La magnanimidad de un vencedor y la nobleza de un pueblo

Por Luis Cola Benítez    (Publicado en El Día el 14 de abril de 1997)


          Conocidas son las condiciones concedidas por el general Gutiérrez a las derrotadas tropas de desembarco británicas en la capitulación del 25 de julio de 1797: se reembarcarían con todas sus armas, a tambor batiente y con todos los honores de la guerra. Han transcurrido doscientos años desde entonces, y todavía se pueden oír opiniones contrarias a la concesión de tales privilegios a una fuerza militar que nos atacó, que venía a robar y a destruir, que nos amenazó con incendiar la población, que pretendía enarbolar sus banderas en nuestras fortalezas e imponernos pesadas contribuciones.

          Un enemigo que, aunque derrochó valor en la lucha, se vio acosado en cada plaza y por cada calle, hasta que, dejando un reguero de muertos, heridos y prisioneros, pudo refugiarse en el antiguo convento dominico de Santa Cruz. Allí, cercado por los defensores, vencido y desmoralizado, terminó por izar bandera blanca al amanecer del día 25. Si se considera desapasionadamente, parece increíble que, dadas las condiciones de clara inferioridad en que se encontraban en tierra los ingleses, la experiencia de veterano militar del general Gutiérrez no le impulsara a llevar a cabo una completa explotación del éxito alcanzado, de acuerdo con las más elementales normas de la milicia.

          Hoy sabemos que su proceder recibió algunas críticas desde aquel mismo día: paisanos y militares que habían intervenido en la contienda o que habían sido testigos presenciales de lo ocurrido y, hasta el propio alcalde de Santa Cruz, no llegaban a comprender las razones por las que Gutiérrez concedió tan magnánimas condiciones a los vencidos.

          Don Bernardo Cólogan, que según narra él mismo tuvo una destacada actuación, dice, refiriéndose a la capitulación, que algunos la consideraban “como mancha que desluce nuestra victoria.”  El alcalde Marrero comentaba que “para nuestra fortuna ningún hijo de Santa Cruz ni de Tenerife tuvo parte en la capitulación que con tanta razón vituperais.” 

          Por si no fuera suficiente, los comentarios negativos trascendieron de nuestro entorno insular. Así, en agosto, don Francisco Fierro escribe desde Cádiz a su amigo don Patricio Madan, y le dice “...lo más malo es que la Plana Mayor se acollonase y persuadiese al Comandante firmase unas capitulaciones que aquí consideran indecorosas, por haber permitido sacar las armas cuando estaban los milicianos con rozaderas por falta de fusiles.” 

         Era inevitable que estos comentarios llegaran a la Corte. Y así ocurrió. Cuando el ministro de la Guerra, don Juan Manuel Álvarez, contesta el 22 de agosto al primer parte de Gutiérrez, del mismo día 25, en el que le informaba sucintamente de todo lo ocurrido, después de felicitar a los defensores por la victoria alcanzada, le dice que el rey espera que envíe noticia más detallada de lo sucedido. Y añade, “con expresión de las circunstancias que le hayan movido a capitular con los comandantes ingleses el no embarazar o perseguir a sus tropas en el reembarco.”

           Gutiérrez traslada a los comandantes de todas sus unidades las felicitaciones recibidas, pero suprime el último párrafo en el que el ministro le pide explicaciones. Aunque sabemos que el general contestó puntualmente al requerimiento recibido con fecha 20 de octubre, hasta el momento no ha sido posible localizar el texto de dicha contestación. 

         ¿Cuáles pudieron ser las razones de su proceder? En primer lugar, disponemos de un antecedente muy significativo. Cuando en 1770, siendo teniente coronel, Gutiérrez mandó las fuerzas de desembarco que expulsaron a los ingleses de las Malvinas, el militar español concedió una generosa capitulación a las tropas que habían ocupado ilegalmente aquel territorio, y autorizó que se llevasen sus pertrechos y embarcaran en formación, con tambor batiente y banderas desplegadas. Algo muy similar a lo ocurrido en Tenerife.

          En segundo lugar, en la capitulación de 1797 se logró el compromiso escrito y firmado por los británicos, de no volver a atacar a ninguna de las Canarias mientras durase la guerra, lo que representaba una considerable ventaja para las islas. Además, Santa Cruz, que atravesaba una de sus frecuentes épocas de precariedades y hambres, salvó la que parecía ineludible obligación de avituallar y sostener a más de un centenar de franceses que aquí habían quedado atrapados por la pérdida de sus barcos, y que habían participado en la lucha, pues los ingleses se comprometieron también a no molestarles durante su viaje de repatriación, como así lo cumplieron, a pesar de que los consideraban como enemigos irreconciliables.

          No sabemos cuál de estas razones, u otras que se nos escapan, pudo esgrimir el general Gutiérrez ante el ministro Álvarez, pero, en cualquier caso, a la vista de los hechos, su argumentación debió resultar del todo convincente. En su contestación, fechada en Aranjuez el 2 de junio del año siguiente, acusa recibo al citado oficio  del 20 de octubre, y queda enterado, dice el ministro, de “las causas que le precisaron a no hacer prisioneras las Tropas Ynglesas... De todo lo qual se ha enterado S.M. y se ha servido aprobarlo.”  No sólo Gutiérrez recibía así el real beneplácito a su proceder, sino que, por si cabía alguna duda, fue premiado con el hábito de caballero de la Orden de Alcántara.

          Por otra parte, si bien es cierto, como contestó el general a Nelson en su conocido intercambio epistolar, que “ningún lauro merece el hombre que sólo cumple con lo que la humanidad le dicta”, no parece tan corriente para el común de los mortales pensar, como añade, que consideró a los enemigos “como hermanos desde el instante en que concluyó el combate...”

           El comandante de las fuerzas de desembarco, Troubridge, en el parte que dirigió a Nelson dándole cuenta de su derrota, se hace eco de las atenciones recibidas, para él totalmente inesperadas. También Nelson, en su carta a Gutiérrez, le da las gracias por su comportamiento, y añade, “lo cual no dejaré de hacer presente a mi Soberano.”

           Pero no fue sólo Gutiérrez el que mostró una excepcional  humanidad con los vencidos. El noble comportamiento de los vencedores, tropas y milicianos del pueblo llano, llegó a impresionar también al propio comandante general. En un segundo y más detallado parte que remite el 3 de agosto al ministro Álvarez, le dice:

                  “Si nuestras tropas y las del enemigo acreditaron valor y constancia durante la acción, no fue menos la generosidad con que, apenas concluida, trataron las nuestras a las otras, formando un loable y repentino contraste en honor de la humanidad, el valor con que peleaban y la bondad con que después amparaban a los heridos y trataban a los demás vencidos, habiéndose portado igualmente bien en todo los ingleses...” 

          No resulta fácil discernir, ni falta que hace, qué actitud alcanzó más altas cotas en aquella gloriosa ocasión: si la generosidad de un jefe que hizo lo más difícil, renunciar al revanchismo en el frenesí de la victoria, o la nobleza e hidalguía de todo un pueblo, que supo hacer honor a su historia y a su peculiar idiosincrasia.