La rocambolesca historia de la bomba contra incendios (y 2) (Retales de la Historia - 81)

Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 4 de noviembre de 2012).

 

          Las relaciones del Ayuntamiento con los intendentes de la Real Hacienda eran las normales en estos casos, en los que el funcionario trataba de cumplir con su obligación de allegar los mayores recursos posibles para el Gobierno, frente a una corporación que carecía de casi todo, por lo que no siempre, o mejor dicho, casi nunca podía cumplir con los pagos en los plazos señalados. José Díez Imbrechts llevaba año y medio en el cargo, con continuos enfrentamientos con los regidores municipales, sin avenirse a razones y utilizando a veces tonos destemplados. En junio de 1838, próximo a marchar a un nuevo destino, tenía retenidos los fondos del Haber del Peso y de Caños y Aguada para cubrir un resto pendiente del préstamo recibido para cubrir los gastos de la epidemia de fiebre amarilla de 1810-11, que el Ayuntamiento tenía solicitado a S. M. le fuera condonado.

          Pues bien, en vista del exorbitante costo de la bomba contra incendios recibida, para zanjar el asunto se pidió al intendente que alzara la retención de aquellos fondos y los aplicara a cuenta de la dichosa bomba, pero todo fue en vano. Así las cosas, cuando Díez Imbrechts, en vísperas de su traslado, pidió al Ayuntamiento un certificado de su actuación y conducta, se acusó recibo a su escrito y se le dijo, escuetamente, “que el Ayuntamiento desea a su señoría un feliz viaje.” Una vez marchado el intendente fue la Diputación Provincial la que autorizó repartir con la contribución de Paja y Utensilios y, más tarde, sobre la contribución urbana, los 5.215 rs. que faltaban para cubrir el importe y, por fin, después de siete años, el municipio pudo disponer del ansiado artefacto. Pero todavía apareció una diferencia que hacía que la cuenta no estuviera saldada, pues quedaba un resto de 2.475 rs., para cuyo cobro, antes de su marcha, Imbrechts apoderó al marqués de la Concordia. En esta cantidad incluía el intendente 1.500 rs. por derechos de despacho, pero más tarde el contador de la misma Aduana certificó que los derechos sólo eran 480 rs.

          Inmediatamente se acordó formar un plan para incendios y organizar una compañía de bomberos, para lo que se comisionó a Gregorio Asensio Carta, pero una cosa eran las intenciones y otra muy distinta el disponer de los medios para llevarlas a efecto. El año siguiente la comisión la formaban José García Ramos, Nicolás Gutiérrez y Domingo Oliva, pero todo siguió igual.

          Ya teníamos bomba, pero lo que no tuvimos durante algún tiempo -por fortuna-  fue un incendio en que pudiera demostrar su eficacia y, en octubre de 1839, se libraron 80 rs. “para ensayar” y que no se estropeara por falta de uso. Pero, aunque parezca imposible, aún quedaba por saldar un resto que el marqués de la Concordia reclamaba insistentemente, haciendo responsables a los individuos de la corporación y pretendiendo cobrar intereses. El Ayuntamiento le contestó sin arredrarse que la deuda era con el intendente, “del que S. E. es sólo apoderado y no es posible ser juez y parte al mismo tiempo.”

          La bomba se guardaba en un local del viejo edificio del convento de San Francisco, en  el que se encontraban las salas capitulares, cuando en mayo de 1840 se declaró un incendio en la población. Aunque sin ser deseada, por fin se iba a tener la oportunidad de comprobar de verdad la eficacia del dichoso aparato, pero la situación se complicó y sufrió un considerable retraso por encontrarse el portero durmiendo. De todas formas, parece que el aparato funcionó de acuerdo con las previsiones. El alcalde tomó medidas para que no se volviera a repetir el hecho y encargó cinco llaves para los regidores y una para que estuviera en el cuerpo de guardia del principal.

          La bomba funcionaba, aunque como es lógico sólo si se disponía del agua necesaria. Téngase presente que las canalizaciones y atarjeas eran precarias y no permitían que el líquido tuviera la presión necesaria para alcanzar los puntos que se precisaban. Cuando el domingo 1 de agosto de 1841 se produjo un incendio en la calle San Lorenzo -actual Pérez Galdós-, en la más próxima arquilla de reparto era imposible dirigir el agua hacia el lugar del fuego. El problema era grave y los funcionarios municipales se veían impotentes para solucionarlo, hasta que un muchacho pobre de 16 años se quitó la camisa para taponar las arquillas y conducir el agua hacia el lugar del fuego. El Ayuntamiento agradeció a Miguel Gutiérrez, que así se llamaba el chico, la iniciativa demostrada y, según consta en acta, le regaló una camisa, pantalón, chaqueta, pañuelo para el cuello, sombrero y zapatos.

          La bomba funcionaba, pero el agua siguió siendo un grave problema.

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