Antecedentes de San Rafael y San Roque. Tragedia amarilla

A cargo de Luis Cola Benítez (Pronunciada en el Salón de Plenos del Excmo. Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife el 28 de noviembre de 2012).

 

          Señoras y señores…: coloquialmente hablando, y si se me permite la licencia, los muertos son una lata.

          Dicho así, de sopetón, puede parecer el título de una obra de Jardiel Poncela, Alfonso Paso o Álvaro de la Iglesia, pero no por ello deja de ser una realidad incuestionable: los muertos son una lata y, a veces, no se sabe qué hacer con ellos.

          El panorama adquiere tintes dramáticos si nos referimos a una pequeña comunidad sin recursos, que comenzaba a dar los primeros pasos como municipio independiente, sin medios ni arbitrios para cubrir las más elementales necesidades de unos vecinos inmersos en gran parte en la pobreza generalizada, en la que la tasa de analfabetismo rondaba el ochenta por ciento, y en la que la profilaxis y la cultura higiénico-sanitaria brillaban por su ausencia.

          La gente se moría, claro que se moría, como está mandado, y creaba a familiares y allegados problemas de intereses y relaciones humanas; pero, cuando ello ocurría, el primer problema que había que solventar, y con la máxima urgencia, era el del enterramiento.

          Santa Cruz siempre vivó al margen de las grandes catástrofes naturales y de los graves acontecimientos bélicos que podían producir cuantiosas víctimas en reducidos espacios de tiempo. La gente se moría, claro que se moría, pero salvo excepciones, lo hacía al ritmo natural del ciclo vital de la época, y llama la atención el que la tasa de mortalidad resulte incluso más baja de lo que podía esperarse dadas las condiciones de vida entonces habituales. Poco antes de 1810, para una población que ligeramente rebasaba las 7.000 almas, la tasa de mortandad apenas llegaba al 2 por ciento.

          Santa Cruz, al ser el principal puerto de la Isla, conocido desde los primeros tiempos como "puerto real", como he señalado en otras ocasiones, no sólo era la primera vía de salida y entrada de viajeros y mercancías sino que, irremediablemente, era también el punto preferido de arribada de contagios y epidemias. Ya lo había sido en los siglos anteriores y, en todos los casos, el enterramiento de los fallecidos había constituido un problema. Cuando se daba alguna de estas invasiones, todo el que podía, incluso las autoridades, huía hacia el interior de la Isla tratando de alejarse del peligroso contagio, mientras que los enfermos y los que no tenían medios quedaban aislados y desamparados, no quedándoles otro recurso que las plegarias y rogativas. Hay un testimonio estremecedor de los primeros tiempos de la historia del puerto, cuando al desembarcar los tripulantes de un barco sólo encontraron cadáveres que se pudrían al sol en las calles desiertas, y apresuradamente se reembarcaron.

          Al comenzar el siglo XIX, el último contagio que anteriormente había sufrido la población se había debido a las viruelas, introducidas en 1785 por un barco procedente de Cádiz que traía enfermos a su bordo. El mal alcanzó a La Laguna y otras localidades, pero fue en Santa Cruz donde adquirió mayor virulencia y, de una media de 130 defunciones en aquellos años, en 1788 fallecieron en Santa Cruz 206 individuos, casi un 60 por ciento por encima de la media habitual.

          Los enterramientos, según la costumbre cristiana, se efectuaban en los templos, iglesias, ermitas y conventos, es decir, en recintos sagrados, por lo que en épocas normales, la cuestión no revestía mayores complicaciones: se abría una zanja y el cuerpo, generalmente sin féretro, a menos de que se tratara de persona distinguida, se depositaba en la fosa que se volvía a cerrar. Es curioso el hecho de que todavía cuarenta años más tarde los cadáveres se seguían conduciendo a enterrar descubiertos, hasta el punto de que el ayuntamiento facilitó a las parroquias un paño negro para cubrirlos, paño que se retiraba para volverlo a utilizar. El paso de los años hizo que los recintos destinados a este menester se fueran llenando poco a poco con considerable merma del espacio disponible y, en ocasiones, se recurría a efectuar los enterramientos fuera de la iglesia, junto a sus muros.

          Es impresionante saber, y no está de más recordarlo, que sólo en la parroquia de Nuestra Señora de la Concepción figuran registrados 10.232 enterramientos, aunque hay muchos más que no fueron anotados. Tengamos presente, pues, cada vez que entremos en nuestra iglesia matriz, que bajo nuestros pies se encuentran los restos de cerca de 12.000 de nuestros conciudadanos que nos precedieron en el tiempo. Y similares circunstancias se dan en los otros templos de la población.

          Cuando la mortandad era la normal no solía haber problemas, pero en los casos de epidemias la situación se agravaba y no sólo por la escasez de espacio, sino por la ignorancia. Se continuaban los enterramientos de los epidemiados, al mismo tiempo que las iglesias se llenaban de fieles para pedir el cese de la enfermedad con plegarias y rogativas, lo que indudablemente tenía que dificultar la intercesión divina, a la par de que se acrecentaba el peligro de contagio. Pero está claro que esta última circunstancia era totalmente desconocida.

          Tiene que llegar Carlos III con su Real Cédula de 3 de abril de 1787, ordenando que los enterramientos se hicieran en “cementerios ventilados”, pero la norma no sólo resultó ser letra muerta sino que hasta dio lugar a motines populares en la Península. En 1799, reinando ya Carlos IV, otra Real Orden insistía en la prohibición de continuar los enterramientos en las iglesias y recordaba la necesidad de contar con cementerios civiles y, aunque continuó en cierto modo la resistencia, poco a poco se fue haciendo realidad lo ordenado. En Santa Cruz, dadas las penurias que sufría su recién estrenado Ayuntamiento, una cosa era acatar la Real Orden, como no podía ser menos, y otra muy distinta tener la posibilidad de cumplirla, y se continuaron los enterramientos en las iglesias. Por el momento, disponer de un cementerio era un sueño inalcanzable, al que sólo se llegaría forzosa e irremediablemente por las graves circunstancias que se vivieron -¿o mejor decir se murieron?- en 1810.

          Ya Santa Cruz contaba con algunos establecimientos sanitarios nacidos desde la segunda mitad del siglo anterior, como eran dos hospitales, el civil de Nuestra Señora de los Desamparados, fundado por los sacerdotes hermanos Logman, y el Militar, establecido por el marqués de Tavalosos, un hospicio o casa de acogida, el de San Carlos, por iniciativa del marqués de Branciforte, y un lazareto para las cuarentenas, pero al no disponer el nuevo municipio de rentas propias, las carencias en todos los órdenes eran enormes. Estas necesidades se cubrían, casi sin excepción, gracias a la generosidad y desprendimiento de los componentes del ayuntamiento, alcalde y regidores, y de los pocos ciudadanos que estaban en condiciones de prestar su ayuda al resto de los vecinos. El Cabildo de La Laguna, que consideraba mermada su jurisdicción e importancia con la reciente emancipación del puerto, dejaba que Santa Cruz tratara de resolver por sí sola los problemas que a él no le afectaban, entendiendo que era su obligación hacerlo por sus propios medios, de los que carecía en absoluto.

          Era entonces alcalde de la Villa José Víctor Domínguez Maquier, que ya lo había sido en 1792 y volvería a serlo en 1812, cuando se recela de un posible contagio procedente de tierras americanas, pues algunos barcos llegados de aquellos puertos traían enfermos a bordo o reconocían que habían fallecido algunos tripulantes o pasajeros durante la travesía. También se tenían noticias ciertas de que en La Habana se padecía “vómito prieto” y en Estados Unidos, lo que era lo mismo, “calentura amarilla”, por lo que se pidió al comandante general, el mariscal de campo Ramón de Carvajal,  que ordenara la fumigación de todas las mercancías de estas procedencias. Santa Cruz ya había sufrido esta terrible enfermedad tropical por dos veces, en 1701 y 1771, en ambas ocasiones con trágicas consecuencias.

           El 11 de septiembre de 1810 habían llegado de Cádiz, de donde no se tenían noticias de que se padeciera la enfermedad, los correos marítimos San Luis Gonzaga y Fénix y a los pocos días comenzaron a notarse los primeros síntomas y a ocurrir algún fallecimiento, que al principio nadie relacionó con una posible epidemia a pesar de las evidencias, pues todos los primeros casos fueron de personas que bien habían tenido contacto con gentes desembarcadas de los citados correos o habían estado en los lugares que aquellos frecuentaron.

          Los comandantes de los barcos correos y un pasajero oficial de Marina, que venía con su mujer e hijo pequeño, que iba de paso a su destino en Puerto Rico, visitaron  al comandante general Ramón de Carvajal, por haber conocido y tratado dicho oficial al general en la Península. Aquella misma tarde, en casa del militar, enfermó el niño con calenturas y malestar general, y pasaron a hospedarse en una fonda de la calle San José, conocida como la de “Rita la frangolla”. Por otro lado, algunos pasajeros y tripulantes de ambos barcos buscaron posada en la de Vicente Espala, en la calle del Tigre, hoy Villalba Hervás. Pues bien, fue en ambos establecimientos y en la casa del comandante general donde comenzaron a darse casos de enfermedad, que los médicos no llegaron al principio a considerar como contagio epidémico.

          El primer caso que prendió de verdad la alarma fue el de una parturienta, esposa del regidor Pedro Forstall, que murió después de pocos días de rápida enfermedad el 16 de octubre, según nos cuenta Juan Primo de la Guerra. Entretanto, no se tomó ninguna medida para combatir el mal, que iba extendiéndose, y que se pensaba era consecuencia de la llegada del otoño o del abuso del consumo de frutas.

          Transcurrida una semana desde los primeros casos, el día 18, el Ayuntamiento se tomó en serio la situación y convocó a los tres médicos que ejercían en la villa, Juan García, Joaquín Viejobueno e Ignacio Vergara, los cuales informaron que desde hacía quince días se padecían “calenturas biliosas”, de las que ya habían fallecido cinco personas, y que en aquel momento tenían controlados cuarenta y cinco atacados, de los que ocho lo eran de extrema gravedad. Estimaban los médicos que la enfermedad presentaba síntomas epidémicos y que debían tomarse sin pérdida de tiempo las medidas oportunas para aislar y precaver el contagio.

          Antes de que se declarara oficialmente la epidemia, había llegado de Cádiz a la bahía de Santa Cruz una polacra española que informó haber perdido por enfermedad a siete de sus quince tripulantes, con cuya noticia se vino a confirmar la situación sanitaria del puerto andaluz, de donde habían llegado los barcos correos. Aunque se le ordenó que se mantuviera a un tiro de cañón de la costa, desobedeció las instrucciones y se dirigió a Canaria, donde se suministró de gente, víveres y agua para seguir viaje a La Habana, sorprendiendo con su silencio a las autoridades sanitarias del puerto de Las Palmas.

          Esta era la primera situación de emergencia grave que afectaba a Santa Cruz contando ya con Ayuntamiento propio. La corporación en pleno, con su alcalde a la cabeza, no sólo supo responder de forma admirable al terrible reto de la tragedia, sino que infundió ánimos a la población y supo atraer la colaboración de los más importantes vecinos de la Villa. Al no disponerse de caudales, señala el profesor Cioranescu que todos los gastos necesarios para combatir la epidemia y abastecer a la población fueron cubiertos con aportaciones personales de los regidores y vecinos, cuyo desprendimiento alcanzó cotas dignas del mayor elogio.

          Nos cuenta Álvarez Rixo que desde el momento en que se confirmó la noticia la alarma fue general en Santa Cruz, “huyendo de allí cada cual según podía; con cuyo safarrancho se puso en consternación toda la Provincia.” Fueron muchas las gentes que trataron de buscar refugio en La Laguna, pero nada más llegar los primeros, el mismo día 19, se constituyó allí una Junta cuya primera disposición fue la de formar varios piquetes que se apostaron a la altura de La Cuesta, obligando a regresar a Santa Cruz a los que subían e impidiendo a las gentes del campo que bajaran con sus verduras, pan, carbón y demás suministros. Decía el vizconde de Buen Paso, residente entonces en Santa Cruz, que el atreverse a poner el cordón y ejercer la coacción le parecía un exceso repugnante y consideraba la acción merecedora de que la tropa subiera a despejar el camino. Según la documentación del archivo municipal, el cordón lo formaban una treintena de hombres de los efectivos de los distintos destacamentos, alternándose con los del regimiento de Güímar y de La Orotava.

          La situación era extremadamente seria al verse agravados los efectos de la epidemia con la incomunicación total del puerto y el corte de los conductos habituales de suministro desde el interior de la isla, lo que llevó al comandante general Ramón de Carvajal, que daba ejemplo con su presencia, a autorizar que se aceptaran sólo los barcos que trajeran valores o suministros, especialmente pescado salado, pero sin permitir saltar a tierra a tripulante alguno. La escasez de alimentos se hacía notar, por lo que se solicitaron suministros y medicinas a localidades del interior y de otras islas, y se dictaron normas para controlar los precios, no obstante lo cual, en palabras del historiador Francisco María de León, “la carestía aumentóse en un grado no antes conocido”.

          El general Carvajal trató de que se guardaran una serie de normas a aplicar en el cordón de La Cuesta, recomendando al ayuntamiento que nombrara una comisión para el trato con dicha barrera, advirtiendo al de La Laguna sobre “la prudencia y educación en el trato” que debía mantener con los representantes de Santa Cruz y adjuntando un reglamento en el que se decía, entre otras cosas, que “se negará el paso a todo lo que no pueda ser bañado en vinagre”, advirtiendo que “los granos no admiten contagio, ni tampoco los líquidos”. Ante la grave situación que se vivía, el Ayuntamiento se constituyó en sesión permanente, se nombraron diputados suplentes para, en su caso, reemplazar a los que fallecieran, se creó una Junta para atender el socorro a los necesitados y la distribución de víveres y se dividió la población en cuatro sectores o cuarteles para mejor vigilancia y asistencia a los vecinos.

          Por su parte, la Junta de Sanidad ordenó “que se barran y aceen sus calles y se limpien los muladares”, que se limpiaran también los edificios y se sacaran las basuras, “debiendo ser depositadas a sotavento del pueblo.. para ser allí quemadas”. También, como medida higiénica preventiva, se prohibió lavar ropa en el barranco de Santos.

          Se solicitaron medicinas y comestibles a otras localidades y se despacharon barcos a Canaria y Lanzarote para comprar víveres con cargo a los miembros de la corporación, pues como ya se dijo el Ayuntamiento carecía de medios, y se fijaron precios para evitar abusos. No obstante estas medidas la escasez de alimentos se dejaba notar, aumentando con el hambre y la miseria los efectos de la enfermedad.

          El número de los afectados por la fiebre crecía día a día y pronto el hospital de los Desamparados, el Militar y el de San Carlos estuvieron totalmente llenos, por lo que hubo que ocupar una casa particular para poder acoger a nuevos enfermos. Los propios regidores daban de comer a los internados y ayudaban a enterrar a los muertos, que algunos días sobrepasaban el medio centenar, abnegada labor que algunos de ellos -Juan Anrán de Prado y Pedro Forstall- pagaron con la vida, y otros, como el propio alcalde, sufriendo el contagio. Hubo momentos en que el concejo municipal no pudo reunir más que a un solo regidor y dos diputados de abastos, por encontrarse el resto bajo los efectos de la enfermedad. El comandante general, el ya citado mariscal de campo Ramón de Carvajal y Castañeda, al que se debe que después de un siglo de la traída a Santa Cruz de las aguas de Monte Aguirre pasaran a ser de titularidad municipal, no quiso abandonar el puerto y permaneció en su puesto dando ejemplo de sacrificio, hasta el punto de perder a sus dos hijos por la epidemia -enterrados en la ermita de Regla- y fallecer él mismo en el rebrote que se padeció el año siguiente.

          La decisión de efectuar enterramientos en la ermita, en lugar de hacerlo en las parroquias y conventos como era habitual, se debió a tratar de evitar la proximidad de los cadáveres con los fieles que acudían a las iglesias, disponiendo que los cuerpos se pusieran en cajas cerradas y conducidos a la ermita de Regla en el barrio de Los Llanos, para ser enterrados allí en zanjas profundas, pero pronto se comprobó que el espacio era insuficiente. Ya no cabían los muertos en la vieja ermita de Regla, circunstancia que, mientras duraron los enterramientos en aquel lugar, llevó a decir al vizconde de Buen Paso, en un alarde de humor negro, que si bien era cierto que la enfermedad causaba muchas bajas, todos acababan “arreglados”. Y no sospechaba él que iba a ser una de las víctimas.

          Ante la situación creada, se planteó, por primera vez, la necesidad de hacer un cementerio, y el alcalde comisionó al regidor José Guezala Bignoni para buscar y señalar un terreno o solar que sirviera para efectuar enterramientos. El lugar elegido era un erial situado muy a las afueras de la población, lejos de todas sus casas, en el llamado Llano de los Molinos, lugar bien ventilado, alejado hacia el Poniente de la ermita de Regla y al Sur de la de San Sebastián.

         Habilitar aquel terreno para comenzar los enterramientos era de la máxima urgencia, pues ya no se sabía qué hacer con los numerosos fallecidos. El 5 de noviembre de dicho año de 1810, el concejal comisionado don José Guezala, en presencia del escribano don Manuel González de Losada, en unión del cura beneficiado rector don Juan José Pérez González y del alcalde del oficio de mampostería don José María Zerpa, acudieron a aquel erial y, siguiendo instrucciones del regidor, el maestro Zerpa midió y acotó un espacio de 88 varas de Norte a Sur y 31 de Naciente a Poniente, hecho lo cual -dice una crónica- “el beneficiado, revestido de sobrepelliz, estola y capa pluvial, bendijo el sitio con las ceremonias que previene el ritual romano, e incontinenti fueron sepultados cuatro cadáveres que a la sazón se condujeron; quedando instalado, con tan sencilla ceremonia” -continúa la narración-, “el cementerio de la entonces Plaza y Villa de Santiago de Santa Cruz.”

          El recinto o solar acotado apenas alcanzaba unos 1.900 metros cuadrados.

          La urgencia era tal que, al no disponerse de medios para su acondicionamiento, aún sin cerrar su perímetro comenzó a utilizarse para los enterramientos. La miseria existente hizo que proliferaran los robos y profanaciones y, con ello, aumentaran las posibilidades de contagio.

          La tragedia afligía tanto a los más pobres como a las clases acomodadas y, aunque en estas situaciones de pánico generalizado no son extraños los casos de egoísmos y las actitudes poco dignas, lo cierto es que el comportamiento ciudadano en general fue ejemplar y aquellas conductas fueron superadas con creces por la generalidad de la población con un espíritu de solidaridad y sacrificio sin límites. A fines de noviembre la epidemia había amainado, se consideró que el mayor peligro había pasado y se comenzó a dar patente limpia a los barcos que salían del puerto. La Junta de Sanidad la consideró oficialmente terminada el 26 de enero de 1811, pero La Laguna seguía temiendo el contagio y se negaba a retirar el cordón sanitario impuesto y a cesar el aislamiento en que se encontraba Santa Cruz, con lo que la necesidad y el hambre amenazaban con añadir mayor desgracia a la ya pasada.

          El Ayuntamiento de Santa Cruz solicitaba reiteradamente al de La Laguna que cesara la incomunicación por razones de humanidad, pero sus súplicas lo eran en vano. Es cierto que el Cabildo intentó que el suministro de víveres continuara siendo el mismo que en circunstancias normales, pero el tener que realizar todas las transacciones por los puestos de control del cordón sanitario daba lugar a problemas, lo que llegó a originar serios altercados entre vendedores y compradores.

          Además de los alimentos comenzó a faltar también el agua potable, por lo que se ordenó que se lavaran las ropas con agua del mar, la que también se utilizaba para regar las calles. Los médicos de La Laguna opinaron que esta última medida no era acertada porque al producirse la evaporación se propagaban los miasmas del contagio; los de Santa Cruz, según nos cuenta Francisco María de León, contestaron a sus colegas laguneros que dada la carencia total de fondos hacían lo que podían, y que mejor sería que bajaran a ayudar, pero no hay constancia de que lo hicieran.

          También cayeron enfermos los boticarios, por lo que las recetas  había  que dejarlas en el cordón  para que  fueran  despachadas  desde La Laguna. Hasta el auxilio espiritual de los enfermos quedó en precario: en los dos conventos que había en Santa Cruz, franciscanos y dominicos, los frailes que no habían fallecido por la epidemia estaban enfermos o convalecientes y, según se informaba en las sesiones municipales del 7 y 8 de noviembre, sólo quedaban dos de ellos en condiciones de prestar asistencia.

          Pero el problema de la incomunicación no era sólo con La Laguna, porque los núcleos de población situados al Norte de la Villa también quedaron aislados. Los militares habían establecido otro cordón sanitario a la altura de Paso Alto, vigilado por soldados, con lo que el habitual abastecimiento de productos de aquellos valles y de San Andrés quedó interrumpido, así como el poco avituallamiento que se les podía enviar de granos y pescado salado. Sólo se mantuvo un ligero movimiento por mar con pequeñas barcas, pues al estar el puerto cerrado al tráfico también las ayudas que llegaban de otras islas se recibían por San Andrés.

          El nuevo comandante general, duque del Parque Castrillo, que había sustituido a Ramón de Carvajal, había tomado posesión en Las Palmas y allí se encontraba, por lo que en vista de las infructuosas súplicas al ayuntamiento de La Laguna, se acordó enviar un emisario que le pidiera personalmente que remediara la situación por razones de humanidad, y este fue el regidor José Guezala Bignoni, que había sido alcalde de Santa Cruz en 1806 y que continuó como regidor y alférez mayor durante bastantes años. No se conoce la razón, pero el caso es que cuando el barco que llevaba al comisionado a Las Palmas salía del puerto disparó un cañonazo, tal vez a modo de despedida, que fue escuchado en La Laguna y, según nos cuenta Francisco María de León, “como se sospechase que acaso esto podía ser indicio de algún movimiento hostil del pueblo de Santa Cruz, resentido por la duración del acordonamiento… reunióse al punto el Cabildo y tomáronse algunas medidas defensivas, que fueron más aumentadas, porque entre ambos pueblos ya era sumo por entonces el espíritu de rivalidad…”. El propio historiador añade que, en justicia, no se debía verter toda la culpa en el Ayuntamiento de La Laguna y que “no se deja de conocerse en esto mismo las pequeñeces de la rivalidad.”

          Pero lo que León tildaba de pequeñeces no lo parecía tanto para las gentes del puerto dadas las circunstancias que padecían. Se sentían forzosamente enclaustradas, incomunicadas y hasta acosadas por el aislamiento impuesto, después de tres meses de padecimientos y muertes, más aún cuando la Junta de Sanidad ya había dado por terminada la epidemia. Por fin, el primero de abril de 1811 quedaron suprimidos los cordones y restablecida la comunicación con el resto de la isla.

          La tragedia vivida había sido de pavorosas proporciones, pero cuando parecía que todo había terminado y que se recobraba la calma y la normalidad, cuando el pueblo aún no había salido de la enorme postración que sufría, un nuevo embate de la enfermedad volvió a propagar la angustia y el desánimo al hacerse patente que la tragedia no había llegado a su fin.

          En agosto se supo que en Las Palmas se estaban dando casos de “fiebres pútridas y biliosas”, que bien podrían ser de fiebre amarilla, y se recluyeron en el lazareto a los pasajeros de dos barcos llegados de aquel puerto. El 17 de septiembre ya se habían declarado cuatro nuevos casos en Santa Cruz. Los médicos y el alcalde remitieron reiterados partes al duque de Parque Castrillo, que al llegar a Tenerife se había refugiado en La Laguna huyendo de la epidemia, a los que contestó que todo eran temores infundados, hasta que, cuando el número de enfermos se acercaba a los cuarenta, volvió a cerrar el puerto y a establecer el cordón sanitario por una orden firmada en La Laguna el 21 de septiembre.

          En esta segunda invasión la enfermedad no fue tan ejecutiva como en la ocasión anterior, en la que los atacados morían en muy pocos días, sin tiempo casi para formalizar sus filiaciones por la acumulación de cadáveres, lo que llevó a que muchas viudas e hijos quedaran desamparados al no poderse certificar las defunciones y otras viudas sin poder contraer segundas nupcias por no serles posible acreditar su estado.

          La conducción de los cadáveres a las sepulturas también había sido un problema en la primera invasión de la enfermedad, al acumularse su número de forma inusitada, dando lugar, según decían los beneficiados, “a prisas, angustias y confusiones” por falta de medios. La aportación en efectivo de particulares como Bernardo Cólogan, Matías del Castillo Iriarte y otros, ayudó a paliar la situación de la conducción y enterramiento de fallecidos.

          Lo grave era que los conocimientos de la medicina, cuyos profesionales hicieron gala de una dedicación excepcional hasta perder la vida algunos por el contagio, no daban para mucho. Todo se limitaba a fumigaciones de ropas y habitaciones y vejigatorios, tisanas, sangrías y, sorprendentemente, el viejo remedio guanche de la manteca de ganado, además de procurar aislar a los atacados por el mal. La ciencia médica de la época no daba para más.

          La epidemia no se dio por finalizada hasta el 4 de enero de 1812, dejando una población diezmada y desolada. En el primer asalto de la enfermedad la mayor parte de la población huyó de Santa Cruz, y de unos 7.000 habitantes quedaron en el pueblo 3.142,  de los cuales cayeron enfermos 2.642, de los que fallecieron 1.332; es decir, murió el 42 por ciento de los presentes y el 50 por ciento de los atacados. En el rebrote de la enfermedad del año siguiente, cuando aún no habían regresado a la población muchos de los vecinos, enfermaron unas 4.000 personas sobre un total de 5.000, de las que murieron 225 según unos datos o 290 según otros. Las víctimas mortales, por tanto, llegaron a 1.600 y fue notable la recesión de la población: en 1821, primera estadística conocida diez años después de la epidemia, se le asignan a Santa Cruz 6.148 habitantes.

          Resulta difícil imaginarse hoy lo que aquello representó entonces para Santa Cruz y lo que tardó en recuperarse del duro golpe sufrido, seguidamente agravado por una destructora invasión de langosta africana llegada en el mismo año. Gracias a las ayudas recibidas del Cabildo y de los ayuntamientos de Puerto de la Orotava, Santa Cruz de La Palma, Las Palmas y Arrecife -especialmente en alimentos-, y la colaboración y donaciones desinteresadas de muchos particulares, la precaria y triste situación en que había quedado la población pudo irse superando lentamente.

          Es interesante recordar lo que a este respecto dice José D. Dugour:

               “Después de dos años de epidemia continua, a que se agregaban la miseria pública, la falta de cosechas y la invasión de langosta, Santa Cruz era sin embargo la población en que se encontraba algún recurso.. y encontró siempre patriotas que pusieron a disposición del Municipio sus caudales con un desprendimiento que asombra, máxime cuando sabían que ningún recurso tenía el Ayuntamiento, ni rentas propias para garantizar aquellos empréstitos. Con esta abnegación pudo Santa Cruz evitar el hambre y la escasez de granos, y al contrario se encontró a veces en posición de poder socorrer a sus compatriotas del Puerto de la Orotava, Garachico y demás islas…”

          No fue la única vez en la historia de este pueblo en que gestos espontáneos ayudaron a rebasar situaciones angustiosas y de extrema necesidad. A lo largo de su trayectoria, ante muy diversas circunstancias de emergencia en que fue preciso recurrir a los vecinos, Santa Cruz pude sentirse orgullosa de sus hijos.
 

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          Hemos expuesto las circunstancias que dieron pie a la construcción del primer cementerio. Estos son sus antecedentes y las razones de su existencia, basadas en la perentoria, en la urgente necesidad de dar sepultura a los muertos. El Ayuntamiento de Santa Cruz quedó endeudado hasta las cejas, hasta el punto de que, aparte de lo que aportaron los particulares, un empréstito de 30.000 reales logrado de la Caja de Amortización, tardó más de treinta años en pagarse. Esta deuda fue una enorme rémora para el desarrollo de la Villa, al no poderse aplicar los cortos arbitrios disponibles para mejoras y necesidades de los vecinos, puesto que un año tras otro eran retenidos por la Real Hacienda para su amortización.

          Pero no debemos sacar conclusiones desalentadoras ante esta y otras grandes tragedias sufridas por este pueblo. Al contrario, aunque nunca deseadas, sirvieron de crisol forjador de un carácter y de una actitud de valerosa lucha frente a las dificultades, que forzosamente ha de llevarnos a una conclusión optimista: si Santa Cruz ha sido capaz de superarlas, es porque ha demostrado tener la capacidad necesaria para alcanzar las metas propuestas. El espíritu, el germen de la actitud de aquellos hombres, sigue vivo entre nosotros y no puede perderse, lo cual debe reconfortarnos y animarnos, a los responsables públicos en primer lugar, sobre todo en los momentos de dura crisis.

          Sírvanos de ejemplo lo que un médico, improvisado vate, escribió con motivo de otra gran epidemia, aludiendo al mismo tiempo a la victoria de Tenerife frente al intento de invasión de Nelson, cuando decía:

               “Más no os extrañe y sorprenda  //  de Santa Cruz el valor,  //  que ya en más ruda contienda,  //  en una invasión tremenda  //  supo salir vencedor.

                No tiemblan los corazones,  //  cuando su gente se agremia,  //  para elevar los pendones  //  sobre balas de cañones  //  o ante voraz epidemia.”

          Actualmente el cementerio de San Rafael y San Roque debería constituir, y aún lo es, a pesar del trato -¿o habría que decir maltrato?- que ha recibido y las circunstancias que le han acompañado, uno de los bienes patrimoniales más importantes de nuestra ciudad. Pero al mismo tiempo de ser un monumento histórico de nuestro pasado, ha devenido también en un monumento a la insensibilidad, que ha permitido que fuera sometido a décadas y décadas de total abandono, olvidando el tremendo esfuerzo, personal y pecuniario, que representó para los beneméritos hombres que hicieron posible su creación, muchos de cuyos nombres figuran en sus lápidas sepulcrales.

          Aquellos hombres que nos precedieron en el tiempo, muchos de ellos ilustres  en la historia de nuestra ciudad, a los que debemos en gran parte lo que hoy es este pueblo, reclaman desde sus tumbas un pronto remedio, una eficaz y rápida actuación para que, en lugar de vergüenza, sintamos orgullo al contemplar aquel espacio -y vuelvo a citar a Daniel García Pulido-, que ya no es lugar de lloros, sino de grato recuerdo respetuoso y agradecido hacia ellos.

          Hago votos para que los planes pendientes se hagan pronta realidad y podamos contar con lo que sin duda puede ser uno de los lugares más emblemáticos de la ciudad, un recoleto y romántico espacio para gratas y sosegadas visitas, en las que aprenderemos no sólo sobre la historia de este pueblo, sino sobre su idiosincrasia y el generoso espíritu que animó a nuestros antecesores.

          Además, haciendo mía una idea de un alcalde que nos honra con su presencia, debería incluirse en el proyecto, y ningún lugar más apropiado para ello, el sitio en el que alcemos el verdadero y digno Panteón de Hombres Ilustres que la ciudad reclama.

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