Semovientes municipales (Retales de la Historia - 238)

 
Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 15 de noviembre de 2015).
 
 
 
          El ayuntamiento de la Villa de Santa Cruz careció durante los primeros tiempos de su existencia de la más elemental organización y, por supuesto, de personal remunerado que la atendiera. Tal era así que los documentos, los libros en los que se anotaba lo tratado en las juntas y hasta las notas contables de los muchos gastos y los escasos ingresos, los guardaba en su casa el alcalde de turno. En cuanto a semovientes para trabajos del municipio, bien fueran de silla, de tiro o de carga, se alquilaban a terceros cuando se necesitaban para desplazamientos de los regidores -como las inspecciones a los nacientes de las aguas-, o para transporte de materiales en las contadas obras que se podían acometer.
 
          En 1849, siendo alcalde José Librero, los carros destrozaban empedrados, embaldosados y cañerías y canales soterradas muy superficialmente, lo que en un arranque de previsión le llevó a prohibir de golpe el tránsito de todos los carros por las calles del pueblo, norma que lógicamente fue derogada al poco tiempo, pues equivalía a paralizar la actividad ciudadana. Por otra parte, cuando era necesario algún trabajo extraordinario como el arreglo de caminos vecinales, se recurría a prestaciones personales convertibles en jornales, a razón de 4 reales por persona, 3 reales por cada bestia caballar, mular o “camellar” y 2 reales por cada burro o yunta de bueyes.
 
          Aunque posiblemente no sea el primer semoviente municipal, la primera noticia que nos llega es de 1858, cuando el alcalde Bernabé Rodríguez propone construir “un carro decente y sólido para transportar las carnes muertas desde el matadero al mercado”. Por los datos que nos han llegado vemos que en vez de construirlo se optó por comprarlo con su correspondiente mula a un particular, que sorprendió al consistorio haciéndose pasar por su dueño, siendo demandado por los legítimos propietarios, los herederos de Valentín Zamora, a quienes después de consultar con letrados se acordó devolver carro y mula, “renunciando a apelar por no producir más gastos”.
 
          El transporte de las carnes desde el matadero hasta los puestos de venta en el mercado pasó a ser uno más de los arbitrios que se subastaban, como se hacía con los puestos de venta situados frente al mercado y teatro, argollas para amarre de bestias, sillas en paseos públicos, lavaderos, derechos de matazón, y otros. En los primeros años de la última década del siglo XIX, el “carro de la carne” se remataba por cantidades que oscilaban entre 700 y 900 pesetas, hasta que en 1897 al quedar varias veces desierta la subasta no quedó más remedio que atender el servicio por administración.
 
          A fines de este año se trataba de remediar las deficiencias que presentaba la limpieza pública, especialmente desde que dejó de ser obligatorio que cada propietario limpiara el frontis de su casa, lo que ya era prácticamente imposible al ser cada vez más las casas de vecindad ocupadas por varias familias. Había que recurrir, por tanto, a soluciones avanzadas y se planteó como remedio adquirir una máquina barredora, lo que se hizo en mayo del año siguiente. No fue fácil encontrar la mula apropiada pues de las disponibles ninguna tenía la alzada necesaria para ser compatible con la máquina. Cuando se solventó este problema, máquina y mula pasaron a guardarse en la huerta de San Francisco, lo que obligó a ensanchar la puerta que daba a Ruiz de Padrón.
 
          Pero la máquina no se utilizaba a jornada completa y la mula estaba mucho tiempo inactiva, por lo que buscando rentabilidad al tiempo de aminorar gastos, se decidió que la mula se hiciera cargo también del carro que conducía la carne a los despachos del mercado y del transporte a los vertederos de los despojos del matadero. Para cubrir posibles percances se acordó hacerle “un seguro de muerte o inutilización.”
 
         Pero había una circunstancia que no cubría el seguro: el estado anímico y de salud de la mula, que parecía decaída y desmejorada. El celador de policía informó de la situación a los regidores quienes acordaron que la mula fuera reconocida por el veterinario municipal, facultativo que diagnosticó que todo se debía a agotamiento,  estrés y exceso de trabajo, eximiéndole del transporte de los despojos. Respecto al carro de la carne dictaminó que siguiera “prestando el servicio la referida bestia.”   
 
          Así como la máquina barredora se guardaba en la huerta de San Francisco, el carro de la carne “dormía” en un cuarto en el callejón  que separaba la carnicería de la fábrica de electricidad. La compañía eléctrica solicitó cerrar el callejón, en el que se acumulaban inmundicias, y que se le cediera el cuarto como trastero, a cambio de mejorar y arbolar por su cuenta la plaza de Julio Cervera a la que hacía frente. 
 
          En 1902 se autorizó a Alfredo Williams la importación, por primera vez, de “carnes heladas” para el consumo de la población y suministro a barcos.
 
          Años más tarde, en 1914, se autorizó al alcalde la compra de diez mulos para la limpieza pública y otros servicios. Toda una recua de semovientes municipales.
 
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