Tragedia amarilla (y 2) (Retales de la Historia - 98)

Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 3 de marzo de 2013).

 

          En los últimos meses de 1810 la epidemia de fiebre amarilla que invadía Santa Cruz afectaba tanto a los más pobres como a las clases acomodadas y sus efectos se veían agravados por la incomunicación y las dificultades que sufrían las vías normales de abastecimiento, lo que añadía el hambre a la enfermedad. Fueron tres terribles meses marcados por la angustia y las numerosas muertes, en los que hay que destacar la generosidad de la población que hizo gala de un espíritu de solidaridad y sacrificio sin límites.

          A fines de noviembre la epidemia había amainado, se consideró que el mayor peligro había pasado y se comenzó a dar patente limpia a los barcos que salían del puerto. La Junta de Sanidad la consideró oficialmente terminada el 26 de enero de 1811, pero La Laguna seguía temiendo el contagio y se negaba a retirar el cordón sanitario impuesto y a cesar el aislamiento en que se encontraba Santa Cruz, con lo que la necesidad y el hambre amenazaban con añadir mayor desgracia a la ya pasada. El Ayuntamiento de Santa Cruz solicitaba reiteradamente al de La Laguna que cesara la incomunicación por razones de humanidad, pero sus súplicas lo eran en vano.

          Además de los alimentos comenzó a faltar también el agua potable, por lo que se ordenó que se lavaran las ropas y se regaran las calles con agua del mar. Los médicos de La Laguna opinaron que esta última medida no era acertada porque al producirse la evaporación se propagaban los miasmas del contagio; los de Santa Cruz contestaron a sus colegas que dada la carencia total de fondos hacían lo que podían, y que mejor sería que bajaran a ayudar. También cayeron enfermos los boticarios, por lo que las recetas  había  que dejarlas en el cordón  para que  fueran  despachadas  desde La Laguna.  Hasta el auxilio espiritual de los enfermos quedó en precario: en los dos conventos que había en Santa Cruz, franciscanos y dominicos, los frailes que no habían fallecido por la epidemia estaban enfermos o convalecientes y sólo quedaron dos de ellos en condiciones de prestar asistencia. Por fin, el primero de abril de 1811 quedó suprimido el cordón y restablecida la comunicación con el resto de la isla.

          Pero la tragedia no había terminado. En agosto apareció la enfermedad en Las Palmas y el mes siguiente ya se habían declarado cuatro nuevos casos en Santa Cruz. Los médicos y el alcalde remitieron reiterados partes al nuevo comandante general duque de Parque Castrillo, que se había refugiado en La Laguna, a los que contestó que todo eran temores infundados, hasta que cuando el número de enfermos se acercaba a los cuarenta, volvió a cerrar el puerto y a establecer el cordón sanitario. No se dio por finalizada la epidemia hasta el 4 de enero de 1812.

          En el primer asalto de la enfermedad la mayor parte de la población huyó de Santa Cruz, y de unos 7.000 habitantes quedaron en el pueblo 3.142, de los que cayeron enfermos 2.642 y fallecieron 1.332; es decir, el 42 por ciento de los presentes y el 50 por ciento de los atacados. En el rebrote de la enfermedad, cuando aún no habían regresado a la población muchos de los vecinos, enfermaron unas 4.000 personas sobre un total de 5.000, de las que murieron 225 según unos datos o 290 según otros. Las víctimas mortales, por tanto, llegaron a 1.600 y fue notable la recesión de la población. En 1821, primera estadística conocida diez años después de la epidemia, se le asignan a Santa Cruz 6.148 habitantes.

          Resulta difícil imaginarse hoy lo que aquello representó entonces para la Villa y Puerto y lo que tardó en recuperarse del duro golpe sufrido. Gracias a las ayudas recibidas del Cabildo y de los ayuntamientos de Puerto de la Orotava, Santa Cruz de La Palma, Las Palmas y Arrecife -especialmente en alimentos-, y la colaboración y donaciones desinteresadas de muchos particulares, la triste situación en que había quedado la población pudo irse superando.

          La precariedad de medios con que contaba el nuevo municipio era enorme, pues carecía de los más elementales e imprescindibles recursos que pudieran permitirle hacer frente a las más perentorias necesidades. Estas necesidades se cubrieron, casi sin excepción, gracias a la generosidad y desprendimiento de los componentes del ayuntamiento, alcalde y regidores, y de los pocos ciudadanos que estaban en condiciones de prestar su ayuda al resto de los vecinos.

          Hay que decirlo una vez más: en los más duros momentos de su historia Santa Cruz puede sentirse orgullosa de muchos de sus hijos.

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