El mejor de los recibimientos (Relatos - 2)

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en La Opinión el 25 de mayo de 2014).
 
 
          Llegaba a casa, como cada día, después de una jornada de trabajo desigual, digna del currante que soy por cuenta propia, lo que comúnmente conocemos como autónomo; vamos, españolito de a pié dejado de la mano de Dios por esta caterva de políticos y burócratas —secuestradores del Estado—, que sin piedad nos sacan el pellejo y nos echan a los leones: la banca, sacamantecas del vulnerable ciudadano, que no del poderoso. Y venía dándole vueltas al asalto casi a mano armada —porque lo tomas o lo dejas—, que padecí en una entidad bancaria en la que mantengo una mísera cuenta. La cuestión es que solicité un documento —al que tengo todo el derecho y ellos la obligación de entregarme, y que amablemente me entregó la señorita empleada—, por cuyo trámite de cinco minutos de reloj me clavaron cien sangrantes euros. ¡Cien euros como cien puñaladas! ¿Acaso no es motivo para estar muy cabreado? ¡Indignado hasta el tuétano!
 
          En fin, volviendo al comienzo de mi relato —que no quiero terminar mal esta tarde de viernes en la que escribo estas líneas—, decía que llegaba a casa al concluir una jornada más, cuando, como cada día, asomaron entre los barrotes de la barandilla de la terraza los hocicos de mis perros. Me daban una bienvenida a la que sólo faltaban tracas y fuegos artificiales. Goliat, genio y figura, criatura de tres kilos y medio, con más pelo que carne, y mucho más listo que un buen número de sujetos a quienes tengo el disgusto de conocer. Chep, treinta y cinco kilos de puro músculo, y tonelada y media de bondad y nobleza. Y los dos guapos, pero que muy guapos. Miré hacia arriba y les saludé: “¡Hola, bandidos! ¿Habéis sido buenos?” Goliat me respondió al saludo con esa afonía de perro viejo que me recordó cómo pasa el tiempo y cuánto de éste inmisericorde ente indescriptible llevamos juntos: doce años; toda su vida. A su lado, Chep también me saludaba con su voz grave de barítono en el mejor estado de forma, meneando el rabo, el culo y medio corpachón. Los miré y contemplé en ellos la máxima expresión de lealtad y amor. Y es que cualquier buena persona —porque también los hay cafres dignos del ostracismo terrenal— que tenga o haya tenido un perro, y que haya hecho del animalito un miembro más de la familia, y, en consecuencia, disfrutado verdaderamente de todas las benignas vitales sensaciones que son capaces de aportar a tu cotidiana existencia, sabe a cuántas cosas me refiero.
 
          El caso es que abrí la puerta de casa, como cada día, y atravesé el umbral, como cada día, y di un paso adelante, como cada día, y como cada día llegaban Goliat y Chep a la carrera, atropellándose uno con otro para llegar el primero, recibiéndome como si hiciese un siglo que no nos viéramos; como si algo muy grande me debieran, cuando yo soy quien les debe tanto. Y allí, junto a la puerta daban saltos y más saltos de alegría; revoloteos en torno a mí; meneando el rabo como remolinos; dándome lametones cual besos de su cánida naturaleza. Me agaché y los abracé y les di media docenita de sonoros besos, en este caso de mi humana naturaleza. Luego me miraron con ojos de gato de dibujos animados, con la expresión del animalito del Señor que, sin saberlo pero sí intuyéndolo, tiene su vida en tus manos. Al rato, la terapia perruna de mis peludos compañeros de viaje había encerrado en algún lugar de mi testa temperamental el motivo de mi desdicha de ese día. 
 
          Por cierto, tú, que ahora lees estas líneas; sí, tú que ya haces planes para el verano y resulta que, mira por dónde, parece que te estorba el perro y te has planteado —quizá, es posible, por qué no, total qué más da— darle un paseo de ida sin retorno. Tú, que crees que tu fiel animalito no es más que un bicho que ni siente ni padece, o lo que es peor, te da igual que te da lo mismo. Tú, que pasas por un buen ciudadano padre de familia o madre de familia o lo que seas; tú que estás en esa tesitura, no lo hagas, porque de hacerlo, arrancarás el corazón a tu más leal amigo y lo habrás condenado a morir de inanición o atropellado en alguna carretera, y tú, en ese instante, te habrás convertido en un canalla, en una escoria abyecta. Porque aunque te mires al espejo y te veas tan guapo y repeinado como antes de tu felonía, ahora no eres más que un ser despreciable. 
 
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