se acumulaban mercancías y riquezas. Fue el fin de un siglo, de una época de prosperidad en una ciudad asediada de casi cuatro mil habitantes que nunca volvió a ser la misma a lo largo del Seiscientos. Pero también de la victoria sobre la armada neerlandesa dependió la paz y la seguridad futura del archipiélago. 
 
          Al amanecer de aquel día, el capitán Simón Lorenzo se dirigía a Las Palmas desde su hacienda de La Calzada cuando avistó que una interminable fila de navíos «gruesos» y siete barcos menores se acercaba a Las Isletas. Son las siete de la mañana y la isla de Gran Canaria está amenazada por la mayor escuadra enemiga que ha conocido su historia. Sin pérdida de tiempo dio la voz de alarma y el gobernador militar de la plaza, Alonso de Alvarado y Ulloa (1539-1599), que ya había recibido el mensaje de los vigías apostados en la atalaya de Las Isletas, comenzó a disponer las medidas necesarias para repeler la inminente invasión con su pequeño ejército de aproximadamente 150 soldados profesionales, incluyendo los artilleros, y unos mil hombres, en compañías de milicias por los pueblos. Durante varias jornadas fue imposible resistir en los arenales la embestida holandesa y el enemigo pudo desembarcar una poderosa tropa con mucho armamento a bordo de sus lanchones. 
 
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          Con Las Palmas sitiada y en estado de saqueo, la capitalidad se trasladó al lugar de La Vega, convirtiéndose en el cuartel general de la Isla durante una semana. Allí buscaron refugio los regentes de la Real Audiencia de Canarias, hospedados en la casa de El Galeón, la sombra del palmeral de Tasautejo. Una casa con historia que en pleno siglo XVII pertenecía a la familia del capitán Salvador Alonso de Alvarado y su esposa Isabel de Orellana, y para la que hace seis años solicitamos al Cabildo, a través de la Comisión Municipal de Patrimonio, su declaración como Bien de Interés Cultural (BIC). 
 
          Desde la llegada de los holandeses, un sentimiento patriótico contra el invasor creció a lo largo y ancho del lugar. En el salón de aquella casa solariega vecina del Parque Agrícola, los regentes firmaron la carta enviada al rey Felipe III, el martes 29 de junio de 1599, dando cuenta de que el enemigo se había apoderado de la ciudad, pero que estaban decididos a resistir hasta el final, «animados a defender el resto hasta perder las vidas», decían. A la sombra del palmeral de Tasautejo también se habían guarecido los miembros del Cabildo, el obispo y el gobernador militar Alonso de Alvarado, que fue llevado a toda prisa hasta la casa de Andrés de la Nuez, alcalde real de La Vega, después de resultar mortalmente herido en el fragor de la batalla por una bala que le destrozó un muslo y mató al caballo que montaba. 
 
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 Arcabucero holandés de la década 1590, por Jacob de Gheyn.
 
 
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El gobernador militar, el capitán Alonso de Alvarado y Ulloa
 
 
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El almirante Pieter van der Does. 
 
          Cumplido el tiempo del ultimátum impuesto, exigiendo la entrega de un rescate de 400.000 ducados, el sábado 3 de julio, Van der Does mandó a arrasar a La Vega (Santa Brígida y San Mateo), el lugar de refugio isleño y donde suponía que habían trasladado y escondido la plata. Como en ocasiones anteriores, días antes de la ocupación de la ciudad los responsables del Cabildo Catedral habían evacuados los objetos valiosos, imágenes y papeles al pago aborigen de Utiaca, en las casas cuevas de Cristóbal Suárez Carreño, mayordomo de la parroquia de Santa Brígida y familiar del Santo Oficio de la Inquisición. 
 
          Bajo un fuerte sol y en medio de un calor abrasador, 4.000 hombres, al mando del comandante Gerardt Storm van Wenen, marchaban distribuidos en cinco escuadrones por el viejo y estrecho camino de La Vega, con una pendiente que asciende y se pierde en medio de un bosque cubierto de lentiscos, acebuches y matorrales. Al descubrir los movimientos de los holandeses, Pamochamoso retiró a sus hombres hacia el Monte Lentiscal para utilizar en su favor el factor sorpresa. 
 
          Los invasores avanzaban en desorden, saqueando e incendiando las casas de campo que encontraban a su paso. Al llegar a Tafira, y antes de la entrada al bosque, Storm ordenó la detención de sus fuerzas y dispuso que una vanguardia de 300 hombres avanzara explorando el terreno, consciente del intrincado y desconocido territorio que pisaba. También formó una retaguardia de igual fuerza e incorporó a la compañía de mosqueteros un numeroso contingente de holandeses, unos mil quinientos hombres que puso al mando del capitán Diricksen Cloyer, a los que los naturales distinguían por llevar como distintivo, cruzándose el pecho, una banda roja. 
 
          Hubo disparos próximos. Los milicianos canarios iban retrocediendo conforme los holandeses avanzaban con dificultad debido a la reducida visibilidad del frondoso bosque. Quedaba poco tiempo para que se escribiera una de las páginas más memorables de la historia insular, donde el pueblo grancanario resistió el ataque de los invasores usando las armas que disponían, aperos de labranza y una heroicidad innegable. 
 
          Hacía rato que el gobernador interino, el extremeño Antonio de Pamochamoso, había iniciado los preparativos para cortar en seco el avance de un enemigo que gozaba de una gran superioridad numérica y, sin duda, mejor equipamiento militar. Consciente de que no podía vencerles en un combate frontal, Pamochamoso usó todas sus artimañas para sorprender al enemigo. Para empezar ordenó cegar y enturbiar las aguas de la acequia de Tafira, situada en la zona, por lo que el calor hizo estragos en aquellos soldados cubiertos de armadura y pesado equipo que, sedientos y cansados, avanzaban temerosos de que los milicianos isleños les diese la bienvenida con un cañonazo. No cabe duda que dentro del bosque los holandeses no disponían de espacio para maniobrar y, por supuesto, hacer uso de la enorme potencia de fuego que podía desplegar su infantería. Los obstáculos interpuestos por la ley de la Naturaleza rompían la marcha en formación y les hacía perder eficacia en su movilidad al no poder adaptarse al terreno, aparte de tener que atacar cuesta arriba. Los canarios, además, habían fortificado diversos puntos de ese paso único con alguna pieza de artillería traída de la ciudad.
 
          La estratagema fue perfecta y los soldados extranjeros, envalentonados, fueron entrando poco a poco al Monte Lentiscal como una araña camino del centro de su red, «hasta llegar a un cerrillo o eminencia, donde estaban las viñas y casas de Miguel Jerónimo, en Tafira Alta, desde donde se divisaba el valle y se descubría a las tropas españolas», nos dice Rumeu de Armas en su libro sobre la batalla. Pamochamoso, con el pequeño núcleo de fuerzas que le seguían, llegó a marchas forzadas a un cerrillo denominado el Batán, a cuyos pies se extendía la gran mancha del bosque que acababan de atravesar, y dio la orden terminante de hacer alto en la marcha». Allí ordenó al capitán Juan Martel Peraza de Ayala desplegar banderas y redoblar los tambores, con toques de caracolas o bucios. Quería causar al enemigo la impresión de que en el bosque había oculto y desplegado un poderoso ejército armado. El daño era aún más psicológico que real. 
 
Acometida con lanzas 
 
          Sorprendida, la avanzadilla holandesa se detuvo al pie del lomo del Batán, y entonces el gobernador mandó al capitán de La Vega, Pedro de Torres Santiago, a hostigarla. Torres distribuyó a sus hombres, una treintena, a ambos lados del camino, acometiendo sin piedad y por los flancos a los paralizados holandeses. Fue una auténtica escaramuza en medio de aquella maraña vegetal tan apropiada para emboscar a tropas en movimiento, haciendo uso de lanzas y picas y toda clase de armas ofensivas que hacían inútiles los mosquetes y la intervención de los arcabuceros holandeses al no ver los objetivos. Fue una encerrona entre acantilados y andenes, bordeando la barrancada del Guiniguada, en el tramo de La Angostura, que recordaba a escenas montañesas en Asturias, en la época de la reconquista cristiana.
 
          La guerra de guerrilla era una de las especialidades de los milicianos vegueros, que aprovechaban las ondulaciones del terreno para protegerse y camuflarse. Y el veterano capitán Pedro de Torres conocía a la perfección el terreno donde luchaba, pues su familia se encargó de aderezar y limpiar de palos y ramas la acequia, mediante un contrato de servicio firmado ante el escribano Bernardino de Palenzuela con los herederos de las aguas pocos años antes de la batalla. Lamentablemente, dos de los testigos que rubricaron con su firma el contrato a destajo, Juan Hernández Talavera y Francisco de Torres, alcalde real que había sido de La Vega y padre de Pedro de Torres, perecieron durante el violento desembarco. 
 
El capitán Pedro de Torres
 
          A sus 43 años, Pedro de Torres Santiago, casado con María de Ojeda y padres de cuatro hijos, ya es en 1599 un veterano miliciano con cierta experiencia en la instrucción táctica que va a tener una nueva oportunidad de intervenir en una de las batallas más famosas e importantes del siglo XVI, librada entre los dos grandes imperios de la época, combatiendo al enemigo en su propia tierra. Y, además, podría vengar las muertes acaecidas en el seno de su familia; la su hermano Cebrián (Cipriano) de Torres, heroico capitán de 30 años tan descuidado de temor que se haría famoso en la Historia por dar varios golpes de alabarda al mismísimo almirante holandés cuando desembarcaba y estar a punto de matarlo instantes antes de que recibiera varios disparos a quemarropa; y la su padre Francisco (cuyo nombre no figura, lamentablemente, en la placa conmemorativa que recientemente se puso en la pared lateral de la parroquia de Santa Brígida). Y es que el triunfalismo de la victoria ocultó y sigue ocultando todavía cuatro siglos después muchos aspectos de la realidad tanto desde el punto de vista de los soldados de a pie que combatieron, como de sus jefes. 
 
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Placa conmemorativa en la iglesia de Santa Brígida sobre los milicianos canarios caídos en la famosa Batalla de El Batán, en la que no figura el capitán de La Vega, Francisco de Torres (foto: P.S.). 
 
         
          Conocedor del triste desenlace, el teniente gobernador Pamochamoso entregó a Pedro de Torres el mando de la compañía del lugar, formada por labriegos modestos – alistados para poder pagar el pan de sus hijos- y experimentados militares en busca de honores e influencias. El nuevo capitán había luchado anteriormente a sus órdenes y cumplió como de él se esperaba, usando la táctica de siempre: acechar paciente, estrechar el cerco, esperar a que el adversario dejase atrás el campo abierto y se adentrase entre la arboleda, para lanzarse entonces a la emboscada insidiosa, al degüello. No sólo era cuestión de valor, sino de costumbre. Su aguerrida unidad había adquirido mucho prestigio al mando de su padre en la última batalla contra los ingleses, cuando fue sacado de la cárcel y se puso al frente de los milicianos canarios que abortaron el intento de invasión del almirante sir Francis Drake en una lucha encarnizada en Los Arenales, apenas cuatro años antes. En aquella ocasión, la compañía de La Vega sería la primera en atacar al grito de ¡morir hasta vencer!, una frase con la que su célebre capitán, Francisco de Torres, solía espolear a sus valerosos hombres. 
 
Temor en las filas holandesas
 
          En un primer momento el ataque causó un considerable impacto en las filas holandesas. El ataque por sorpresa en medio del bosque hizo creer a la vanguardia enemiga que se encontraba ante una fuerza muy superior que osaba atacarles. Un estremecimiento de pavor se propagó con rapidez entre la desordenada columna holandesa. Entonces, Pamochamoso mandó al sargento mayor Heredia a embestirles, de frente y por los flancos, con el grueso de las compañías que se habían mantenido expectantes. Las reforzadas líneas canarias se lanzaron sobre el enemigo en un sangriento combate cuerpo a cuerpo que fue debilitando al bando enemigo que, titubeante, se vio obligado a replegarse al ver caer muerto a su capitán Diricksen Cloyer. El repliegue de aquellos veteranos soldados hizo que cundiera el desconcierto entre las filas de las tropas de Van der Does ante la contraofensiva de los grancanarios. Los holandeses volvieron la espalda y dejaron de ser peligrosos combatientes para convertirse en piezas de caza cuando huyeron, ladera abajo, en medio de un diluvio de sablazos y alabardas. 
 
          El oficial Van Wenen, que se hallaba al frente del grueso de sus hombres al pie del Monte Lentiscal, vio llegar a la vanguardia presa del pánico. Pero fueron inútiles cuantos esfuerzos realizó el desolado comandante para contener a sus indisciplinadas huestes que retrocedían atemorizadas. El Batán se había convertido en muy poco rato en uj desastre para los nuevos sueños del almirante Van del Does. Cuentan las crónicas que fue una batalla cruenta y que los holandeses pagaron cara la desorganización de su avance, pues un grupo de soldados que se había internado por el barranco de El Dragonal para saquear unas casas, se vio de pronto rodeado y atacado, precipitándose muchos de ellos por los riscos, rampas y quebradas de La Caldereta de El Lentiscal y las Cuevas de Los Frailes. Solo algunos de ellos pudieron escapar con vida.
 
          El caos era absoluto en aquel torrente de fugitivos que intentaba ponerse a salvo, avanzando hacia los abismos negros de la gloria militar. Van Wenen decidió la retirada hacia Las Palmas, manteniendo con sus mosquetes a los milicianos a distancia. Atrás, diseminados por el campo de batalla, quedaron centenares de hombres y armas. A todos se les enterró en una sepultura al pie de la montaña de Tafira, boca abajo, entre ellos el capitán Cloyer. No es aventurado pensar que aquella cruz de madera que alguien colocó en la zona que más tarde se llamaría la Cruz del Inglés (equivocadamente ya que eran holandeses) marcaba el lugar que cayó mortalmente herido el oficial holandés al primer choque con los milicianos grancanarios.
 
          Esa misma noche, Van der Does, con más rabia que cabeza, dirigió un bárbaro y feroz saqueo de Las Palmas, dedicándose sus soldados a prender fuego a las iglesias, conventos y edificios más emblemáticos de la ciudad, robando el archivo de la Audiencia y despojando a la Catedral de ornamentos y objetos de valor, pero también de sus campanas de bronce, que no pudieron doblar por sus muertos. A la mañana siguiente, la escuadra holandesa se refugió en las siluetas inmóviles de los galeones anclados en la rada del puerto y allí permaneció durante varias jornadas, entretenida en reparar las naves y, de paso, lograr el rescate de algunos de sus prisioneros a cambio de dinero. El 8 de julio, por fin, los galeones holandeses retrocedieron humillados, mar adentro, fundiéndose con las sombras y dejando atrás a casi mil muertos. En Las Palmas, entretanto, se desató la felicidad miliciana, borrachera de pólvora y fogonazos. Pura gloria. De este modo finalizó la célebre Batalla del Batán, cuyo nombre hace alusión al violento encuentro en aquel escenario abrupto y boscoso que actuó como un medio hostil a favor de los isleños.
 
Fiesta de La Naval 
 
          Tras la victoria obtenida el pueblo grancanario se llenó de procesiones y Tedeum en acción de gracias. Cuenta la tradición que el segundo domingo de octubre de 1599 tuvo lugar en La Vega una populosa fiesta en honor a la Virgen del Rosario, imagen a la que las mujeres del lugar habían elevado fervorosos rezos y súplicas en la parroquia mientras sus hombres luchaban en la cruenta batalla. A partir de entonces la fiesta religiosa, similar a la que se venía celebrando en el Puerto de Las Palmas, fue conocida por la Fiesta de La Naval y durante los siglos venideros los tradicionales festejos se revistieron de un carácter oficial y gran esplendor, pero desaparecieron en los años cincuenta del siglo pasado.
 
          Los dueños de las ricas haciendas de Tasautejo se sumaron al júbilo y al fervor popular. Un pequeño oratorio se instauró en la hacienda de El Galeón, propiedad del regidor Guillén de Ayala, pues según la tradición el triunfo de aquella histórica batalla se obtuvo también gracias a la protección divina. La pequeña ermita, que sin duda imprimiría un mayor carácter a la propiedad, se puso bajo la advocación de San Juan Bautista niño que con el tiempo bautizaría a la zona como San Juanito. Corría el año de 1602. Y no son meras conjeturas; es algo que sabemos por las anotaciones tan detalladas que el sacristán mayor Juan de Romarate Vizcaíno realiza sobre la memoria de las obras hechas en la parroquia de Santa Brígida, que se ampliaba entonces, y en la que también da cuenta de la construcción de la ermita en aquella casa junto al bosque de palmeras. "Y luego otro año de seiscientos dos, se hizo oratorio y ermita en la Vega, en Tasautejo, en casa de Guillén de Ayala, regidor, a la abogacía de San Juan Bautista, en tiempo del dicho obispo y provisor, siendo cura el padre fray Francisco Rodríguez, fraile dominico, y se acabó para el día del propio Santo del dicho año. Y por verdad firmo yo, Juan de Romarate, sacristán de la Vega. Ut supra"
 
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En la foto de arriba, interior de la Casa de El Galéon, en Satautejo; en la de deb ajo, la antigua pila de agua bendita, en cantería, que aún se conserva del que fue el oratorio en honor de san Juan o san Juanito levantado por el regidor Guillén de Ayala en 1602 (fotógrafo: Pedro Socorro). 
 
 
         El prestigio de la familia de Torres, por su parte, no dejó de crecer a lo largo del tiempo. Su pueblo guardaría un recuerdo emocionado y respetuoso que ha perdurado hasta la actualidad, dando los nombres de los capitanes (Pedro y Cebrián de Torres) a dos calles del municipio y esculpiendo sobre una placa conmemorativa a buena parte de las víctimas de la tragedia, no así al padre de aquellos héroes. De dicha gesta dan cuenta también los escudos heráldicos de los municipios de San Mateo y Santa Brígida, ambos aprobados en la década de 1950. En el emblema de la Vega de Arriba figuran unas flechas de fuego que aluden a la derrota holandesa en la zona de las vegas, mientras que en el escudo de Santa Brígida luce con honra el rosario y el lema: Por España y por la Fe, vencimos al holandés. 
 
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Escudo de La Vega de Arriba
 
 
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Escudo de Santa Brígida
 
 
Los huesos de los holandeses 
 
          Descubrir los huesos de los soldados holandeses es otra de la ‘batallas’ pendientes de la historia de Gran Canaria. Hace tres años elevamos al Cabildo de Gran Canaria un escrito en la que pedíamos unas excavaciones en las inmediaciones de la Cruz del Inglés a raíz de una investigación del historiador Pedro Quintana Andrés, vecino de Santa Brígida, que ha ofrecido indicios de dónde puede estar el cementerio de los holandeses muertos en la batalla, concretamente en las inmediaciones de un solar privado que, por suerte, aún no ha sido edificado y que es fácilmente excavable por ser de picón. Pero aún no se han realizado las catas arqueológicas. Tampoco ha habido respuesta oficial. El hallazgo de la sepultura podría contribuir decisivamente a la comprensión de lo que pasó en una de las batallas más devastadoras de la Historia de Canarias, pues más de mil holandeses murieron aquel trágico verano.
 
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Parte superior del cubo del molino de El Batán, coronado por una cruz, junto a la antigua acequia de las aguas de Tafira, desde donde se divisaba la entrada al antiguo bosque del Lentiscal y del barranco de El Dragonal (fotografía: Pedro Socorro). 
 
 
Evolución de la Hoya del Batán 
 
          Poco a poco el lugar fue perdiendo la significación que tuvo en los periodos de contienda y pasó a formar parte de la finca particular de una rica hacienda que, a lo largo de los últimos siglos, ha cambiado de dueños, de predios y de fisionomía, pues la maleza y las nuevas construcciones han hecho desaparecer el antiguo camino de La Vega que atravesaba la finca. En pleno siglo XVII, la Hoya del Batán formaba parte de los bienes de Gonzalo Cabrejas Bethencourt, maestre de campo del tercio de Infantería. El mílite no tuvo sucesión y con sus bienes decidió crear un patronato, cuyas beneficiarias fueron sus hermanas María, Juana y Francisca Cabrejas, según su testamento realizado el 18 de mayo de 1769, que incluía «una hacienda de 14 fanegas de tierras labradías y arrifes con viñas, arboles, casas, bodega y lagar, con un día y una noche de agua del heredamiento de Satautejo en la Hoya del Batán».
 
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Al fondo se observa un tramo del antiguo camino que cruzaba el cerro de El Batán (foto: Pedro Socorro). 
 
          Pocos años después, la rica hacienda fue adquirida por la familia Penichet, unos ricos propietarios que, además, contaban con tierras y aguas en El Dragonal. Pero hacia 1873, Agustín Venancio Penichet y Romero la vendió al abogado Felipe Massieu y Falcón, alcalde de Las Palmas de Gran Canaria hasta en seis ocasiones, entre 1870 y 1890. Don Felipe adquirió la quinta poco después de contraer matrimonio con su prima María de los Dolores del Castillo y Westerling, una de las hijas del cuarto conde de la Vega Grande y, en poco tiempo, la convirtió en una apacible casa de campo, disfrutando de un hermoso jardín de diseño romántico que hacía las delicias de todos los ilustres visitantes que llegaban a la isla, entre ellos Benito Pérez Galdós, cuando vino a Gran Canaria, por última vez, en octubre de 1894. 
 
          Cuentan que la política le hizo decrecer su fortuna, apechando con sus deudas su pariente Pedro Agustín del Castillo y Manrique de Lara (1897-1937). Al morir sin descendencia en 1928, y como gesto de agradecimiento, el ex alcalde testó a favor de don Pedro y su esposa Susana del Castillo. Posteriormente le sucede en la propiedad y otros recursos familiares su hija Candelaria del Castillo y del Castillo, hermana del VII Conde de la Vega Grande de Guadalupe, quien casó en 1934 con Carmelo Casabuena Castro, abogado y secretario del Cabildo, pero al morir éste contrajo nuevas nupcias, hacia 1942, con el aristócrata Alfonso Zbikoswski Margarida (1892-1962), natural de Puerto Rico y consejero provincial del Movimiento tras la Guerra Civil. El nuevo matrimonio tampoco tuvo descendencia, por lo que la hacienda de El Batán la heredaría una de sus sobrinas, Rosario del Castillo y del Castillo, esposa del médico Fernando Bello del Toro, actual propietaria. 
 
          La rica hacienda contaba con almacenes, capilla y un molino de gofio, ubicado en una antigua casa de dos plantas, la alta como vivienda y la baja como salón de la molienda, que funcionaba a pleno rendimiento y que hoy se ha convertido en almacén y trastero de la vivienda principal. El molino, que se había construido sobre lo que en los siglos anteriores había sido un batán, quedó inactivo desde 1958, siendo su último molinero Bartolo Suárez Santiago (1892-1958), un personaje singular que dio sobrenombre a la industria que arrendaba: Molino de Bartolito y que hasta su muerte luchó para ganar otras batallas a la vida, la lucha constante de todas las mañanas para triturar el millo y vender el gofio.
 
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