Tambores, pitos y clarines (Retales de la Historia - 108)

Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 12 de mayo de 2013).

  

          Un auténtico ambiente militar no es concebible sin los instrumentos sonoros o musicales que siempre le acompañan. Pueden ser los propios de las bandas de música para las solemnes ocasiones que manda la ordenanza o el protocolo, o el redoblar del tambor que marca el paso, o el corneta o clarín que transmite las órdenes, o el simple pito de señales. Su origen se remonta a las más antiguas tradiciones y todos los cuerpos y unidades más o menos organizadas han tenido a gala su uso a través de los tiempos. También los organismos civiles recurren a este sistema como reclamo o llamada de convocatoria vecinal o para solemnizar determinados actos.

          En Tenerife la primera cita más ostensible corresponde, como no podía ser menos, al máximo órgano insular, cuando en 1753 los regidores bajan de La Laguna a Santa Cruz para recibir al nuevo corregidor de la Isla, Juan Núñez de Arce, y forma parte de la comitiva el clarinero del Cabildo. Todavía Santa Cruz no tenía ayuntamiento propio, pero ya los alcaldes reales publicaban sus bandos de buen gobierno y se fijaban al público en la puerta de la parroquia y en la plaza principal de la Pila a toque de tambor y pífano, que no sabemos de dónde los sacarían.  Y lo decimos porque cuando en febrero de 1798 el general Gutiérrez presenta al alcalde José de Zárate el escrito firmado por Gaspar de Jovellanos, con la R. O. fechada en San Lorenzo el 27 de noviembre anterior, con las concesiones de villazgo, títulos y escudo de armas para Santa Cruz de Santiago, se acuerda hacer tres noches de luminarias y “que se anuncie al público por bando, para el cual se le suplique a S. E. se sirva conceder un tambor y pífano y se fixen carteles pª que llegue a noticia de todos”.

          Tiene lugar la invasión napoleónica en la Península y en 1809 la Junta Suprema, instalada en La Laguna, traslada al alcalde de Santa Cruz las instrucciones recibidas de la Junta Central para la creación de las Milicias Honradas, que el alcalde Nicolás González Sopranis fija en la plaza principal “con un piquete de Granaderos y banda de tambores”. Cuando en 1820 las llamadas Milicias Honradas ya habían desaparecido por propia consunción y se transforman en Milicias Nacionales, lo primero que hacen sus mandos es pedir armamento, uniformes y tambores. Como esto último no fue atendido de inmediato, a los pocos meses se insiste en pedir “al menos un tambor y un pito para los ejercicios doctrinales” y, al carecerse de fondos, se acuerda pagarlos del arbitrio municipal sobre el derecho de aguada a los barcos. El gasto, de 120 reales, parecía considerable, por lo que se consultó con el comandante de la Milicia, José Crosa, el sueldo que debía asignarse a los pitos y tambores y resultó que había que elevarlos, por lo que hubo que recurrir a los fondos de la Recova a título de reintegro, se decía. Durante años los tambores de la Milicia Nacional se desgañitaban reclamando se les pagaran los atrasos, pero el ayuntamiento estimaba que para el trabajo que tenían ya cobraban bastante. Más de una vez amenazaron con marcharse, hasta que en 1839 se encontró la solución encargándoles el cobro de las cuotas de los que estaban exceptuados del servicio, para pagar los salarios con lo recaudado.

          La corporación municipal también quería música y en 1832 pidió se le dotara de un clarinero con la obligación de asistir a las salidas cuando lo hiciera “en cuerpo”. Pero como no había dinero ni para el tambor ni para el clarín, todo siguió igual, y el regidor Matías del Castillo propuso que se llevara una campana para que sonara mientras se fijaban los bandos. Transcurridos cinco años es cuando hay constancia de la compra de un tambor para publicar los bandos, y pasan otros tres años hasta que se nombra clarinero municipal a Gabriel Abreu, que a la vez era cabo de policía.

          Por fin, ya teníamos clarinero, pero ¡oh, sorpresa!, entonces se cae en la cuenta de que lo que no había era clarín. Aquí no se conseguía y fue necesario pedirlo a la Península. Por fin, el 23 de enero de 1841, el capitán del místico Buen Mozo trajo de Cádiz por encargo municipal el ansiado instrumento y, naturalmente, hubo que pagarle los 200 reales que había costado. No se sabe de dónde salió este importe, pero lo más probable es que lo adelantara el alcalde José Calzadilla o por prorrateo entre los concejales. Así se hacían las cosas entonces. Pero el clarín, sin más, no era suficiente para el prestigio y adorno que la corporación requería y se hicieron gestiones para dotarlo de la correspondiente banderola, que se ofreció a bordar gratuitamente la señora doña María Dolores Torres de Cordero, a la que se le agradeció de oficio.

          Apenas había transcurrido un año cuando el clarinero pidió aumento de sueldo por la publicación de los bandos. Al salir para la función de la Concepción el alcalde lo pagó de su bolsillo y pidió que se le reintegrara.

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