Los Montes de Santa Cruz (y 2) (Retales de la Historia - 182)

 
Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 12 de octubre de 2014).
 
 
          Por los datos de que disponemos sobre el estado de los montes de Santa Cruz en la primera mitad del siglo XIX, y si la situación se hubiera prolongado algunas décadas más, es más que probable que todo el macizo de Anaga se hubiera convertido en un risco pelado de toda vegetación. Y puede afirmarse que se estuvo cerca de ello.
 
          La explotación forestal y el carboneo clandestinos eran casi imposible de evitar. Bajo la corta alcaldía de Francisco Javier Fernández se trató de otorgar licencias sujetas a un módico canon, con el fin de hacer un fondo que permitiera nombrar y mantener guardamontes, pero era evidente que resultaba más barato seguir actuando como era costumbre, es decir, clandestinamente. Se dan estrictas instrucciones al castellano de San Andrés para que prohíba todo embarque de leñas y maderas, se impone a un vecino una elevada multa con costas por la que tenía almacenada en la playa para su embarque, pero el vecino recurrió alegando que se trataba de una práctica muy antigua y arraigada y el juez le alzó la multa.
 
        En 1820, sólo en el valle de San Andrés se concedieron veintiocho licencias, por un total de 1.132 arrumas de leña, con destino a Lanzarote y Fuerteventura y algunas también para Canaria. El año siguiente sólo dos goletas cargaron 697 arrumas para Lanzarote y el alcalde se quejó al jefe político que a ase ritmo se dejarán pronto sin un árbol a aquellos montes. La reacción del jefe político, como presidente de la Diputación Provincial, fue la absoluta prohibición de cortar latas, horquetas o vergas, mientras encargaba a los ayuntamientos el replanto de los montes talados para lo que sus presidentes tendrán a bien pedir a la Península semillas de bellotas de las tres clases de Alcornoque, Encinas y Robles para propagar aquí esta útil arboleda, al tiempo que se comunicaban otras estrictas normas para la conservación de los montes.
 
         Siendo alcalde José Mª de Villa, Matías del Castillo le prepuso un código de señales para la atalaya de Anaga, del que le presentó dos copias, una para él como alcalde y la otra para el comandante general. Con esta iniciativa se trataba de avisar de la presencia de barcos de las islas que arribaban a cualquier surgidero sin vigilancia y al tiempo de que cargaban impunemente leña exponían a los habitantes a un posible peligro para la salud al no haber en dichos lugares juntas o autoridades de sanidad. La situación llegó a ser tan seria que cuando en 1825 el patrón Rafael Marrero pidió licencia para cortar la madera necesaria para carenar una lancha de servicio del puerto, el guarda mayor Antonio Cifra informó que no había monte para atender la solicitud, pues sólo quedaban árboles aprovechables junto a los nacientes, donde estaba terminante prohibido el corte. Pero la demanda continuaba, y el año siguiente el ayuntamiento de Arrecife suplicaba al de Santa Cruz que por la inexistencia de arbustos y matorrales en aquella isla que impiden hacer fuego para lo más elemental, se le concediera la extracción de dos barcadas de leña mensuales al pequeño buque nombrado Las Ánimas, por el lugar que se tuviera a bien señalarle. Santa Cruz contestó que eran precisamente las sacas clandestinas para Lanzarote las que habían acabado con los montes de la jurisdicción, no obstante lo cual se le permitiría sacar una barcada por una sola vez por la playa de Antequera.
 
          Pero el problema no era sólo de Santa Cruz. Ante la inexistencia de árboles apropiados se recurrió a los montes de Guía para hacer cien canales para el agua de abasto pero, según información del Intendente de Policía, los vecinos alegando el aprovechamiento de los desperdicios de madera habían terminado con el pinar del pueblo. Como no se sabía cómo poner remedio a estos desmanes, en 1827 se volvió a ordenar la entrega de montes y bosques al comandante de Marina, con la consiguiente protesta del ayuntamiento, que se negó a entregar archivos y documentos por estimar que eran propiedad municipal. Algún vecino solicitó licencia para aprovechar los árboles derribados por el huracán de 1826, a lo que se negó el guarda mayor José Librero, que creía menos perjudicial para el Monte de Aguirre “la abundancia de leña seca que una sola hacha por sus inmediaciones, pues al abrigo de la seca sale la verde como ha sucedido siempre que se les ha permitido tomarla.”
 
          Se seguían negando los permisos de saca de leña para Lanzarote, pero continuaban los embarques clandestinos y el ayuntamiento pidió a la Junta de Fomento que declarara libre de tasas la importación de carbón de piedra por el lamentable estado de los montes. Ante las denuncias del guardamayor de montes Antonio Cifra de que el presbítero Francisco Toledo hacía talas y fuego en Aguirre con amenazas e improperios al personal municipal que trataba de impedirlo por ser monte vedado, se pasó certificado de todo al Intendente Subdelegado de Propios, al Obispo, al Provisor del Obispado y al comandante de Marina y Juez conservador de Montes y se pidió al comandante general auxilio militar si el guardamayor lo solicitaba.
 
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