Con el alma en vilo (Relatos - 9)

 
Por Jesús Villanueva Jiménez (Publicado en La Opinión el 20 de julio de 2014).
 
 
 
          Una cabezada más daba el centinela en la plataforma alta del Castillo de Paso Alto, que apoyaba la espalda sobre uno de los ocho cañones que apuntaban al Atlántico. Volvía a abrir los ojos en lucha titánica contra el sueño. Al instante, una vez más, se le caía la cabeza hacia adelante, cual muñeco de trapo. Ah, el sosiego inundaba su ser. Qué placer. Paseaba con la mujer de sus sueños… Sueños… Entonces oyó un grito de mujer, y no era la mujer de sus sueños… “¡Puñeta, me quedé dormido!”, pensó dando un respingo. Abrió los ojos, tanto como los de un cherne arrancado de las profundidades. Ciertamente una mujer gritaba. 
 
          —¡El enemigo, el enemigo, que nos ataca! ¡Que nos ataca el enemigo! —repetía sin cesar.
 
          Era una campesina que de San Andrés se llegaba hasta Santa Cruz, ese amanecer del 22 de julio de 1797, para vender una piña de plátanos en el mercadillo que se montaba los sábados en la plaza de la Pila. Se desgañitaba la buena agreste, alertando de la multitud de lanchas acercándose a tierra, que había descubierto sobre las aguas enrojecidas por el sol naciente, aún estando la atmósfera en penumbras. 
 
          El soldado miró al mar y comprobó que bien decía verdad la mujer. Corrió al cuerpo de guardia dando la voz de alarma. De inmediato, se hicieron tres disparos de cañón, que alertarían a los mandos en el Castillo Principal y a la población, además de advertir a los ingleses de que se les esperaba con los brazos abiertos. 
 
          Un bote dio el General Gutiérrez sobre el diván —que había hecho traer de su casa al despacho en el Castillo de San Cristóbal—, en el que dormía desde que el miércoles 19 se avistara la flota enemiga desde la atalaya de Anaga. El Comandante General de las Canarias se restregó los ojos con los dedos, se calzó y se ciñó el cinturón, y, con el catalejo en la zurda y la pistola en la diestra, se dirigió, todo lo deprisa que sus huesos viejos le permitieron, a las almenas del castillo. Dos cañonazos más se dieron desde Paso Alto y las campanas de iglesias y conventos comenzaron a repicar, atravesando su agudo sonido las calles y plazas del pueblo, de uno a otro lado. Al poco, toda la Plana Mayor se presentaba en el Castillo, todos con espada y pistola al cinto, todos dispuestos a batirse con el invasor.
 
          El Alcalde Real, don Domingo Vicente Marrero Ferrera, que ya a esas horas tempranas tomaba café en la salita de su casa, casi se echa encima el humeante líquido oscuro, al escucharse el primer cañonazo reventar la tensa calma silenciosa, justo al acercarse la taza a los labios. “¡Madre de Dios, ya están aquí!”, exclamó al oír el segundo y tercero. De inmediato dejó sobre la mesa la taza y partió a paso ligero hacia el Castillo Principal. “Ha llegado la hora; qué Dios nos proteja y la Virgen de Candelaria nos eche una manita, que falta nos va a hacer”, se decía el vigoroso y vehemente regidor.
 
          Carmita casi se cae de la cama cuando el estruendo del cañón la sacó del letargo en el que estaba, luego de una noche sin apenas pegar ojo. Dos más se oyeron, cuando  Segismunda —que se quedaba a dormir en casa de la posadera, desde que su madre marchó a Icod a cuidar de la hermana parturienta— irrumpió en el dormitorio de la amiga, dando gritos: “¡Ay, que ya están aquí los ingleses; ayyy, que ya están aquí esos bárbaros! ¡Ay, mi Juan Diego!”
 
          El herrero Melquiades abrazaba a su esposa, que a poco estaba de dar a luz su segundo hijo. El padre y el hijo del herrero asomaron la cara de poema al cuarto del matrimonio.
 
          —Sabíamos que vendrían los ingleses de un momento a otro, y ha llegado el momento —decía Melquiades, sorprendentemente sereno, convencido, como todos, de que la escuadra de ocho buques avistada el 19 (el navío Leander, procedente de Lisboa alcanzaría a los suyos dos días después) llegaba con intención de invadir la plaza, y no para robar un barco en la rada, en toda lógica—. Y ahora los cuatro guardaremos la calma. Y guardaremos la calma, porque están los militares preparaos pa’mandar a los ingleses de regreso con la madre que los parió. Y que lo sé yo, porque lo sé y porque me lo ha dicho el teniente Grandi, que no dice nada que sepa que no deba decir; y además, que aquí estoy yo, pa’defender a mi familia, que le estropicio el alma y la vida entera al primer britis cabrón que se pase por aquí. Vamos, ¿me’explicao?
 
          —Perfectamente, amor mío —decía la esposa, abrazando al esposo, tanto como le dejaba la abultadísima barriga en cuyo interior albergaba una preciosa niña, que se llamaría como su madre, María.
 
         
          Hasta La Laguna llegaron los cañonazos, que en el silencioso amanecer, el estrépito del fuego de aquellas imponentes piezas de bronce bien lejos llegaban. En la plaza del Adelantado, frente a las Casas Consistoriales, se empezaba a congregar el pueblo, ávido de noticias de lo que ocurría en la costa. Pilar y Candelaria, ambas cogidas del brazo, pensando en sus novios —que con el Regimiento de Milicias ya se hallaban en Santa Cruz—, preguntaban angustiadas a unos y otros. Nadie sabía nada, porque aún no había llegado ningún mensajero del Castillo de San Cristóbal. Había que esperar.
 
 
          —¿Cómo están los dos tíos más cojonudos que conozco? —preguntaba, a modo de saludo afectuoso, el soldado del Batallón de Infantería de Canarias Juan Diego Villegas Morales, a sus amigos Fermín y Damián, que aguardaban en la Plaza de la Pila con el resto de campesinos del Regimiento de Milicias de La Laguna, y los de las banderas de La Habana y Cuba.
 
          —Con el alma en vilo, Juan Diego… ¡Me cago en la mar salada! —respondía Fermín, el más joven de los tres, cuando alguien anunció que llegaban los de Milicias de La Orotava.
 
          —Y yo igual, y con el garrote preparao y toda la mala leche del mundo guardadita aquí mismito —decía Damián, tocándose el pecho con la mano—. Que ahora que tengo novia, ¡me cago en’tos esos cabrones!, que no vengan a amargarnos la vida.
 
          —Oye, Juan Diego, tú que eres militar profesional y hombre de conocimientos, y  sabes de guerra y de batallas, que nosotros, labriegos analfabetos e ignorantes, más allá del arar y del trillar, poco más sabemos, ¿cómo ves la cosa? Que de todo hemos escuchado, aquí y en La Laguna y en la Vega. Que total, que aquí ya estamos pa’ lo que sea, para rompernos la cara y el espinazo con esos malnacios que vienen a violentarnos, y como aquí estamos, al menos que sepamos si llevamos la de ganar o las de perder —preguntaba Fermín, que concluía—: Puñeta, que me pasa como a éste, que ahora que estoy enamorao y correspondío, todo me importa más.
 
          Juan Diego agarró por las rusticas camisas a los dos labriegos, a los que quería como hermanos, los atrajo hacia sí, y pegando la cara a la de ellos, les recitó despacio, para que bien le entendieran, y con solemnidad, porque la ocasión lo precisaba:
 
          — Aquí la necesidad / no es infamia; y si es honrado, / pobre y desnudo un soldado / tiene mejor cualidad / que el más galán y lucido; / porque aquí a lo que sospecho / no adorna el vestido el pecho / que el pecho adorna al vestido —hizo Juan Diego un corto silencio, mirando al tendido que le escuchaba atento; luego siguió recitando—.  Aquí, en fin, la cortesía, / el buen trato, la verdad, / la firmeza, la lealtad, / el valor, la bizarría, / el crédito, la opinión, / la constancia, la paciencia, / la humildad y la obediencia, / fama, honor y vida son / caudal de pobres soldados; / que en buena o mala fortuna / la Milicia no es más que una / religión de hombres honrados… Y esto que acabo de deciros, mal que me pese, no es de cosecha propia, ¡qué más quisiera!, es de Félix Calderón de la Barca, que no era Quevedo, pero también escribía de puta madre; y que fue soldado y poeta, como yo, y cura, que ahí ya no llego ni creo que llegue nunca. Y vosotros, y éstos —clamó señalando a la tropa campesina de pies descalzos y almas en vilo—, ¡sois ahora soldados españoles!, que mañana o pasado, volveréis a ser labriegos, después de echar de esta nuestra tierra al invasor. Y queda contestada tu pregunta, mi buen amigo. Les vamos a dar leña hasta en el cielo de la boca. ¡Por la madre que me parió! Que aunque no parió a ningún santo, ella sí lo era.
 
         
          Ya en plena mañana luminosa, el contralmirante Nelson, comandante de la escuadra británica, observaba desde el Theseus, atónito y ofuscado, el regreso de los treinta botes con los quinientos hombres a bordo. Los capitanes Troubridge y Bowen subían al buque insignia.
 
         —Nos avistaron a media milla de tierra, contralmirante —explicaba Troubridge, jefe de la expedición de desembarco—, nos retrasó la marea contraria. Al haber fallado el factor sorpresa, decidí regresar y…
 
          —Decidió regresar, ¿a qué, Troubridge? Los descubrieron a una milla, ¿y qué, Troubridge? —bramaba, seriamente enojado Nelson—. Ahora sí que hemos tirado por la borda el factor sorpresa, señooor Troubridge, señooor Bowen.
 
          —Ya estábamos a tiro de la artillería de costa… —balbuceaba Troubridge, descompuesto, reconociendo la razón que tenía Nelson. ¡Qué torpe y sin sentido había sido su decisión!
 
          —Una hora para descansar, Troubridge —ordenaba Nelson, tenso como las jarcias, aguantándose las ganas de soltar más de un improperio ante la estupidez del subordinado—, y vuelven todos de nuevo a esa playa. ¿O es que no se da cuenta de que a más tiempo transcurrido, mejor podrán preparar la defensa los españoles?
 
 
           —Cuanto sabe Juan Diego —le decía Fermín a Damián, ya de regreso el soldado con los del Batallón—. Lleva toda la razón, ahora somos soldados. ¡Y cuán orgullosas se van a sentir nuestras novias cuando regresemos victoriosos a La Laguna!
 
          —¿Y si no es así? ¿Y si esos cabrones nos matan? —suspiraba Damián.
 
          —Puñetas, Damián, no me agües la fiesta.
 
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