Santa Cruz: Apuntes históricos sobre la enfermedad y la supervivencia

A cargo de Luis Cola Benítez  (Pronunciada en la Sala de Conferencias de la Mutua Canaria de Accidentes, Casa Elder, de Santa Cruz de Tenerife, el 21 de marzo de 2013).

 

          Muchos de los vecinos de Santa Cruz desconocen o no tienen muy claro el porqué de su nombre y de los títulos que le acompañan. Tal vez exagero al referirme también a su nombre, puesto que en realidad serán pocos los que no sepan que fue bautizada en 1494 por el capitán de las tropas españolas que iniciaban  la conquista de la Isla. Es tradición que plantó una cruz de madera en la pedregosa playa en que había desembarcado, en un paraje de Anaga que los guanches llamaban Añazo, e impuso al lugar el nombre de puerto de la Santa Cruz.

          Como es sabido, la capital se estableció en La Laguna y, con el paso del tiempo, el poblado que  en la costa se había formado al amparo del movimiento de los barcos que portaban mercancías y personas, fue conocido como Lugar y Puerto de Santa Cruz de Añazo. Más tarde, en documentos oficiales y notariales se le suele denominar "villa", título nacido espontáneamente, que también de forma espontánea, sin que se sepa a ciencia cierta la razón, dejó de atribuírsele. Continuó siendo barrio marinero de La Laguna hasta principios del pasado siglo, en que le fue concedido el título de Villa exenta con jurisdicción propia.

          Fue en 1803 cuando aquí se conoció de forma oficial la concesión del título de Villa. El Lugar pasó entonces a denominarse Muy Leal, Noble e Invicta Villa, Puerto y Plaza de Santa Cruz de Santiago de Tenerife. Los títulos otorgados eran consecuencia, no sólo de la sonada victoria lograda sobre las fuerzas inglesas mandadas por Nelson el día de Santiago de 1797, sino también por haber rechazado valerosamente los ataques anteriores de  Blake en 1657 y Jennings en 1706. Estas tres victorias están representadas en su escudo por tres cabezas de león. Como acertadamente hace ver el Profesor Cioranescu, cronista oficial y máximo historiador de nuestra ciudad, Santa Cruz es la única capital española que jamás ha sido conquistada.

          Santa Cruz posee otro título, poco conocido e incluso olvidado por muchos. Es el título de Fiel, que le fue otorgado por la Junta Suprema de Canarias, que se erigió como máxima autoridad ante el vacío de poder a que dio lugar la invasión napoleónica de 1808 en la España peninsular. Así se reconocía su fidelidad a la monarquía y a la colaboración de su pueblo, desde el primer momento, con la mencionada Junta y cuanto ella representaba.

          En 1859 accedió al título de Ciudad y, por último, con motivo del valeroso y ejemplar comportamiento de toda su población en la epidemia de cólera de 1893, el gobierno le concedió la Cruz de Primera Clase de la Orden Civil de Beneficiencia, con el título de Muy Benéfica.

          Actualmente, por tanto, a este sufrido pueblo se le reconoce como la MUY LEAL, NOBLE, INVICTA, FIEL Y MUY BENÉFICA CIUDAD DE SANTA CRUZ DE SANTIAGO DE TENERIFE.

          Tan rimbombante nombre, ganado -es cierto- en buena lid, y del que los santacruceros indudablemente debemos sentirnos orgullosos, podría inducir a pensar a alguno que se encuentra ante un pueblo envanecido y ensoberbecido por su historia; y nada más lejos de la realidad. Santa Cruz es consciente de que se ha forjado, a lo largo de sus cinco siglos de vida, a golpe de ola, a salto de barranco y a mazazo de infortunio y sacrificio. Y cualquier persona que conozca algo de su idiosincrasia y del espíritu que le anima, que le ha impulsado a luchar esforzadamente contra toda clase de inconvenientes sin egocentrismos, sin fobias y sin exclusiones, sabe que ni los timbres de su escudo, ni las glorias de su pasado, se le han subido a la cabeza.

          A golpe de ola, dije, porque el mar le ha marcado de forma indeleble. Fue “puerta”de la isla antes que puerto y villa, y por esa puerta se encauzó desde los primeros tiempos de su existencia todo lo que el resto de Tenerife precisaba para subsistir, jugando aquella playa durante muchos años un papel más de pasillo canalizador que de asentamiento urbano. Por el puerto luchó, trabajó, creció y se fue forjando, muchas veces sin pensar en su propio beneficio, hasta el punto de que no está todavía claro si ha sido más importante en su devenir su obligación o su vocación de servicio, lo que en muchos casos se ha prolongado en el tiempo.

          A salto de  barranco,  porque la ladera en la que se asienta,  contenía tal cantidad de ellos  -hoy la mayoría cubiertos por el asfalto-, que, pasados los primeros tiempos en que sus condiciones naturales fueron aprovechables, le crearon innumerables y gravísimos problemas para su crecimiento y expansión. Puede decirse que hasta finales del siglo pasado, sin medios económicos, materiales ni técnicos para salvarlos, estos accidentes topográficos representaban tales inconvenientes para la ciudad, que en muchas ocasiones llegaron a frenar sus más elementales necesidades.

          Por último, a mazazo de nfortunio. Este es un aspecto muy poco conocido o, al menos, muy poco tomado en cuenta por las propias gentes de Santa Cruz. Creo que pocas ciudades de nuestro modelo cultural y social, de similar  entidad y de tan corta vida -pues cinco siglos apenas representan la adolescencia de una urbe-, han padecido tal cantidad de asaltos,  calamidades e invasiones epidémicas, o han sufrido con tanta intensidad por los inevitables temores y zozo¬bras de su cercana y amenazadora presencia.

          Y de este aspecto de nuestra historia, con el permiso de ustedes, pretendo hablarles, sin ánimo de recrearnos en las desgracias y calamidades. Bien al contrario, pienso que es bueno para los santacruceros conocer este aspecto duro y agrio de su pasado, que ha curtido y enriquecido el espíritu de la comunidad a través del tiempo. El hecho de haber sido capaz de superar estos dolorosos trances, en lucha denodada, y haber vencido las más de las veces sobre ellos, ha fortalecido la convivencia y ha puesto de relieve una forma de ser solidaria, unos sentimientos benéficos hacia los menos favorecidos, que posiblemente constituyan las más profundas raíces de su reconocida hidalguía y de  su espíritu liberal y acogedor.

          En las primeras décadas de su vida, Santa Cruz no era más que un pequeño poblado junto al mar, que había nacido cerca de la desembocadura del barranco de Santos, y que cubría una estrecha franja costera que iba desde el antiguo barrio del Cabo hasta, aproximadamente, el actual edificio de Correos. Aquí, en este último lugar, se encontraba una pequeña ensenada, la Caleta de Blas Díaz, que durante bastante tiempo sirvió de embarcadero principal. Y, desde La Laguna, los regidores de la Isla ejercían su tutela sobre cuantos asuntos concernían al incipiente puerto.

          En estas circunstancias, es en 1506 -Santa Cruz apenas cumplía diez años- cuando llegan noticias de que en Castilla y Portugal se padece la temible enfermedad de la peste, por lo que se intentan tomar medidas para evitar un posible contagio, dado el forzoso e imprescindible tráfico que se sostenía con los puertos peninsulares.

          Hoy, casi en el siglo XXI, es muy difícil para nosotros imaginarnos lo que aquella enfermedad de la peste podía representar para una pequeña comunidad de principios del XVI. En Europa había causado en tiempos anteriores millones de muertes y hubo países que perdieron la tercera parte y aún cerca de la mitad de su población. Ciudades enteras quedaban aisladas y abandonadas a su triste suerte, se cortaban todas las comunicaciones, no llegaban suministros ni ayudas de ninguna clase y, al desconocerse el origen y la profilaxis de la enfermedad, no había otra cosa que hacer que esperar a que el mal pasara, entre rogativas y plegarias, en medio de un sentimiento de impotencia total.

          Pronto la enfermedad se acercó a Santa Cruz, que nada podía hacer para evitar su llegada. El Cabildo lagunero comenzó a tomar medidas, más encaminadas a evitar un posible desabastecimiento, que a prevenir el contagio. ¿Qué otra cosa podía hacerse en una comunidad carente de las cosas más imprescindibles, de metales para las herramientas, de tejidos para los vestidos, de cal para la construcción, sin contar las subsistencias? Por ello, por los forzosos contactos que se mantenían con el exterior, pronto la peste se enseñoreó de Santa Cruz y La Laguna.

          Entonces el Cabildo ordenó que no se admitieran barcos en el puerto, cuando ya la enfermedad estaba de puertas adentro, y los enfermos que pudieron localizarse se enviaron a los valles de San Andrés y del Bufadero, alegando que allí los aires eran más sanos, y así lo único que se logró fue extender el contagio. A pesar de las penas de azotes o destierro con las que se amenazaba a los transgresores, continuaron llegando barcos de las islas de Canaria y Madeira y de los puertos peninsulares, donde la mortandad era enorme.

          La epidemia duró un par de años en Tenerife y aún se alargó más en las otras islas, por lo que las medidas de prevención se prolongaron varios más. Por este motivo, fue en 1512 cuando se estableció el primer lazareto de que se tiene noticia en unas cuevas de Puerto Caballos, al Sur de Santa Cruz. Allí se internaba a los pocos viajeros que llegaban. Si con el paso del tiempo se evidenciaba que no venían enfermos -es decir, si sobrevivían- se les franqueaba el paso. Así debía ser, al menos en teoría, puesto que hay evidencias de numerosas transgresiones de esta norma, en las que no era el motivo de menos peso la categoría o estatus social del recién llegado.

          De todas formas, la prohibiciones debieron dar muy poco resultado, como lo demuestra el hecho de que durante meses, incluso años, el Cabildo se veía obligado a recordarlas una y otra vez, a veces con intervalos de sólo unos días o semanas, señal evidente de su ineficacia. No obstante, se sabe de una ocasión en que se aplicó un castigo que pretendía ser ejemplar, aunque hoy nos resulte bastante esperpéntico, acontecimiento que con un poco de imaginación podría haber servido de inspiración para un aguafuerte de Goya. El hecho no ocurrió en Santa Cruz, sino en La Orotava, pero nos sirve de ejemplo de las conductas entonces al uso. Allí se había descubierto que unos portugueses llegados clandestinamente de Madeira, habían dado al pregonero del lugar unas ropas para su venta. Algunos fueron apresados, pero dos de ellos se refugiaron en un casucho de la playa del Burgao. El Cabildo ordenó que la casa fuera quemada, y que el alcalde y alguacil reembarcaran a los sujetos en cuestión, que debían ser llevados hasta el puerto desnudos sobre sendos asnos, recibiendo por todo el camino cien azotes cada uno. No sabemos si el castigo sirvió de escarmiento para otros, pero de lo que no cabe duda es de que el pueblo lo pasaría en grande con tal inusual espectáculo.

          Entretanto, Santa Cruz se debatía en una miseria casi absoluta, en la que la falta de subsistencias de todo tipo llegaba a extremos inauditos. Llegó a darse el caso de que, el Cabildo, intentando que el aislamiento fuera total, ordenase a las autoridades del puerto disparar la artillería contra cualquier nave, carabelón o lancha que tratara de acercarse, pero la orden no se pudo cumplir porque la escasez de todo era tal que no se disponía ni de pólvora para los cañones. Fueron más de cincuenta años en que la población se vio acosada por el temor a nuevos contagios, por la escasez y el hambre.

          La más grave embestida de esta enfermedad se sufrió en 1582. Había llegado a La Laguna un nuevo gobernador, pocos días antes de la festividad de Corpus, a cuya solemnidad quiso contribuir el personaje adornando sus balcones con unos valiosos tapices que acababa de recibir de Flandes. Según es tradición, fueron estas colgaduras las portadoras de la epidemia, que causó una enorme mortandad. El Cabildo corrió a refugiarse en El Sauzal, que quedó libre del contagio, pero en La Laguna, en un descampado junto a la ermita de San Cristóbal -pues no había en las iglesias espacio para tanta fosa-, a los pocos días se habían enterrado más de 2.000 víctimas, y los historiadores calculan entre 7.000 y 9.000 los muertos sólo en la comarca de Santa Cruz, La Laguna y Tacoronte. Según Cioranescu, más de la mitad de la población de Santa Cruz y La Laguna juntas.

          Lo tremendo era que bien poco podía hacerse. Se trajo en rogativa a la Virgen de Candelaria a La Laguna y se nombró santo intercesor a San Juan Bautista y, como no podía llevarse tanta gente a la iglesia, se llevó la iglesia a donde estaban los muertos, al Llano de los Molinos, y este fue el origen de la lagunera ermita de San Juan, junto a su antiguo cementerio. Las rogativas, plegarias y penitencias duraron largo tiempo.

          Cuando la enfermedad comenzó a remitir en La Laguna, aún se padecía en Santa Cruz, por lo que no sólo se cerró su puerto, sino que -y por primera vez hay constancia de ello- se estableció un cordón de aislamiento con La Laguna, vigilado por soldados. Pero ocurría que las subsistencias tenían que llegar por el mar, y que en La Laguna se sufría escasez de todo, por lo que el Cabildo ordenó que únicamente se franqueara el paso a los comerciantes y mercaderes, y no a los enfermos y sospechosos, con lo que  bastaba ser comerciante para dejar de ser enfermo o sospechoso.

          Todavía en 1601 volvió la peste, que se ensañó especialmente con Garachico y Santa Cruz, quedando sorprendentemente a salvo en esta ocasión La Laguna, que se aisló totalmente de estas localidades. No obstante, al saberse de gentes que traspasaban la barrera, el Cabildo levantó horcas a las entradas de la población y se proclamó la pena de muerte para los infractores. No se conoce el número de víctimas que causó esta epidemia, pero sí que fue muy importante y que Santa Cruz fue de los núcleos de población más castigados.

          Aunque no hay noticias de más contagios epidémicos en este siglo, el hambre producida por las sequías y  plagas de langosta se dejó sentir en toda la isla, llegándose a apelar a comer raíces y yerbas, aún en los lugares más poblados. Se continuaba la vigilancia del puerto, pero esta vigilancia era burlada frecuentemente, ante la impotencia del Cabildo, que por falta de medios o por la categoría social de los infractores, no sabía qué hacer. Se dio el caso de que, habiendo llegado unos frailes agustinos entre los que venía el superior del convento de La Laguna, fueron recluidos en cuarentena en las cuevas de Barranco Hondo, tal y como estaba ordenado. Ante la incomodidad de aquel alojamiento, escaparon una noche y se fueron a su convento. Las autoridades, desconcertadas, no encontraron mejor solución para acallar las protestas del vecindario que castigar a los guardias.

          El siglo XVIII entró con mal pie. En 1701 un barco procedente de La Habana introdujo por primera vez en Tenerife la temida fiebre amarilla o vómito negro. Esta nueva enfermedad causó verdaderos estragos, calculándose de 6.000 a 9.000 las víctimas. Volvió a llevarse la Virgen de Candelaria a La Laguna, y no cesaron por mucho tiempo las rogativas y penitencias. Es evidente que la venerada imagen tenía que realizar verdaderos prodigios con su ignorante  aunque fervoroso pueblo, que no hacía otra cosa que dificultarle su sagrada intercesión, puesto que se continuaba enterrando a los muertos -como era costumbre- en las iglesias, donde al mismo tiempo se aglomeraban los vivos en misas y novenarios, lo que evidentemente favorecía el contagio.

          Casi al mismo tiempo que la epidemia de fiebres, se padeció una extrema sequía y agotamiento de recursos en todas las islas, muriendo de hambre muchos de los que se habían salvado de la epidemia. La escasez se acrecentó en Santa Cruz al refugiarse en ella gran número de habitantes de Chasna y otras zonas de la isla, que huían de sus hogares en busca de una siempre hipotética salvación. Por si todo lo pasado no era suficiente, en 1703 se declaró una grave epidemia de tifus exantemático, entonces conocido como "tabardillo pintado", motivada por la desnutrición y la miseria, que duró al menos dos años.

          Poco después, era la viruela la que hacía estragos en la población. A esta enfermedad tal vez no se le haya reconocido la importancia que tenía en aquel tiempo y el elevado número de víctimas que causaba. Sólo a lo largo del XVIII Santa Cruz la padeció nada menos que ocho veces, algunas de las cuales son dignas de recordarse. Por ejemplo, en 1759 se aplicó por primera vez en Tenerife y en Canarias la inoculación de la enfermedad, por un médico inglés que se encontraba en un barco de paso. En 1780, el contagio lo trajo el barco correo de España, y en menos de un mes ya se contaban más de mil atacados por el mal; sólo en Santa Cruz causó esta invasión 240 víctimas. En 1788, la intensidad de la enfermedad fue tal, que los vecinos acudieron en petición de ayuda a San Sebastián, fueron a su ermita de la calle que lleva su nombre, y lo llevaron en procesión hasta la parroquia, con lo que -dicen los viejos libros- “el mal no se adelantó mucho”. Esta parece ser la primera vez que en Santa Cruz se organizaron rogativas públicas con un santo intercesor.

          A todas estas calamidades públicas hay que añadir varios períodos de sequías extremas, junto con terribles plagas de langosta que arrasaban los pobres recursos disponibles, y cuyos efectos se arrastraban a veces durante muchísimo tiempo. Era normal que las larvas que los insectos depositaban en una primera oleada se reprodujeran en la siguiente estación calurosa, con lo que la lucha contra la plaga se arrastraba a veces durante años. En 1771 vuelve la fiebre amarilla y continúa el hambre generalizada. Poco después se repite una nueva epidemia de tabardillo pintado que duró cerca de dos años, y sólo en Santa Cruz causó unas 700 muertes.

          Estas situaciones hacían que al ser Tenerife -dentro de la pobreza generalizada- la isla de mayores recursos, la avalancha de emigrantes de las menos favorecidas y de algunas zonas del interior, creara verdaderos problemas para una población que ya tenía sus propias dificultades. No obstante, los indigentes fueron acogidos en conventos y casas particulares, y todo el que pudo, con el capitán general Miguel López Fernández de Heredia a la cabeza, contribuyó con cuanto le  fue posible. Se llegaron a distribuir hasta mil quinientas raciones diarias.

          Santa Cruz sabía estar a la altura de las circunstancias y acogía a los desheredados, a pesar de que muchos de ellos eran portadores de enfermedades que no dejaban de repercutir en la población. A pesar de tantos inconvenientes y sufrimientos el lugar crecía continuamente a la sombra del movimiento mercantil que generaba su puerto y también por el apoyo que le prestaban algunas autoridades que, todo hay que decirlo, sacaban buena tajada a dicha actividad.

          En este siglo el puerto alcanza varios logros relacionados con la sanidad, que serían  -dentro de los cortos recursos de entonces- de gran utilidad. Primero fue el Hospital de Nuestra Señora de los Desamparados, construido y dotado a mediados del siglo por dos sacerdotes ejemplares, los hermanos Logman. Luego sería el Hospital Militar, en los terrenos que hoy ocupa el edificio de Capitanía y que entonces eran las afueras de la población, construido por el general Tavalosos. Más tarde el Hospicio de San Carlos, en el barrio del Cabo, levantado también por iniciativa de otro general, el marqués de Branciforte. Por último, se logra un local adecuado para lazareto, en un edificio que estaba situado entre el castillo de San Juan y Puerto Caba¬llos, local que fue utilizado hasta este siglo, y ha sido derruido recientemente para dar paso al actual parque marítimo.

          Cuando acaba la centuria, Santa Cruz, en cuyas modestas calles resonaban aún los ecos de la victoria frente a Nelson y sus tropas, rebasa ya los 7.000 habitantes y muy pronto superará a La Laguna, de quien por muy poco tiempo más dependerá política y administrativamente.

          Comienza el siglo XIX con una nueva invasión de langosta y con escasez de alimentos, lógica secuela de la plaga, y de la sequía y las malas cosechas que se arrastraban desde la centuria anterior. También influía el hecho de que a veces pasaba un año sin que llegaran buques con suministros, debido no sólo a la epidemia que asolaba los puertos peninsulares, sino a los corsarios que infestaban las aguas de Canarias.

          En 1807 se declaró una fuerte epidemia de gripe que afectó especialmente, como solía ocurrir, a los más pobres. En general, se observó que el mejor remedio contra la enfermedad era la alimentación sana y abundante, por lo que -como nos cuenta el vizconde de Buen Paso, que por entonces residía en la Villa- la mayor parte de los contagiados lo que padecían en realidad era hambre y desnutrición.  Ante la miseria general los vecinos más pudientes se volcaron en ayudas, repartiendo personalmente limosnas y alimentos y dotando de todo lo necesario al hospital. Una vez más, según señala el mismo vizconde, la Villa dejaba constancia de su noble corazón, y añade que si la epidemia había sido considerable, la caridad de Santa Cruz fue mayor. El juicio adquiere más valor al ser emitido por un lagunero de nacimiento, a quien seguramente no cegaba la pasión por Santa Cruz.

          Y llega 1810. Hace muy poco que Santa Cruz se ha independizado de La Laguna, pero en qué condiciones es cuestión que hay que señalar. Hasta entonces, Santa Cruz no era más que un barrio lagunero que poco podía hacer con sus propios problemas. En realidad, los problemas eran más de La Laguna que suyos, pues allí estaba el centro político y decisorio. Ahora se veía con una autonomía muy bonita sobre el papel, pero sin un duro en las arcas municipales y, lo que es más grave, sin tener de dónde sacarlos al no disponer de recursos propios. Resumiendo: la primera ventaja de ser independiente consistió en que los problemas eran, por fin y de forma definitiva, totalmente suyos.

          En estas condiciones, el 11 de septiembre llegan los correos marítimos de Cádiz y traen la fiebre amarilla. Unos pasajeros distinguidos cumplimentan en su domicilio al general Ramón de Carvajal, y luego se hospedan, unos en la calle del Tigre -actual Villalba Hervás-, y otros en una fonda de la calle de San José, conocida como la de "Rita la frangolla". Y es en estos lugares donde se dan los primeros atacados por el contagio. La alarma es inmediata y gran parte de la población emprende una huída masiva hacia La Laguna y otras localidades, hasta el punto de que, de poco más de 7.000 habitantes, quedan en Santa Cruz apenas 3.000. Pero pronto La Laguna establece un cordón sanitario en La Cuesta, que impide la salida de más personas.

          La falta de medios económicos y materiales es absoluta, pero el alcalde José Víctor Domínguez se pone al frente de la situación y encabeza un verdadero movimiento ciudadano para luchar contra la epidemia, y logra gran número de aportaciones particulares de todo tipo. Se piden ayudas a La Orotava y La Laguna, se establece control de precios a las pocas subsistencias disponibles, se emprende una campaña de limpieza de la población y se hace cuanto se puede con un espíritu ejemplar. Una de las medidas adoptadas para ahorrar agua potable, fue la de lavar las ropas y regar las calles con agua del mar. Los médicos de La Laguna opinaron que esta última medida era un disparate porque ayudaría a propagar el contagio, pero los de Santa Cruz contestaron que dada la escasez de todo no podían hacer otra cosa y que más valía que bajaran a ayudar. Pero no bajaron.

          El comportamiento de los vecinos fue increíble, empezando por el general Carvajal, que permaneció en su puesto, lo que le costaría la vida a dos de sus hijos, y la de él mismo en el rebrote de la enfermedad del año siguiente. Sólo quedaron dos frailes para el auxilio espiritual de los enfermos, y hasta los particulares y los propios concejales cuidaban y daban de comer a los atacados.

          Pronto los hospitales, tanto el civil como el militar, como el hospicio de San Carlos, estuvieron al completo, y hubo que habilitar otros lugares para atender a los enfermos. Lo mismo pasó con las iglesias, en las que ya no había espacio para más enterramientos, por lo que se decidió utilizar también la ermita de Regla, lo que hizo decir a un cronista de la época, con evidente humor negro, que así morían todos "arreglados". También esta ermita resultó insuficiente, por lo que se buscó un solar en lo que entonces era un descampado fuera de la población, para poder continuar dando sepultura a los fallecidos. Y así nació nuestro antiguo cementerio de San Rafael y San Roque, primero de que dispuso Santa Cruz, y que, por cierto, hoy se encuentra en un lamentable estado de abandono y desidia, aunque parece que ya hay un proyecto para su restauración.

          La epidemia se dio por terminada el 26 de enero de 1811, aunque en septiembre se produjo un rebrote de menor intensidad. El balance fue terrible: de los 3.000 moradores que habían quedado en la villa enfermaron 2.642, de los que fallecieron 1.332; el cincuenta por ciento de los atacados.

          No pararon aquí las desgracias. Todavía arrastrando los últimos casos de fiebres, este mismo año se padeció una desoladora sequía y una nueva invasión de langosta africana, y el desarrollo poblacional se resintió de forma evidente: el censo de 1821 nos da una cifra de mil  santacruceros menos que diez años antes.

          En los años sucesivos, ante el hambre que se padecía en todas las islas, aumenta hasta límites insoportables la inmigración de habitantes de las más orientales. Llegaban en un estado lamentable de desnutrición, suciedad y miseria, lo que creaba un enorme problema a las autoridades de Santa Cruz, que apenas tenían medios para atender a los propios vecinos. Se hacía lo que buenamente se podía, asilándolos en conventos y repartiéndoles alimentos, y poco más. La mala situación se prolongó mucho tiempo, y hubo quien llegó a culpar a estos pobres desgraciados por una nueva epidemia de viruelas que se declaró en 1827, aunque quedó luego demostrado que el portador del virus había sido un buque de guerra francés.

          En esta ocasión se recurrió a la vacunación, que mucha gente no aceptaba por ignorancia o desconfianza. La falta de medios para luchar contra la enfermedad era desoladora, y los recursos médicos continuaban siendo muy elementales, por lo que, como en siglos anteriores, casi no había otra cosa que hacer que rezar y esperar a que la tragedia cesara por sí sola. Murieron entonces en Santa Cruz unas 300 personas; el veintidós por ciento de los atacados.

          Por cierto que, con motivo de esta epidemia, tuvo lugar la primera huelga laboral de que se tiene noticias en Santa Cruz o, al menos, de la que yo tengo noticias, y fue nada menos que la de los sepultureros. En los días de mayor afluencia de cadáveres al cementerio protestaron por el exceso de trabajo, hasta el punto de que se pensó en recurrir al capitán general para que facilitara algunos presidiarios que realizaran la labor. Luego, como en cualquier huelga de hoy, el problema se solucionó aumentándoles el salario.

          En las décadas siguientes toda Europa sufrió el azote del cólera morbo con una intensidad aterradora. Desde 1833 hasta el final de siglo, sólo en Madrid murieron por esta enfermedad más de 20.000 personas y, en toda la Península se alcanzaron las 800.000 víctimas. Esto hace que en Canarias se viva con el alma pendiente de un hilo; se impone cuarentena a todos los barcos que vienen de España y del extranjero, pero las autoridades centrales, por razones políticas, exigen que los buques procedentes de puertos españoles sean admitidos casi sin medidas de prevención. Esto provocará, a lo largo de toda la centuria múltiples protestas de las autoridades santacruceras y situaciones de tensión, a veces extremas, con el poder central, pero al final siempre las islas tuvieron que doblegarse a las directrices del gobierno.

          A la fiebre amarilla, la viruela, la langosta y el hambre, había que añadir un ambiente de temor, a veces auténtico pánico, ante la posibilidad de contagio. Con los naturales altibajos, según las noticias que llegaban de la evolución de la enfermedad en Europa, así se vivió en las Islas durante años y años.

          En 1846, en medio de un estado de general penuria para toda Canarias, vuelve la fiebre amarilla a Santa Cruz, esta vez de mano de una fragata procedente de La Habana. En octubre se dieron los primeros casos, pero, inexplicablemente, el gobernador civil se empeñó en ocultar la realidad. Todavía en enero del año siguiente se habla oficialmente de "algunos casos de gastroenteritis", a pesar de que era evidente la epidemia. En esta ocasión la enfermedad se mostró benigna en cuanto al número de fallecimientos, sólo 63, pero de una población de 8.719 almas, llegaron a contraer el contagio y cayeron enfermas nada menos que 7.025 personas.

          La situación del país, las malas cosechas que se arrastraban año tras año, el hambre y las enfermedades, volvieron a empujar hacia Santa Cruz a muchos habitantes de Fuerteventura y Lanzarote, no ya en busca de trabajo, sino en busca de qué comer, cuando en Tenerife mismo se pasaban necesidades extremas.

          A pesar de tantos inconvenientes, Santa Cruz demostraba una vitalidad que no parecía acorde con las situaciones que le tocaba vivir. El puerto, el movimiento mercantil, las pocas realizaciones urbanas que se iban logrando a costa, éso sí, de ímprobos esfuerzos, atraían a su término a nuevos habitantes. En 1859, cuando alcanza el título de Ciudad, el casco urbano llega a los 11.000 habitantes. La nueva Ciudad estaba formada por 338 casas altas o sobradas, 1.587 casas bajas o terreras y 50 cuevas habitadas.

          El 31 de agosto de 1862 llegó a puerto la fragata Nivaria procedente de La Habana y, como era preceptivo, quedó fondeada en la rada cumpliendo cuarentena. Al poco tiempo desembarcaron algunos tripulantes de la fragata, uno de los cuales pernoctó en casa de un conocido de la calle de San José, en la que dejó algunas ropas y efectos personales. A los pocos días murieron este vecino y varios miembros de su familia. Así se introdujo en Santa Cruz la tercera epidemia de fiebre amarilla en este siglo.

          El día 7 de octubre el gobierno civil informa que se ha presentado una enfermedad con "algunos casos sospechosos", y dos días después se reconoce que se trata de la temida fiebre amarilla. El alcalde, Luis de Miranda, toma inmediatamente medidas, dictando disposiciones para el control de precios y nombrando comisiones de higiene y atención a los vecinos y, por primera vez, se divide la población en sectores para una mejor organización de los trabajos.

          Los vecinos que podían, una vez más, pusieron a disposición del ayuntamiento sus personas y bienes, ejemplo que  también siguió la colonia de extranjeros residentes en la capital. Es de señalar, que esta colaboración se hizo casi siempre sin ánimo de ostentación y tratando de guardar el anonimato. No obstante, el pánico se adueñó de muchos y la huída masiva alcanzó el cincuenta por ciento de la población, en la que no quedaron más de 5.800 vecinos, y la paralización de todas las actividades fue total.  Se iniciaron suscripciones en toda la provincia, se solicitó ayuda al gobierno y se echó mano, también, a la aportación ciudadana que administraba el Ayuntamiento para las obras de la alameda del Príncipe. Pero la aportación de mayor cuantía -que duplicó incluso la oficial-, por un montante de 400.000 reales, llegó de la, por tantos conceptos hermana, isla de Cuba. A pesar de tantos esfuerzos la enfermedad no cedió hasta el mes de marzo del año siguiente. El saldo de víctimas fue de 540.

          No sé de qué clase de madera estaban hechos aquellos santacruceros. Tantas calamidades y tan seguidas afectarían, naturalmente, la moral de la población, pero a pesar de las dificultades, deficiencias y carencias de todo tipo, su espíritu de lucha contra la desgracia terminaba superando siempre todos los inconvenientes. No sólo el cólera era un continuo peligro al seguir haciendo estragos en la Península, sino que, a pesar de todas las precauciones, la viruela continuó ensañándose una y otra vez en la población y se repitió en 1870, 1876 y 1897. Por si fuera poco, otra tremenda época de sequía afectó a la pobre agricultura y los recursos eran mínimos. Pero la mayor amenaza era siempre el temido cólera morbo. Se había extendido desde Bombay a todo el Mediterráneo, afectó, no sólo a España y Portugal, sino a Toulon, Marsella, Italia y pronto llegó a Melilla, con lo que su frente se iba acercando. Las autoridades locales se dirigieron al gobierno haciéndole saber que las Islas preferían verse totalmente incomunicadas, antes de quedar expuestas al peligro de contagio, pero la solicitud fue denegada tajantemente.

          Santa Cruz ya llegaba a los 18.000 habitantes, pero las deficiencias sanitarias de la población y la falta de recursos para ponerles remedio eran las mismas de siempre o aún mayores. Era también la ignorancia de una población analfabeta en su inmensa mayoría, en la que la higiene era un concepto ignorado o que atañía sólo a unos pocos acomodados. Pero este mal no era exclusivo de Canarias, sino lo normal en la sociedad de entonces. Así nos lo hace ver una crónica de la prensa local. Actuaba en el teatro una compañía lírica peninsular, cuando el ayuntamiento emprende labores de desinfección en el local, de lo que se congratula el periódico porque la verdad era que hacían mucha falta estos trabajos. Y termina su crónica el periódico diciendo: “¡Si pudiera hacerse lo mismo con el personal de la compañía...!”

          Pero no era el miedo al cólera el único motivo de preocupación para los santacruceros. Al acercarnos a la última década del siglo, la difteria y el sarampión también hicieron estragos, especialmente en la población infantil. Por si fuera poco aparecieron fiebres palúdicas en los valles de San Andrés y Bufadero, debido a la malas condiciones de las aguas. En este escenario, la capital de Canarias, con casi 20.000 habitantes, se encontraba, sin saberlo, al borde de una de las mayores tragedias de sus tiempos modernos, que una vez más pondría a prueba la resistencia y capacidad de sacrificio de su pueblo.

          El otoño de 1893, dentro de las dificultades habituales, parecía que se presentaba con cierta tranquilidad. El incipiente turismo de entonces copaba las fondas y hoteles; la Sociedad Filarmónica Santa Cecilia preparaba su temporada de conciertos; en el Teatro principal también se anunciaban actuaciones de compañías de la Península. Todo parecía normal y placentero.

          El 29 de septiembre llegó el barco italiano Remo, procedente de Río Grande y de paso para Génova, que quedó fondeado frente al lazareto del barrio de Los Llanos para pasar la preceptiva cuarentena. Este barco venía con "patente sucia", pero el aislamiento a que debía ser sometido no fue lo suficientemente vigilado y algún contacto se produjo con tierra. Ello hizo que, a los pocos días, Santa Cruz resultara invadida por una pavorosa epidemia de cólera morbo-asiático que alcanzó a centenares de hogares.

          Rebasados los primeros momentos de estupor, la reacción del pueblo fue inmediata, y todos se volcaron junto a autoridades y médicos a colaborar en la lucha frente a este nuevo invasor. Parecía que Santa Cruz se rebelaba contra su nefasta suerte y, lejos de ser presa del desaliento y el desánimo, se aprestó a plantarle cara al mal y luchar contra la enfermedad con todas sus fuerzas. Los vecinos se echaron a la calle para ayudar en cuanto podían, formando parte de comisiones sanitarias de socorro y ayuda a los enfermos, desinfectando casas, ciudadelas, calles y barrancos. Todos, sin distinción de clases sociales, hombro con hombro, plantaron cara al enemigo.

          El resto de las islas se incomunicó con Santa Cruz, así como las localidades del interior. El pánico era tal, que los vecinos de Güímar levantaron en la carretera una pared de piedra seca para cortar el paso, no obstante lo cual también aquellas tierras del Sur resultaron afectadas. Al principio se dieron indecisiones en algunos que debían dar ejemplo, como fue el caso del gobernador civil, que se negaba a reconocer oficialmente la existencia de la epidemia y, cuando la evidencia le convenció, marchó a la Península. Fue nombrado sustituto un médico, Luis Felipe García Marchante, cuya entrega y colaboración con las autoridades sanitarias de la población fue ejemplar.

          Las comisiones de Sanidad, Subsistencias y Beneficencia, desplegaron una ímproba labor. Se establecieron cocinas económicas y se abrieron suscripciones públicas para las atenciones más urgentes. Comenzaron a escasear algunos alimentos por la incomunicación impuesta, así como el carbón vegetal -imprescindible como combustible- y el hielo, que era necesario para el alivio de los afectados. Lo primero se solventó con carbón mineral que cedieron las casas consignatarias de buques, que también facilitaron pequeñas cantidades de hielo de los barcos surtos en el puerto. Al agotárseles el amoníaco para su fabricación, fue el ayuntamiento de La Orotava el que colaboró enviando grandes partidas desde el Teide.

          El espíritu de lucha de que hizo gala Santa Cruz fue admirable. Se instalaron hospitales provisionales, los médicos no cesaron de dar instrucciones a la población, no sólo en el aspecto sanitario, sino animando al pueblo a mantener el optimismo y la moral. Este espíritu debió ser contagioso, pues la compañía lírica que actuaba en el teatro continuó ofreciendo sus funciones, y hasta un grupo de toreros de paso para América, al que sorprendió aquí la epidemia, se incorporó voluntariamente a las cuadrillas sanitarias en las que prestaron una ayuda inestimable.

          A finales de diciembre todo parecía indicar que la epidemia iba cediendo en su fuerza, y el 4 de enero de 1894 se declaró oficialmente extinguida. La enfermedad, como suele ocurrir, afectó especialmente a las zonas más deprimidas de la población. Fueron de los más castigados los barrios de San Andrés, Los Llanos, El Cabo y El Toscal, y de forma especial se dejó sentir su fuerza en las calles del Humo, San Carlos, San Sebastián, San Juan Bautista, Ferrer, San Antonio, San Martín y Oriente. En esta última calle la mortandad fue muy grande, por lo que el Ayuntamiento, a instancias del párroco de San Francisco, Santiago Beyro, acordó cambiarle el nombre por el de calle del Señor de las Tribulaciones, imagen que fue llevada procesionalmente por todo el barrio, lo que dio origen al recorrido que todos los años se repite en Semana Santa.

          De una población de 19.722 habitantes, fueron invadidos por el cólera 1.744, de los que fallecieron 382, lo que equivale al veintidós por ciento de los afectados.

          El comportamiento de la población trascendió nuestras fronteras. Cuando se declaró extinguida la epidemia fueron cientos los telegramas de felicitación que llegaron de España y del extranjero, y la prensa nacional se hizo eco de lo sucedido. Unos periódicos decían que el comportamiento de municipio, médicos y vecindario había rayado en el heroísmo; otros, que si había que recompensar a la población no habrían cruces y encomiendas suficientes para cada uno de los merecedores a ellas. Estas circunstancias fueron oficialmente reconocidas cuando el Consejo de Ministros concedió a Santa Cruz el título de Muy Benéfica, que desde entonces ostenta junto con la Cruz de Primera Clase de la Orden Civil de Beneficencia.

          Hasta aquí llegamos hoy, y estimo que ya es más que suficiente. Más recientemente hubo alguna otra epidemia y, anteriormente, alguna también se ha quedado en la sombra en esta apretada exposición.. No importa. Se trataba de poner ante ustedes la panorámica de un aspecto de la historia de Santa Cruz no muy conocido ni comentado. Sin embargo, yo pienso que también debemos sentirnos orgullosos de nuestros sufrimientos, y hasta de nuestras miserias, si hemos sido capaces de llevarlos con dignidad y con el espíritu en alto. Y éso es lo que ha hecho Santa Cruz a lo largo de su historia. La ciudad, como comunidad, ha llegado a lo que es con toda la carga de su pasado sobre los hombros, que lejos de representarle un peso agobiante, le ha prestado impulso para continuar su marcha hacia el futuro.

          Pero, ¿y los médicos? ¿Qué puede decirse de los médicos? Podrían citarse muchos, pero creo que no debo hacerlo; puede olvidárseme alguno y ello no sería justo. Los profesionales que aquí se encuentran conocen perfectamente que, hasta tiempos bien recientes, luchaban contra la enfermedad con una penuria de medios desoladora, basados, más que en sus conocimientos empíricos, en la profesionalidad y el espíritu de sacrificio que les animaba. Sólo voy a citar por sus nombres a dos de ellos, bien lejanos en el tiempo. Uno, por ser el primero del que se tiene noticia en Tenerife, el bachiller Diego de Fuentes, contratado por el Cabildo en 1515 por 20.000 mrs. anuales, para que atendiera a los regidores y sus familiares. Un posible caso de malversación, si se dedicaron caudales públicos en beneficio de particulares. El otro, Antonio Miguel de los Santos, en el último cuarto del siglo XVIII, del que nos ha llegado algún tratamiento a alguno de sus pacientes, del que se desprenden los vastos conocimientos que para su época tenía y su sólida formación profesional.

          No perdamos de vista que hasta hace bien poco nada se sabía de la profilaxis ni del origen de las enfermedades. Frente a los contagios epidémicos, sólo habían dos tipos de medios. Uno era el aislamiento, cuarentena o cordón sanitario, y las rogativas: nada más podía hacerse. El otro, el antiguo remedio medieval de las tres eles: huir luego, lejos y por largo tiempo. Todavía en 1883 se mantenían polémicas entre los partidarios del “aerismo” y del “contagionismo”; es decir, entre los que defendían que era el aire el transmisor de la enfermedad a través de efluvios miasmáticos o emanaciones desprendidas por el enfermo, y los que propugnaban que el contagio se producía por el contacto entre personas o con sus ropas u objetos personales.

          También es cierto que los métodos de diagnóstico eran sumamente rudimentarios: La real cédula de 15 de febrero de 1740 sobre visitas de sanidad a los navíos, ordenaba que la barca en la que iba el médico “se colocara hasta cerca de la borda” y que sin entrar en él “se apercibiera a su capitán que bajo pena de la vida” pusiera a tripulación y pasajeros a la vista, para que “por sus semblantes opinara el médico si había algún enfermo”. Hay que imaginarse el cuadro: la nave -fuera navío, fragata, urca o carabelón- detenido a merced de las olas; la lancha del diputado de sanidad, con el médico a bordo, dando bandazos, seguramente a no menos de quince o veinte metros..... ¡Aquello sí que era ojo clínico!

          Los remedios habituales -tisanas, sanguijuelas, sangría, de la que llegó a hacerse un uso abusivo- apenas aliviaban los síntomas. Algunos iban más lejos y trataban de investigar por su cuenta. Cuando la fiebre amarilla de 1701, es conocida la conclusión a que llegaron varios médicos que abrieron a un fallecido. Al observar una excrecencia o carnosidad sobre el hígado que les pareció anómala, comenzaron a hacer experiencias, observando cierto cambio que estimaron novedoso y favorable al echarla en vino malvasía, bebida que no dudaron en recetar a los enfermos. Y asegura el viejo documento que se conserva entre los papeles de Anchieta, que con ello “cesó la epidemia”. Y no vamos a hablar de otros prodigiosos remedios, como el de “las lagartijas”, que en trozos se hacían tragar a “encancerados” y “ulcerosos”, según nos cuenta el ilustre Lope Antonio de la Guerra. Se suministraban vomitivos o se sangraba a enfermos de todo tipo, sufrieran fiebres, tabardillo o “dolores de costado”. En 1862 nos dice un médico que nos dejó un detalladísimo trabajo sobre la epidemia de fiebre amarilla, que las sangrías no daban buen resultado, “y visto que se desgraciaron la mayor parte de los enfermos a quienes se hicieron, se desecharon en la práctica”.

          Se divulgaban toda clase de recetas, algunas insólitas, desde el aceite de Kayarpout para el cólera morbo, y el de almendras o la miel de abeja -con la que se decía se habían logrado milagrosas curas en Arequipa-, hasta baños de guano para los lazarinos o escrofulosos. Pero el remedio más pintoresco, sin duda,  lo recomendaba un periódico local en 1862, cuando muy seriamente decía: “Para el mal reinante es conveniente, como preservativo, la supresión del miriñaque.”

          Queda claro, pues, que poco podía hacer el cuerpo médico sin el entusiasmo y optimismo con que abordaba los momentos de crisis, y su entrega total sin reparar en sacrificios. Muchos sufrieron la enfermedad en sus propias carnes y varios dejaron la vida en el empeño. Nunca hubo problemas para recluirse en el viejo lazareto, a sabiendas de que les estaba vedado salir de allí hasta que se rebasara la enfermedad, y que, por falta de brazos, tenían que multiplicarse en su labor, llegando incluso a tener que limpiar y dar de comer a los enfermos.

          Para terminar, tal vez nada mejor para dejar constancia del espíritu al que me refiero, que los versos de un hombre que, como tantos otros de sus conciudadanos, supo estar a la altura de las circunstancias en los momentos de lucha contra la enfermedad. Finalizada la epidemia de cólera de 1893, el cuerpo médico de Santa Cruz quiso rendir homenaje de gratitud a las autoridades por la ayuda recibida, cuando lo mismo podía haber sido al contrario, puesto que el comportamiento de todos había sido ejemplar. En dicho acto -cuando apenas faltaban tres años para celebrar el centenario de la victoria sobre Nelson-, un médico tinerfeño nos dejó una muestra, ciertamente no de excelencia literaria, pero sí del entusiasmo y  fervor patriótico que animaba a aquellos hombres, en un poema del que entresaco los siguientes versos:

               “Del cólera el "aerobio",  //  que llegó tan decidido,  //  yace hoy mustio en el oprobio  //  Que no puede un vil microbio  //  con este pueblo aguerrido!

                Más no os extrañe y sorprenda  //  de Santa Cruz el valor,  //  que ya en más ruda contienda,  //  en una invasión tremenda,  //  supo salir vencedor.

                No tiemblan los corazones  //  cuando su gente se agremia,  //  para elevar los pendones  //  sobre balas de cañones  //  o ante voraz epidemia.”

          Y aquí podría terminar y seguro que la cosa quedaba bonita. Pero todavía me atrevo a pedir a ustedes un último instante de atención. En un pregón de nuestras Fiestas de Mayo, mi admirado D. Enrique Romeu Palazuelos terminó solicitando un aplauso para los autores en cuyos textos había basado su magistral disertación. Y, precisamente, por ser D. Enrique maestro en sapiencia y en hombría de bien, yo que, además, soy muy poco original, humildemente, me voy a permitir imitarle. Pido, solicito de todos ustedes, que han tenido la paciencia de soportarme, un aplauso, fuerte, emocionado -incluso-, para cuantos en el transcurso de cinco siglos han luchado, sufrido y, a pesar de todo, vencido, y nos han legado el ejemplo de su constancia, de su prodigalidad y de su hidalguía. Ellos -fueran comerciantes, médicos, pescadores de chicharros, funcionarios o carpinteros de ribera-, nos han llevado a ser lo que hoy somos como colectividad. Será poco o mucho: eso lo tendrán que juzgar otros. Pero es lo que somos y, modestamente, opino que podemos, debemos sentirnos orgullosos de su legado, forjado con el esfuerzo de cuantos aquí nacieron, o que viniendo de otros lugares tomaron éste como suyo; de cuantos supieron vivir, luchar y morir en esta bendita tierra.

          Para ellos, por favor, nuestro emocionado homenaje y vuestro aplauso.

          Muchas gracias.                                                                    

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