1805: ¡Que vuelven los ingleses! (Retales de la Historia - 214)

 

Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 31 de mayo de 2015).

 

           Es año de una nueva guerra con Inglaterra, año de las batallas navales del Cabo de San Vicente y de Trafalgar, ambas de resultado victorioso para los británicos, pero la segunda de fatales consecuencias para Horacio Nelson, "el Manco de Tenerife", que en ella perdió la vida.
 
        En el puerto de Santa Cruz se empezó a sufrir el aumento de la indeseada presencia de corsarios ingleses en las aguas cercanas, dificultándose las comunicaciones con la Península y entre las islas, siendo su primera consecuencia el encarecimiento de los artículos de primera necesidad. El diputado Pedro Mendizábal denunció el alza de precios, especialmente de la harina que llegaba de América del Norte, y se acordó pedir informe al Lic. Antonio Lenard y exigir a los comerciantes “introductores de víveres” que declararan los precios a que vendían antes y los de ahora, nombre de los compradores detallistas y otros datos, pretendiendo controlar algo que en la práctica resultaba  incontrolable. Entre otras medidas se nombró comisario de víveres al alguacil mayor Enrique Casalon, se hizo acopio de cestas y barriles y se recurrió al proveedor Juan Aguilar para que entregara 1.000 fanegas de trigo y los barriles de harina necesarios para abastecer la plaza.
 
          Pero los tiempos eran otros muy distintos a los actuales, como lo evidencia lo que nos cuenta Juan Primo de la Guerra cuando narra cómo en el mes de mayo un corsario inglés entró a parlamentar en la bahía de Santa Cruz para devolver dos barcos del tráfico de las islas que había apresado y cierta cantidad de trigo y cebada, a cambio de vino y carne fresca. El comandante general marqués de Casa-Cagigal aprobó el intercambio, pero al pedir también el corsario que se le suministrara agua, dice el cronista “que se le negó por no ser permitido”. Entretanto, dada la escasez de carne y aumento del precio del trigo para pan se autorizaron nuevas alzas de precios.
 
          El alcalde Nicolás González Sopranis presentó al general un plan de rondas para la defensa de la Villa, que fue aprobado, mientras que el comandante Antonio Eduardo le pedía un cierto número de reemplazos que le faltaban para poder completar dos compañías de Milicias de Artillería. Las defensas del puerto eran, como habitualmente, insuficientes y precarias, por lo que Casa-Cagigal hizo bajar una columna desde La Laguna para reforzar la guarnición. Antonio Eduardo insistía una y otra vez en la necesidad de completar las Milicias de Artillería, cuyas guardias en la línea defensiva comenzaron a realizarse en la noche del 16 de febrero y pidió al alcalde que hiciera acopio de sebo para las cureñas y de pieles de cordero, anunciando “que se pagarán a su precio”.
 
          En junio el comandante general informó al alcalde de la suspensión de la “matrícula de Mar”, cuyos componentes quedaban preferentemente dedicados al “tráfico costanero entre islas”. De esta forma, al salir del fuero de Marina pasaban a la jurisdicción ordinaria y podían alistarse a las Milicias de Artillería. No se descuidaban tampoco las rondas de vigilancia, para las que se nombraron cabos entre los que aparecían como voluntarios los vecinos de más renombre, tales como José Murphy, Félix Riverol, Pedro José de Mendizábal, Andrés Oliver, Tomás Cambreleng, Cristóbal Madan, Juan de Mattos y otros, comerciantes y profesionales que no dudaban en prestarse a colaborar en defensa de la Villa. También se trataba de recabar la asistencia de tres religiosos confesores para suministrar los auxilios espirituales, así como de sangradores y sanitarios para atender a los posibles heridos en caso de invasión, sobre lo que el médico Joaquín Viejobueno informaba que no podía contar con algunos que estaban prestando servicio como artilleros a menos de que se les cambiara el destino.
 
          La alarma aumentó cuando Casa-Cagigal informó que le habían llegado noticias de la presencia de una escuadra inglesa de 150 navíos a cuatro leguas de Madeira, ordenando al alcalde tomara las disposiciones necesarias para que llegado el momento el cuerpo de reserva se reuniese en el patio de la casa de Carta que su dueño, José Carta, puso a disposición de la defensa. Se señaló el almacén de la casa del administrador de Correos Jacinto Delgado, “que mira a la calle San Francisco”, para hospital de sangre, almacén que estaba alquilado a José Delgado Pérez, quien se apresuró a entregar la llave. Además, las Milicias se ejercitaban en Santa Cruz al mando del marqués de la Fuente de las Palmas, así como en La Laguna. Y decía Primo de la Guerra que “el comt. gral. tiene empleados una porción de caballos, enseñándolos a tirar de los cañones violentos y acostumbrándolos al ruido de la artillería. Ha dispuesto alguna falsa alarma para probar el valor de la tropa.” También se habilitaron lanchas cañoneras para defensa del puerto, cuyos tripulantes se consideraron acogidos al fuero militar.
 
          Afortunadamente no se produjo por entonces la temida invasión, pero los 6.889 habitantes que tenía entonces Santa Cruz vivían en continua tensión.             

 

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