Llevan los pies descalzos (Relatos - 8)

 
Por Jesús Villanueva Jiménez (Publicado en La Opinión el 13 de julio de 2014).
 
 
 
          Amanecía el domingo 16 de julio de 1797. Apuntaba un día caluroso de limpia atmósfera celeste. Fermín y Damián, jóvenes labriegos, luego de escuchar con la familia la Santa Misa en el Santuario del Santísimo Cristo de La Laguna, y saludar al hermano Vicente, fraile portero del convento franciscano de San Miguel de las Victorias –anexo al Santuario–, buen amigo él de la familia, se dirigieron hacia donde ya se reunía una veintena de campesinos. En la explanada frente al Templo, se iban congregando los varones de entre dieciséis y cincuenta años pertenecientes al Regimiento de Milicias de La Laguna. Labriegos, criados, peones, humildes artesanos y campesinos de San Cristóbal de La Laguna, Tegueste, Tejina, Valle de Guerra y caseríos del entorno –como así lo hacían los domingos programados los regimientos de La Orotava, Garachico, Granadilla y Abona–. A las nueve treinta, puntual como siempre, llegaba el sargento Raimundo Padilla, del Batallón de Infantería de Canarias, con cuatro soldados veteranos y el carro tirado por dos mulas, en cuya caja se cargaban los mosquetes, todos inhábiles para hacer fuego, pero útiles para la instrucción.
 
          –¡Venga, a formaaar! Que si nos demoramos se nos va a poner encima el sol y nos va a achicharrar el cráneo –instaba el sargento, con voz de trueno, a los trescientos hombres ya reunidos sobre la explanada polvorienta.
 
          Como siempre, aprendida la rutina, cada campesino se hacía con un fusil del carro y engrosaba a continuación la formación, un tanto desparramada, que los veteranos del Batallón iban ordenando.
 
          –¡A formar en frente de a diez¡ –gritaba un soldado, de suficiente edad como para ser abuelo.
 
          Los campesinos formaban a ojo, pues contar, lo que se dice contar, apenas un puñado de ellos sabía. Pero era buena maestra la costumbre, el repetir muchos domingos al año la misma rutina que les llevaba a completar aquel frente de a diez, a ojo de buen cubero. Después, todo era cubrirse uno tras otro, hasta concluir la formación.
 
          –Mira, Damián, nos saludan tu madre y tu hermana –le indicaba Fermín, tan amigo del alma uno del otro, que más que amigos eran hermanos–. ¿Las ves?
 
          –Ah, sí, ya las veo ¡Hola, madre, hola, Francisca¡ –devolvía Damián los saludos, a grito pelado, meneando la mano, como si hiciese años que no viese a la familia, cuando hacía un rato habían compartido banco en misa y rezado juntos el Padrenuestro–. Ahí llegan Pilar y Candelaria –señaló a las novias que se unían a otras novias, madres, esposas y hermanas de los hombres allí congregados, a punto de iniciar la instrucción militar.
 
          Mujeres jóvenes, ancianas y niñas, así como niños y ancianos, que también entretenían la mañana –más sumaba el público entusiasta que los hombres de instrucción–, a la sombra de los álamos y eucaliptos que circundaban la explanada de tierra seca; en pie o sentadas en taburetes que de casa traían, o en el suelo con las piernas cruzadas o donde podían, que todos se apañaban. Madres jóvenes con hijos en los brazos –más de uno con la boca pegada al pecho materno, que para eso eran aún niños de teta–; otras, de la mano de traviesos churumbeles que trataban de ir en busca del padre, que desde la formación saludaba y sonreía, con el gesto tan curtido como las manos endurecidas de aferrar el apero o la herramienta. Familiares orgullosos de sus hombres: padres, esposos, hijos o hermanos, que en defensa de la Patria ofrecían su descanso a la instrucción dominical. La Patria que lo era todo, porque es la Patria la familia, la fundada o en la nacida, el hijo nacido y por nacer, la esposa y la madre; la tierra que labraban y de la que comían, aun siendo un jornal de subsistencia, ¡y gracias!, por el que se doblaba la espalda de sol a sol; el idioma compartido en el que se daba la palabra; las arraigadas tradiciones que, de boca en boca, generación tras generación sobrevivían; el Santo Cristo de La Laguna y la Virgen de Candelaria, y la del pueblo de cada cual, que todas son la misma Madre de Dios, pero la de mi pueblo es la mejor y la más guapa; y el amigo, el compatriota, el paisano que hombro con hombro, en la era abría la tierra y esparcía en ella la semilla, el mismo paisano que, llegado el momento, sacaría de las entrañas la fuerza y el coraje para batirse con el invasor.
 
          –¡La vida del inglés, pardiez, antes que la nuestra, puñeta, de todas todas! ¡Por eso estamos aquí! –arengaba Padilla, que ante los campesinos se sentía coronel, que sentirse general ya le daba apuro hasta pensarlo.
 
          Pilar saludaba de lejos a Fermín, y él a ella, enamorado como un becerro. Candelaria a su vez saludaba a Damián, y éste devolvía el saludo, sonriendo de medio lado.
 
          –¡Ya está bien de tantos saluditos, atención a la instrucción, que ahora sois soldados, puñeta! ¡A cubrirse, arrr! –bramaba el sargento.
 
          Diez minutos de ¡derecha, izquierda, derecha! y ¡fusil al hombro, arrr! Luego, divididos en cuatro grupos, los soldados explicaban una vez más, de otras tantas de domingos al sol, cómo se cargaba el mosquete, cómo se apuntaba y disparaba el arma, vieja, e inofensiva a menos que se aferrara a modo de cachiporra medieval. Repetían los milicianos las instrucciones de los veteranos del Batallón, haciendo fuego de mentira contra un enemigo imaginario. Por último, todos a formar de nuevo.
 
          –A la orden de usía, mi coronel –saludó el sargento al coronel del Regimiento de Milicias de La Laguna, don Fernando del Hoyo Solórzano, Conde de Sietefuentes, que impecablemente uniformado hacía acto de presencia.
 
          Era don Fernando un hombre querido y respetado por todos, amable y cordial, patriota y profundamente católico. "Hace calor para estar al sol", pensaba don Fernando, que al sol aguantaría, junto al sargento, hasta el término de la instrucción.
 
          –Estamos terminando, mi coronel –informaba Padilla, que tenía la virtud de leer el pensamiento del señor Conde y hasta el de sus mandos del Batallón, que las entendederas de sus soldados las adivinaba antes de ser paridas–. Sólo queda desfilar con fusil al hombro, que es lo que más gusta al público –decía riendo–. Dos vueltas a la plaza y a casa con la familia– concluía, cuadrado como el que más, que en las venas llevaba Padilla la milicia, aunque la suya era profesional, y él, ya de tiempo atrás, sabio soldado, por viejo y por diablo.
 
          –Como si yo no estuviera, sargento. Siga siga vuestra merced –decía el señor Conde, ajustándose el pañuelo al cuello, siempre tan respetuoso y educado con los del pueblo llano como con los de su alta alcurnia.
 
 
          A esas horas, hinchadas las velas de fresco viento, ya rasgaban las aguas del Atlántico las quillas de los navíos Theseus –donde enarbolaba su insignia el contraalmirante Horatio Nelson–, Culloden y Zealous, las fragatas Seahorse, Emerald y Terpsichore, el cúter Fox, la bombarda Rayo, y el navío Leander, que había partido de Lisboa, mientras toda la escuadra británica lo había hecho de la bahía de Cádiz, la mañana anterior. Sumaban trescientas noventa y tres cañones y dos mil hombres, entre marinería e infantes de marina, instruidos y bien armados, experimentados y curtidos en decenas de batallas, abordando barcos o tomando puertos enemigos en mares de todo el mundo.
 
          –Tengo entendido que gozan las Canarias de buen clima todo el años, de buen vino y bellas mujeres –le decía Nelson al capitán Ralph Willett Miller, comandante del buque, mientras observaba el navegar del resto de la flota, desde la toldilla, a pocos pasos del timonel.
 
          –Eso mismo tengo yo entendido, señor –respondía el otro, mientras buscaba algo en el bolsillo de la oscura casaca.
 
         –Buena travesía parece que tendremos –decía de nuevo Nelson, ajustándose el bicornio, luego de rascarse la cabeza bajo la peluca blanca.
 
         –Eso parece, señor –respondía Miller, que seguía hurgando en los bolsillos de la casaca.
 
          De súbito, Nelson cerró el puño de la diestra y golpeó con él tres veces la baranda sobre la que se apoyaba.
 
          –¡Qué poco nos queda, Miller, qué poco para hacernos ricos y alcanzar la más alta Gloria! –exclamó el contraalmirante, exultante, para de inmediato serenarse y seguir observando el navegar de la potente escuadra que comandaba.
 
 
         En La Laguna, el Regimiento de Milicias desfilaba dando una última vuelta a la explanada, ante los aplausos entusiastas de los familiares, que ya abandonaban la sombra de los álamos y eucaliptos, a la espera del "¡rompan filas!" y el abrazo a los hombres de la casa. Mosquete aun al hombro, unos se ajustaban los sombreros, otros se sujetaban los rústicos pantalones, caídos al aflojarse el nudo de la soga, que, a falta de cinturón, cubría el expediente.
 
          –¡Que se oigan más esos pasos, puñeta! Un, dos, un, dos ¡Con más ardor, jolines! voceó Padilla, antes de dar el "¡alto, arrr!" y "¡rompan filas, arrr!".
 
         –No se empeñe en lo imposible, sargento, hombre de Dios – dijo el Conde de Sietefuentes, mirando a Padilla y luego al cielo–. ¿Cómo se van a oír más fuerte los pasos, si todos estos hombres llevan los pies descalzos?
 
          –El entusiasmo que me puede, mi coronel –sonreía Padilla.
 
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