Del fragor de los cañones al tañido de las campanas (Relatos - 10)

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en La Opinión el 27 de julio de 2014).
 
 
          Serían las cinco de la mañana del 25 de julio de 1797, cuando el joven José Guezala, a lomos de su viejo caballo, con la espada del abuelo al cinto, corría calle del Castillo abajo, luego de llevar noticias a La Laguna de lo que en Santa Cruz sucedía. “Ya se lucha en las calles y plazas, cuerpo a cuerpo y a tiros desde las esquinas. Han desembarcado lo menos setecientos ingleses, pero a costa de muchos muertos en la playa de la Alameda, de los que dio buena cuenta nuestra artillería, que hasta un cúter le hundimos cuando se acercaba a tierra y parece que también se hirió gravemente al comandante de la escuadra. El general Gutiérrez dirige desde el castillo de San Cristóbal la defensa…”, había explicado el mensajero. Al llegar al cruce con San Pedro de Alcántara, se encontró Guezala con una treintena de campesinos de Milicias que subían a la carrera, a los que a punto estuvo de arrollar, dada la oscuridad reinante.
 
          —Ehhh, ¿dónde van ustedes? —les gritó, frenando al caballo el valiente chicharrero.
 
        —Ni lo sabemos, no conocemos el pueblo, nos hemos perdido… —dijo a voces un muchacho, entre el sonido de disparos de mosquete que llegaban de uno y otro lado, de todas partes, porque en muchos lugares se batían españoles e ingleses, los primeros defendiendo su honra y su patria, los otros ambicionando una tierra ajena por conquistar.
 
          —¿De qué regimiento son? —les preguntó Guezala, seguro de que aquellos labriegos pretendían escabullirse del frente de batalla.
 
          “Del de Güímar, La Orotava, La Laguna, Garachico”, contestaron. Un puñado de cada regimiento, menos del de Abona, que aún estaba de camino. En ese instante, llegó un chiquillo a la carrera, jadeando con la lengua fuera. 
 
          —Vienen ingleses, lo menos treinta o cuarenta, perseguidos por los del Batallón y las milicias —gritaba desaforado.
 
          —¿Por dónde vienen? —preguntó Melquíades, el herrero, que blandiendo el martillo llegaba del muelle, de desenclavar los cañones recuperados por el teniente Grandi.
 
          No hizo falta esperar indicación alguna, ya se oían muy cerca los disparos, del otro lado de San Pedro de Alcántara, de allí llegaba el pestazo a pólvora quemada y el reflejo del fuego de mosquete, y, al poco, los gritos en inglés y más atrás los improperios en español de los que perseguían al invasor. 
 
          —¡Que ya se les ve! ¡Que ya están ahí! —vociferó un miliciano, señalando las siluetas de los infantes de marina británicos de inconfundibles casacas rojas, que corrían hacia ellos, calada la bayoneta, escupiendo sus gritos de guerra para darse valor en la inminente lucha. 
 
          —¡Se han hecho fuerte los ingleses en el convento de Santo Domingo! —informó uno de la ronda, que se topó con los campesinos de sopetón.
 
          —¡Que ya están aquí! —gritó de nuevo el miliciano, fuera de sí, señalando a los británicos que corrían hacia ellos y estaban ya a tiro de piedra.
 
          —Éstos son un grupo de rezagados, no les dejemos unirse al grueso de ejército ¡A por ellos! —gritó el joven Guezala, desde lo alto del caballo.
 
         —Que esos diablos van armados de mosquetes y nosotros de rozaderas y garrotes, que nos van a matar —decía un labriego, aferrado al apero de labranza, que de la era se trajo, como única defensa.
 
         —Los ingleses han hecho fuego, llevan el arma descargada, ahora son lanzas los fusiles, y espadas nuestras rozaderas. ¡No podemos dejarles pasar, porque sí! ¿Dónde queda nuestro honor y nuestro orgullo y nuestra honra? —arengaba Guezala, crecido ante la adversidad, enardecido por un valor que ni él mismo había creído poseer.
 
         —Me esperan mi María y mi hijo y mi padre —decía Melquíades—. ¡Qué yo ya cumplí en el muelle, y tengo sola a la familia, me cago en la leche! —añadía, confuso, enrabietado, cabreado aún más al ver tan cerca al invasor que había roto la paz de su pueblo, llegándose a su tierra con malas intenciones.
 
        —¡A por ellos, cojones! —gritó Guezala, clavando espuelas en los ijares de su viejo Rocinante, desenvainando y blandiendo sobre la cabeza la espada oxidada, cual aspas de molino, de aquellos al sur del pueblo—. ¡Por la madre que me parió, a por ellos! ¡Vivaaa España! —ya gritaba al galope tendido, ¡vivaz caballería!
 
          —¡La leche que me dieron! ¡A por ellos, puñeta! No dejemos solo a ese loco, que tiene más “güevos” que toos juntos, —exclamó Melquíades, pensando en su María a punto de darle su segundo hijo, ya avanzando contra el enemigo, a pasos de gigante, aferrando el martillo cual arma medieval, con la fuerza brutal que al brazo da el oficio de herrero.
 
          Gritaba Guezala, y detrás gritaban el herrero y los de las Milicias, todos a una, todos descalzos, todos hombres sencillos, todos paisanos, todos compatriotas, todos padres de familia, hijos, hermanos, maridos, y hasta abuelos, que más de uno había en aquel ejército improvisado, a las órdenes de un muchacho, cual Gran Capitán que en las venas llevaba el liderazgo. Un ejército de campesinos que a perder la vida, ¡puñeta!, estaban dispuestos, cuando fueron advertidos de que era la honra y la propia dignidad lo que en esas calles se jugaban. 
 
          El choque contra los ingleses fue brutal. La lucha despiadada, a golpes de garrote y estocadas de rozaderas tinerfeñas contra la experta esgrima de fusil de los ingleses, cuando no a patadas y mordiscos. Duros de pelar eran los agrestes, que el arado y el rastrillo encallece las manos y la espalda, el alma y la vida, y quien defiende la propia saca fuerzas de flaqueza y hace de tripas corazón, y si de súbito, como allí ocurría, le suma al fragor del combate el recuerdo de la madre o de la esposa o del hijo o los de todos a la vez, le pierde el respeto al miedo y a por todas va. “¡Cabrón invasor, que no me arruinas tú la vida, ni la propia ni la de los míos, que son la misma!”, se decían los de La Orotava, los de La Laguna, los de Güímar y Garachico; todos se decían lo mismo. Y los pies se bañaban en sangre, más británica que española, cuando llegaban los del Batallón de Infantería de Canarias, refuerzos de milicias, y algunos franceses que gritaban más que nadie. Sólo les quedó a los ingleses tirar las armas y alzar los brazos, si morir allí mismo no querían. Y no quisieron, porque alzaron los brazos, en esa calle y en otros lugares de Santa Cruz. 
 
 
          En el Theseus, hacía dos horas que el cirujano había amputado el brazo derecho del contralmirante Nelson, que a la altura del codo fue destrozado por la metralla del  cañón que barrió la playa santacrucera durante todo el intento de desembarco. Su hijastro, el teniente Nesbitt, cuya providencial intervención salvó su vida, le informaba de la destrucción total por la artillería española de la última expedición de desembarco enviada. “No era certera la información que yo tenía sobre la defensa de esta plaza…”, pensaba el marino inglés, con más dolor en el alma que en el muñón que le había quedado en el brazo, y eso que aquello era dolor. Fue esa la última vez que con la diestra empuñó la espada, hacía unas horas, sobre la lancha de desembarco, en la orilla de la playa, a punto de pisar tierra que creía conquistada. A solas, entre la amargura y la atroz mordida que sentía en el muñón, lloró Nelson su osadía y su arrogancia: la derrota infringida por un viejo y sabio General español.
 
 
          —¡Se han rendido los ingleses!, que están todos en el convento de Santo Domingo —decían a voces de júbilo un grupo de aguadoras, entre ellas Segismunda, que buscaba en la plaza de la Pila a su amado Juan Diego, soldado del Batallón.
 
          —Mi valiente aguadora —le decía Juan Diego a Segismunda, al encontrarse ambos frente al castillo, como tantos otros chicharreros, tinerfeños, canarios y españoles de muchos otros rincones, que juntos habían luchado—. Eres mi heroína, amor mío —le decía abrazado a ella, besándola en los labios, en la frente, en los ojos—. Y todas las aguadoras de Santa Cruz, que os habéis jugado la vida, todas sois unas heroínas —clamaba, señalando a las mujeres abnegadas—. ¡Que aún tengo en la boca el frescor del agua que me distéis! —se refería el soldado al día 22, cuando las aguadoras subieron a la cumbre llevando agua y alimentos a los defensores que, bajo un sol de justicia, allí frenaban el avance enemigo, que pretendía atravesar Valleseco desde la Mesa del Ramonal—. Me siento feliz por la victoria, y por verte, Segismunda, amor de mi vida, y triste —decía llorando como un hombre—, porque en mis brazos se fue para siempre mi amigo Antonio Miguel, de un disparo inglés. Así es la guerra, mi valiente heroína.
 
          —¡Se ha firmado la capitulación! —gritó un paisano.
 
          En efecto se había firmado, en el despacho del Gobernador y Capitán General de las Canarias, en el Castillo Principal. Y así decía el documento:
 
                    “Santa Cruz, 25 de julio de 1797
 
                Las Tropas pertenecientes a S.M. Británica serán embarcadas con todas sus armas de toda especie, y llevarán sus botes si se han salvado, y se les franquearán los demás que se necesiten, en consideración de lo cual se obligan por su parte a que no molestarán al pueblo de modo alguno los navíos de la Escuadra Británica que están delante de él, ni a ninguna de las Islas en las Canarias, y los prisioneros se devolverán de ambas partes.
 
                   Dado bajo mi firma y sobre mi palabra de honor.   Samuel Hood
 
                  Ratificado por T. Trowbridge Comandante de las tropas Británicas
 
                  Dn. Antonio Gutiérrez”
 
          —¡Se ha vencido al invasor en un combate desigual; una Gesta gloriosa, que como tal celebrarán las futuras generaciones! —concluía Gutiérrez, viendo al pueblo congregarse frente a las puertas del Castillo.
 
          Ya no era el fulgor de los cañones de bronce haciendo fuego al enemigo, entonces era el tañido del bronce de las campanas de iglesias y conventos el clamor que inundaba la atmosfera santacrucera, cantando odas de victoria.
 
 
          A la carrera llegó Melquíades a la casa, con sangre inglesa en pantalones y camisa, la cabeza caliente y el corazón en un puño; angustiado por el avanzado estado de gestación de María. Se alarmó al encontrar en la casa a unas vecinas, que le cortaron el paso al tratar de entrar a la alcoba. 
 
          —¿Qué pasa? ¡María, mi vida! ¿Está bien mi esposa?, -preguntaba a gritos, casi zarandeando a una de ellas.
 
          Ni al padre ni al hijo atendía el herrero, que sólo quería saber qué le pasaba a su mujer. “Serénate, Melquíades, ella está bien, es sólo que…”, le decía la buena mujer, cuando entre el tañido de campanas, se oyó, con el ímpetu de un milagro, el agudo llanto de la recién nacida. 
 
- - - - - - - - - - - - - - - - - - - -