Triunfos del general Gutiérrez

Por Pedro Ontoria Oquillas  (Publicado en El Día el 25 de julio de 1985).

 

“On doit des égards aux vivants; on ne doit aux morts que la verité”. (Voltaire, Premiére lettre sur Oedipe.)

          En otra ocasión hacíamos una síntesis biográfica de este insigne militar (El Día, 9 de septiembre de 1984) que en vida tuvo casi siempre por enemigos a los ingleses y frente a ellos se encontró por tierra y mar. Y es igualmente notable que siempre le correspondiera al castellano recoger en los campos de batalla las espigas de la victoria. La historia merece ser contada no para deleitarnos con las derrotas británicas, sino para admirar el repetido valor y la infalible hidalguía de Gutiérrez González Varona.

          Tres acontecimientos estelares queremos resaltar en la trayectoria  biográfica del ilustre militar arandino, defensor de nuestra isla, cuya sucesión cronológica coincide con la ascendencia de grandeza de los acontecimientos: Malvinas (1770), recuperación de Menorca (1781) y defensa de Tenerife (1797).

          I.- En 1769 Antonio Gutiérrez era ascendido a teniente coronel. Estamos en vísperas de una de las más hermosas páginas de su vida militar. El escenario y la ocasión fueron las siempre actuales y famosas Islas Malvinas. Prescindiendo de quién o quiénes fueran los descubridores, lo cierto es que España siempre se ampararía en las bulas de Alejandro VI y el tratado de Tordesillas para reclamar sus derechos de propiedad y dominio. Las islas estuvieron prácticamente abandonadas hasta que en 1764 fueron ocupadas por Francia, que envió al célebre marino Boungaville, fundador de la factoría de Port-Louis en la isla oriental. Inglaterra, cada vez más obligada por la dinámica expansionista de su imperio, pensó, al salir de la Guerra de los Siete años (1763), en establecer una cadena de bases estratégicas entre los océanos Atlántico y Pacífico. Uno de los puntos elegidos fue la Gran Malvina, a la que los británicos llaman Falkland, y Byron establecía la colonia de Port Egmond el 23 de enero de 1765.

          España reclamó a Francia por la ocupación, alegando su derecho por estar dentro de la zona española reconocida por el tratado de Tordesillas de 1494, y Francia, aliada entonces con España por el Pacto de Familia, renunció, abonándose por España una indemnización a Boungaville en el año 1766. En 1767 España ocupó la isla oriental, estableciéndose la factoría de Puerto Soledad, y nombrándose un gobernador: el primero fue el marino Felipe Ruiz Puente, quien tomó posesión de las islas el 2 de abril de 1767. Sin embargo, se ignoraba la existencia de la factoría inglesa, pero ante los rumores de ella, hizo buscarla el Gobierno español, que envió órdenes al gobernador de Buenos Aires, el gran Bucarelli, para que evitara usurpaciones de los derechos de España al mismo tiempo que envió una escuadra bajo Juan Ignacio Madariaga al Río de la Plata. De España salieron algunas unidades como tropas de desembarco y su mando se dio al teniente coronel Gutiérrez. Se envió una expedición de reconocimiento con la misión de calibrar la fuerza británica, bajo la autoridad de Fernando Rubalcava. Hallada la factoría inglesa, aseguró su jefe ser ya posesión británica, por descubrimiento -lo que no era cierto- y colonización, argumentos que Inglaterra oponía a los derechos exclusivos de España que se basaba en las bulas de Alejandro VI. El informe de Felipe Ruiz Puente era concluyente: habría pelea, pues Inglaterra tenía en Puerto Egmont tres fragatas artilladas con más de 56 cañones, un fuerte con ocho cañones y otra torre con artillería.

          En abril de 1770 una fuerza española de cinco fragatas, al mando de un gran marino, Juan Ignacio Madariaga, salía de Montevideo hacia las Malvinas, reclamada por Bucarelli. Cuando los buques españoles llegaron a Puerto Egmont, Madariaga envió sendas cartas a los comandantes ingleses de mar y tierra invitándoles a abandonar aquellos lugares. Estos respondieron con insolencia, indicando que quienes debían desaparecer de allí eran los españoles. Madariaga habló con sus oficiales, les ordenó prepararse y concedió a los ilegítimos ocupantes quince minutos para evacuar Port Egmont. Antes que don Antonio y sus hombres desembarcaran, los ingleses ya se habían rendido. Era el 10 de mayo de 1770.

          Se firmó una capitulación generosa, que don Antonio, en función de coronel, matizó y ocuparon los baluartes y cuarteles británicos. Se autorizó a los invasores a llevarse sus pertrechos no bélicos y a irse en formación, con tambor batiente y banderas desplegadas. Pero Gutiérrez acordó que estas banderas fueran entregadas, tras el desfile, como prendas de victoria. Y así se hizo. El hecho de que Inglaterra volviera a las Malvinas ya no fue responsabilidad del arandino.

          II.- Excepto dos breves paréntesis, uno francés (1756-63) y otro hispánico (1782-98), la mayor parte del siglo XVIII fue británico para Menorca, presencia inglesa en la isla, legalizada por el Tratado de Utrecht (1713). Al final de la década de los setenta, el ambiente europeo presagiaba graves tormentas. El origen próximo era la guerra de la independencia de los Estados Unidos contra Inglaterra, cuyos episodios tantas veces nos ha servido el cine. Carlos III ayudó generosamente  a los insurrectos y Francia, deseosa de desquite, se adelantó reconociendo la independencia de los Estados Unidos (6 febrero 1778), lo que supuso hallarse en guerra contra Inglaterra. Estaba claro que por muchas razones, y entre otras por el maltratado Pacto de Familia, España la seguiría, como sucedió en mayo de 1780.

          La guerra, en Europa, se centró en Gibraltar y Menorca, ocupada por los ingleses durante la Guerra de Sucesión y todavía no devuelta a España. A don Antonio, ya con el grado de brigadier (general de brigada), le correspondió actuar en el frente balear a las órdenes del general Lluis de Balbes Crillón (Louis des Balbis de Quiers de Crillon, duque de Mahón), francés que, disgustado con su país, ofreció su espada al rey Carlos. El 23 de Julio de 1781 salió de Cádiz la flota de más de 70 buques y ocho mil hombres que debía recuperar la isla de Menorca. A principios de otoño fuerzas hispano-francesas convergieron sobre Menorca, que fue reintegrada a la Patria tras la conquista de Mahón y la rendición del general inglés en 1782. La Paz de Versalles (septiembre 1783) ratificaría la devolución. A poco de firmarse la paz, el general Gutiérrez fue nombrado gobernador militar de Menorca. Seis años más tarde ascendía a mariscal de campo (general de división). Era una de las primeras figuras del ejército español y de él podía esperarse el laurel guerrero más reverdecido. Así sucedió: fue nombrado comandante general de las Islas Canarias, una de las claves estratégicas de nuestro imperio, y en 30 de enero de 1791 tomaba posesión de su cargo.

          III.- Defensa de Tenerife. Más conocida es la defensa de Tenerife por el general Gutiérrez; tan sólo transcribimos lo escrito recientemente por un autor de biografías de militares insignes de la provincia de Burgos para rememorar tan gran hazaña, que en sentir de un historiador, es la página más gloriosa de la historia canaria desde su incorporación a España.
Con inteligencia y paciencia Gutiérrez recorrió las Afortunadas Islas disponiendo en cada lugar lo más conveniente para su defensa, seguro de que no serían providencias en vano. Conocía perfectamente la política internacional y el papel que en ella representaba España y que con fatal periodicidad aparecía la alternativa de la guerra. Y no se equivocó. Europa se sobresaltaba con la Revolución francesa. El “antiguo régimen” no soportaba los aldabonazos de París,  que conmovían las raíces milenarias de los pueblos. La ejecución de Luis XVI (21 enero 1793) desbordó el frágil vaso en el que sobrenadaba la paz. España protestó en nombre de los mismos derechos que proclamaba la Revolución y esta nos declaró la guerra (7 marzo 1793) para “traer la libertad al clima más bello y al pueblo más magnánimo de Europa”.

          Guerra contra Francia. Gutiérrez cavilaba en su capitanía de Canarias. Sus preocupaciones iban más lejos. En este mismo año es ascendido a teniente  general. Es un hombre sesentón y solitario al que únicamente preocupa su deber. Consigue refuerzos y consciente de la importancia del puerto de Santa Cruz, de la isla de Tenerife, ordena fortificarlo con cuidado. Tras más de dos años de pelea,  apenas sentida en las Canarias, España y Francia firmaron la Paz de Basilea (el 22 de julio de 1795). El pintoresco y fementido Godoy se ganó el título de Príncipe de la Paz, que la liturgia guardaba hasta entonces para Jesucristo. Título que debió perder al año siguiente, cuando firmó con la República Francesa el tratado de San Ildefonso, que era un Pacto de Familia, pero en mucho peor versión. Como primer fruto amargo, Inglaterra nos declaró la guerra (6 octubre 1796).

          Gutiérrez entendió que su hora había llegado, porque ya era demasiado fuerte la tentación que Inglaterra sentía por las Islas Canarias. La “soberbia Albión” buscaría cualquier ocasión propicia para ocupar militarmente las Islas. En enero del año siguiente (1797) llegó a Capitanía General una gravísima noticia: la escuadra española había sido derrotada en el Cabo San Vicente (14 febrero); y Cádiz estaba bloqueado. Un hombre se pronunciaba con creciente admiración, el de sir Horacio Nelson, almirante británico.

          El primer aviso lo tuvo Gutiérrez en la noche del 18 de abril, cuando el marino inglés Bowen, en un audaz golpe de mano, capturó una fragata española  en el mismo Puerto de Santa Cruz. Pocas noches después el astuto Bowen repitió la suerte, aunque no con tanto éxito. El 22 de julio amaneció ante el Puerto y fuertes de Santa Cruz una división naval inglesa, mandada por Nelson,  cuya valía alcanza cotas de mito y leyenda. Enfila 393 cañones contra la playa y envía una carta al Capitán General Gutiérrez: “Dentro de media hora espero la aceptación o el rechazo de mi propuesta: Deberán entregarme los fuertes de la plaza… La guarnición depondrá sus armas… Espero que la admitáis, de lo contrario destruiré Santa Cruz con las bombas de mis cañones”.

          El arandino no se dignó contestar y colocó a sus soldados y a los milicianos isleños en sus puestos; aprestó los 96 cañones de la plaza. Nelson conocía bien las defensas españolas por un desertor chino y aquella noche dispuso un desembarco para ocupar el fuerte de Paso Alto, clave de la resistencia española. Allí se estrelló la columna británica, que hubo de ser reembarcada a toda prisa. Nelson amagó entonces una retirada, pero en la noche del 24 volvió sobre la codiciada presa. Desde su puesto de mando, aquella noche escribió a un amigo: “Esta noche, yo, humilde como soy, tomaré el mando de todas las fuerzas destinadas a desembarcar bajo el fuego de las baterías de la ciudad y mañana, probablemente, será coronada mi cabeza con laureles o con cipreses”.

          A aquella misma hora, Gutiérrez reunió a sus oficiales y, tras repasar las medidas y las órdenes, añadió: “Por mis años, soy el más antiguo de los combatientes y, por ello, reclamo el honor del primer puesto en la lucha para ofrendar mi vida por la Patria”… Por fortuna, ni los laureles ni los cipreses coronaron a Nelson ni a Gutiérrez le fue exigida la vida. Los hechos fueron durísimos y confirmaron la alta calidad de los contendientes.

          Antes del alba, las lanchas británicas, empujadas con remos forrados de saco para chapotear menos, desembarcaron en las playas de Barranco y de Carnicerías fuertes contingentes invasores. Nelson iba con ellos; antes de desembarcar, un certero disparo del cañón “Tigre”, manejado por nuestros artilleros, arrancó un brazo del almirante, que hubo de ser evacuado al buque insignia “Teseo”. Otro cañonazo español hunde el “Cuter Fox” con todos sus hombres. No obstante estos y otros descalabros, la operación continúa y dos columnas inglesas convergen sobre Santa Cruz. Hubo momentos de feroz lucha a la bayoneta y cuando el enemigo ocupó el convento de Santo Domingo, el inglés concedió a Gutiérrez dos minutos para rendirse. El arandino respondió que aún le quedaban balas, pólvora y soldados. Los combates siguieron hasta después del amanecer y llegó a correrse la voz, pronto desmentida, de que el Comandante General  había muerto al frente de sus soldados. Sí murieron el coronel de La Laguna y otros 23 españoles.

          Ante la feroz resistencia, el comandante jefe de los desembarcados, Samuel Hood, viendo que Nelson nada podía hacer por su marinos, alzó bandera blanca y pidió cuartel. Gutiérrez fue magnánimo: los ingleses se reembarcarán con todas sus armas, jurando “por su honor” no volver a atacar a las Islas Canarias. En ellas dejaba 266 muertos y 123 heridos, que fueron hidalgamente atendidos.

          Tan notablemente acabaron las ansias británicas sobre las españolísimas Canarias. El general Gutiérrez fue premiado con el hábito de caballero de la Orden de Alcántara. Su prestigio quedó afianzado en los anales de nuestros ejércitos y los pobladores de las Islas guardaron con cariño su memoria. Cuando don Antonio murió, 15 de mayo de 1799, una copla brotó de algún corazón isleño:

               “Espiró, gran confusión,  //   murió, desgracia fatal,  //  el invicto general  //  Gutiérrez, el campeón.

                Tenerife en oblación  //  sus lágrimas le tributa. //  Época hará sin disputa  //  entre sus predecesores  //  hasta que sus sucesores  //  la eclipsen con su conducta”.

          Tal vez el mismo prestigio y fama del almirante Nelson, haya eclipsado y relegado el valor, la hombría, magnanimidad y triunfo del General Gutiérrez.

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