De la pesca y el salado (1) (Retales de la Historia - 206)

 
Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 5 de abril de 2015).
 
 
          La importancia que en un territorio insular puede llegar a alcanzar la industria de la pesca no es necesario resaltarla. Posiblemente se trate del más importante e inmediato elemento nutricional de la población, por su proximidad y teórica abundancia. Otra cosa será la idoneidad de las artes disponibles para su captura, acopio y conservación.
 
          Al tratarse de un elemento perecedero de rápida degradación, la técnica del secado y la salazón era el único medio disponible para su conservación durante un tiempo razonable que permitiera su traslado y distribución hasta los puntos de consumo. Por todas estas razones se trataba de un alimento apreciado y cotizado, que llevaba a las autoridades a pretender controlarlo y tasarlo. Así ocurrió desde los inicios del asentamiento castellano, de lo que queda constancia en las actas del Cabildo de la isla cuando se acuerda y tasa el precio de venta y se controla incluso su distribución. En 1547 se manda al alcalde del puerto Diego Díaz que de todo el pescado que llegue a Santa Cruz separe una sexta parte para el consumo del lugar, y el resto lo envíe a La Laguna. Así se hizo al menos hasta la segunda mitad del siglo XVIII, en que ya los alcaldes reales del lugar y puerto comenzaron a sentirse celosos de su jurisdicción y se atrevían a disputarle a La Laguna, entre otras cosas, la facultad de tasar los mantenimientos.
 
         El pescado se consideraba uno de los elementos más socorridos, cuando no indispensable, para la alimentación del pueblo, figurando en cuantas previsiones era necesario hacer para cubrir tan elemental necesidad y así aparece en diversos documentos. Por ejemplo, cuando en 1620 los milicianos trabajaban en las "trincheras de la marina”, es decir en la construcción de la muralla defensiva del litoral, trabajos que se prolongaron durante años, los soldados recibían una ayuda de 16 reales al día, que los administraba el alcalde Agustín de Espinosa, para pan, vino, pescado y algo de carne.
 
          No sólo era un acontecimiento la llegada de barcos con carga de pescado salado, lo que merecía la apertura de diligencias especiales, sino que dicha clase de cargamento fue más de una vez intervenido en épocas de hambruna para su reparto. Concretamente, en 1748, según nos cuenta Anchieta y Alarcón, al llegar una balandra portuguesa a tomar carta de salud para dirigirse a Madera, el regidor Saviñón ordenó el embargo de la carga de pescado salado, en un momento en que nos dice que “ay en esta ysla la mayor falta qe. los nasidos an visto”, añadiendo que “ni con un doblon se halla un puño de nada.” Eran tiempos en los que los corsarios infestaban las aguas insulares y, lejos de despreciar o dejar escapar los barquitos de pesca que venían de la costa africana, montaban guardia cerca de Anaga para apoderarse de ellos y de su carga de pescado salado, la cual, y aquí está lo más curioso, muchas veces acababan vendiendo a las mismas autoridades de las islas, que dadas las circunstancias de desabastecimiento forzosamente terminaban por aceptar el trato. Anchieta pinta el cuadro de escaseces bien crudamente cuando dice que “la Jente anda en prosesiones por las calles buscando qe. comer unos y otros a ber si ay qe. comprar.”
 
          A finales del siglo XVIII debía ser un buen negocio el del pescado salado, como evidencia el hecho de que Bartolomé Montañez -el mismo que donó la Cruz de mármol que hoy está en la plaza de la Iglesia y el obelisco dedicado a la Virgen de la Candelaria de la plaza principal-, decidió construir al Sur de la población unos amplios almacenes para secar y salar el pescado que se cogiera en la costa africana para llevarlo a vender a la Península. La esperanza y la ilusión de tan buen negocio eran tan grandes que, según nos cuenta Lope Antonio de la Guerra, se estaban construyendo seis barcos de pesca en La Palma para dedicarlos este tráfico. Los almacenes construidos por Montañez son los que años más tarde sirvieron de lazareto para las cuarentenas, en los terrenos que hoy ocupa el Parque Marítimo. Otra empresa, pero de más altos vuelos, fue la iniciada por Felipe Piar, Bartolomé Casabuena y Bernardo Cólogan para la pesca de la ballena, empresa estimulada por el comandante general marqués de Branciforte, pero que resultó un rotundo fracaso.
 
          En 1782 habían en Santa Cruz catorce barcos que, según se decía, “pescan en estas riveras”: nueve cuyos patrones vivían en los barrios del Cabo y Los Llanos, tres en el Toscal, uno en la calle San José y otro en la San Roque. Posiblemente sea uno de los localizados en el Toscal el que su dueño subió, cualquiera sabe cómo, a la calle Santa Rosa de Lima -antiguamente calle del Cardón- para someterlo a reparaciones, con protesta del ayuntamiento porque interrumpía el paso. Tampoco nos cuentan las crónicas cómo lo bajaron a la playa para volver a ponerlo a flote.
 
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