Santa Cruz, siglo XIX. Luces y sombras.

Por Emilio Abad Ripoll (Pronunciada el 11 de octubre de 2012 en el Real Casino de Tenerife, dentro del ciclo Santa Cruz, Puerto y Plaza Fuerte organizado por la Cátedra General Gutiérrez, de colaboración entre el Mando de Canarias y la Universidad de La Laguna).

 

GENERALIDADES

          Alguien puede haber pensado, al leer el programa de este ciclo de conferencias, que dado que Luis Cola habló hace diez días, en su “Así empezamos”, del nacimiento y los primeros años de Santa Cruz, es decir, de cómo surgió el Lugar y de qué manera se fue desarrollando a lo largo del siglo XVI, lo lógico hubiera sido que hoy se hubiese tratado de los siglos XVII y XVIII. Pero, como ven, no es así; sin embargo, tranquilos que en un previsto segundo ciclo que, Dios mediante,  se desarrollará en la próxima primavera, alguien hablará de esos siglos, no dejados atrás por que no sean interesantes, que lo son y mucho, sino por otras razones.

          La principal es que cuando nos reunimos los cuatro tertulianos que participamos en el ciclo con el General Pérez Beviá y el profesor González Pérez para esbozar su programa, elegí el XIX santacrucero porque ya hace bastante tiempo que me dejó perplejo una circunstancia: la evolución de Santa Cruz, que en exactamente 25 años, los que van de 1797 a 1822, se convirtió de Lugar, sin ni siquiera Ayuntamiento propio (vamos, como se la califica muchas veces al decir, algunos peyorativamente, que no era más que “un barrio de La Laguna”) en la Capital de la Provincia de Canarias. Reflexionando sobre cómo pudo suceder aquello y en tan poco tiempo, llegué a la conclusión de que la respuesta era la que dio Ortega Gasset: “porque existía un proyecto sugestivo de vida en común”. Los ciudadanos, nos dice también el gran filósofo, “no conviven por estar juntos, sino para hacer algo juntos”. De verdad creo que ese hacer algo juntos, tener un proyecto común, fue  la causa del vertiginoso ascenso santacrucero; y además sin usurpar nada a ningún otro pueblo de las islas; y todo eso, además, muchas veces en condiciones muy difíciles.

          Por eso les voy a hablar del siglo XIX de Santa Cruz y especialmente de sus gentes. Saldrá a relucir la política (al fin y al cabo el Diccionario de la RAE de la Lengua la define en una de las acepciones de la palabra, como “la intervención de los ciudadanos en los asuntos públicos”), pero también saltarán a la palestra hambrunas, epidemias, catástrofes, amenazas de guerra y penurias económicas, haciendo una rápida pasada a la vida de la gente común de aquellos tiempos. Es decir, a las luces y las sombras que envolvieron la existencia de aquellos antepasados nuestros.

          Dejo para otros, muchos más versados que yo en esos temas, y para un segundo ciclo, el estudio del desarrollo urbano, de las construcciones, del diseño, en definitiva, del Santa Cruz que siguió configurando el que a nosotros nos ha tocado vivir. De la importancia de su puerto, y de los que nos visitaron les hablarán dentro de pocos días don Rafael Zurita y don José Manuel Ledesma. Yo sólo me voy a dedicar, ni más ni menos, que a las alegrías, a las penas, a la vida de los chicharreros del siglo XIX.

 

LAS LUCES

          Una vez leí que es curioso constatar que en los años próximos al cambio de siglo suelen ocurrir hechos de muy significativa importancia. En aquella ocasión se ponía el ejemplo de nuestra Patria, con la finalización de la Reconquista y el Descubrimiento de América, cuando quedaban 8 años para el inicio del XV; la muerte de Felipe II en 1598 y el inicio en el 1600 de una tremenda crisis económica que durará 15 años;  el cambio de dinastía -de los Austrias a los Borbones- en el 1700; la derrota de Trafalgar (1805) y la Guerra de la Independencia (1808); la pérdida de Cuba y Filipinas en 1898, cuando se vislumbraba ya el siglo XX; en 1999, la implantación de la moneda única europea, el euro y apenas iniciado el XXI, en 2002, el tremendo atentado de las Torres Gemelas, circunstancias ambas que han influido en la forma de vida de gran parte de la sociedad mundial, incluida la española.

          Pero si le damos a la palanquita del zoom de la Historia y nos concentramos en Santa Cruz, nos encontramos, cuando casi iba a iniciarse el siglo XIX, con un hecho trascendental (aunque todavía haya gente, no sólo en otra isla, sino también en la nuestra, a las que parezca molestarles): me refiero, como todos han adivinado, a lo que se conoce como la Gesta del 25 de Julio de 1797.

          Efectivamente, cuando faltaban unas pocas páginas para que se cerrara el libro del siglo XVIII, aquel hecho histórico no iba a quedar sólo en eso, en un gloriosa Gesta, sino que significaría mucho más que recibir un escudo de armas La más directa consecuencia fue que el Lugar, Puerto y Plaza de Santa Cruz de Tenerife, se convertía, por el patriotismo de los tinerfeños, la visión de futuro del General Gutiérrez y las fuerzas vivas de la población y el agradecimiento del Monarca, en la Muy Leal, Noble e Invicta Villa, Puerto y Plaza de Santa Cruz de Santiago de Tenerife.

          La comunicación oficial iba a tardar algún tiempo en llegar, y no fue hasta el 7 de diciembre de 1803 cuando se constituyó, bajo la presidencia de quien pasará a la historia municipal como el primer alcalde de Santa Cruz, don José María de Villa, el primer Ayuntamiento de la flamante Villa. Como ven, cuando alboreaba el XIX, también había ocurrido para esta ciudad un acontecimiento de señalada importancia.

          Y de aquel Ayuntamiento nos dice don José Desiré Dugour :

               “No pudieron haber salido de la urna nombres más populares ni de reputación más íntegra… Empezaron pues a funcionar estos buenos patriotas con el celo que a todos caracterizaba, marcando a los que les siguieron la senda que debían ensanchar de continuo en pro de la cosa pública; y quizás debe atribuírseles la honra de haber sabido preparar con sus acertadas medidas los altos destinos a que estaba llamada una población llena de movimiento y vida…”

          Sí, está naciendo el siglo XIX, está naciendo la Santa Cruz exenta, pero los problemas existentes antes siguen en pié; y no sólo eso, van a aparecer otros nuevos, enmarcados en un panorama de absurdos roces y rivalidades.

          Menos de un lustro después de constituirse el primer Ayuntamiento comienza la Guerra de la Independencia. Durante un año (entre los veranos de 1808 y 1809), la Junta Suprema Gubernativa de Canarias, constituida en La Laguna, y el Cabildo Permanente de Gran Canaria, con sede en Las Palmas se van a enfrentar por ostentar la representatividad del Archipiélago. Es en ese verano de 1808 cuando Santa Cruz se echa a la calle -la primera localidad del Archipiélago en hacerlo- para proclamar su fidelidad al rey legítimo, a Fernando VII, lo que mueve a la Junta Suprema de Canarias a concederle el título de FIEL, que sin embargo no figura en el escudo de la ciudad, pero que nuestra Tertulia no quiere dejar en el olvido, para lo que se proyecta, como se ha pedido al Ayuntamiento, levantar un monumento en recuerdo de aquel hecho.

          Luego se reúnen las Cortes de Cádiz, en las que rara vez van a votar los 4 diputados canarios en el mismo sentido cuando se debatan cuestiones referentes a Canarias. Así se retrasan y no se aprueban hasta años después (en algún caso, el de la Audiencia un siglo) los temas de la Universidad, de la división de la Audiencia en dos Salas, o la creación de un Obispado en Tenerife. Pero hay un asunto de debate en aquellas Cortes que va a enconar aún más las cosas.

          En las Cortes de Cádiz, y se plasma en la Constitución de 1812, iban a nacer unos nuevos órganos: las Jefaturas Políticas y las Diputaciones Provinciales, sede del poder político civil, que se separaba así del militar. A la vez se creaban unas circunscripciones electorales, “partidos electorales” se las llamaba. En nuestra región ambos proyectos dieron lugar a fricciones.

          Las Palmas y La Laguna optaban a ser la sede de la Diputación Provincial; en el Congreso gaditano pareció en los primeros escarceos ganar terreno la opción de Las Palmas, (gracias a los esfuerzos del diputado por aquella isla, don Pedro Gordillo) pero el religioso gomero Ruiz de Padrón, Abad de Valdehorras, diputado por Lanzarote, Fuerteventura, El Hierro y La Gomera, y los diputados tinerfeños -Llarena por La Palma y Key por Tenerife-  lograron que se dilatase la cuestión, pues se decidió remitir a la Regencia la propuesta de que fuese Las Palmas, “por ahora”  la sede de aquella institución que se preveía de vital importancia, con el añadido de que se pidiera opinión a todos los Ayuntamientos canarios acerca de la proposición… con lo que el tema amenazaba alargarse en demasía. La Autoridad Militar del Archipiélago, el General La Buria, era consciente de que no había que perder el tiempo (pues todavía no ha llegado a Canarias el primer Jefe Político, como se denominó a lo que luego llamaríamos Gobernador Civil, y, como es lógico, ese hombre querría conocer los argumentos de las ciudades candidatas antes de tomar una decisión). El Comandante General, aún poder político, reunió el 5 de diciembre de 1812 una Junta Preparatoria de la organización de la futura Diputación, y decidió que se instalara en Santa Cruz. Comunicó al Congreso su resolución basada en el entusiasmo popular y en su intención de no diferir por más tiempo el dotar a la Provincia de una de las principales prerrogativas constitucionales, la Diputación. Aquí jugó un papel clave el icodense  don Santiago Key quien seis días después de enviada la comunicación, al llegar a Cádiz, la entregó en el Congreso y consiguió así la anulación de la remisión de la propuesta de Gordillo a la Regencia. La Laguna y Las Palmas no se sintieron especialmente felices.

          La citada Junta Preparatoria aceleró sus trabajos y debatió un informe, que finalmente se aprobó por unanimidad, en el que se dividía Canarias en 13 circunscripciones o partidos electorales, de los que 4 correspondían a Tenerife, 3 a Gran Canaria, 2 a La Palma y 1 a cada una de las demás islas. Gran Canaria se sintió minusvalorada y pidió que se le adjudicasen 4 partidos, o se eliminara 1 de Tenerife, además de que la elección de Diputados a Cortes se efectuase en Las Palmas. Ambas propuestas fueron rechazadas por la Diputación Provincial, ya presidida por el Jefe Político, don Ángel José de Soberón, llegado a Tenerife apenas iniciado 1813.

          En lo que respecta a Tenerife, los 4 partidos se situaban en Santa Cruz, La Laguna, La Orotava e Icod. Los santacruceros alcanzaban otro escalón, ser cabecera de circunscripción electoral, lo que dejaba la puerta abierta a futuras aspiraciones, como veremos dentro de un momento. Pero un hecho, al parecer sin trascendencia, pues la Diputación ya había tomado su decisión, iba a enturbiar el tema. Un diputado por Canarias, el señor Lugo y Molina, envió a la Regencia, muy poco antes del regreso a España de Fernando VII,  una modificación (que algunos denominarían “plan Lugo”) a lo dispuesto: Santa Cruz pasaría a depender electoralmente de La Laguna y era sustituida por Granadilla, mientras que  sucedía lo propio a Icod con respecto a Garachico.

          Y en 1814 Fernando VII regresó del exilio y apenas sentado en el trono de las Españas, derribó por tierra todo lo iniciado en el camino de la democratización del país. Soberón entregó al Comandante General el mando civil y se embarcó para la Península. Y el nuevo Ayuntamiento, constituido como consecuencia de la entrada en vigor de la Constitución de 1812, ahora derogada, dejó sus asientos a los mismos señores que lo componían en 1808.

          Mas de todos es conocido que apenas 6 años después, en 1820, ante la presión de los liberales, el Rey volvió a cambiar de opinión, pronunció su famoso y falaz “Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional” y se inició una corta etapa democrática conocida como el Trienio Liberal. Se retomaron los asuntos interrumpidos hacía 6 años, entre ellos la designación de los “partidos electorales” en base a los cuales se elegirían los Diputados a Cortes.

          Las Cortes Extraordinarias creadas en 1821 recomendaron a la Comisión creada al efecto que se mantuvieran las propuestas de las Diputaciones elevadas hacía 8 años. Pero el Gobierno tenía en su poder el “Plan Lugo” y se inclinó por esta solución, que era apoyada por la Comisión. Pese a los esfuerzos, otra vez, de Ruiz de Padrón, el resultado fue que en un Real Decreto de marzo de 1821 aparecían como cabeceras de partidos electorales en esta isla La Laguna, Granadilla, La Orotava y Garachico.

          Apenas conocida la noticia en Santa Cruz se reunió el Ayuntamiento, presidido por su alcalde don Matías del Castillo. Se acordó recurrir el R.D. ante el Congreso, y solicitar del Jefe Político la suspensión de la aplicación del mismo hasta que las Cortes decidieran. Y aquí nos aparece la gran figura de don José Murphy y Meade.

          Murphy había sido miembro del Real Consulado de Canarias en 1801; en los años 1808 y 1809 Vocal de la Junta Suprema de Canarias, que lo envió como representante ante la de Sevilla y la Central, empezando ya a destacar como hábil negociador. Fue diputado provincial en 1813 y 1820, y en la época que nos ocupa, 1821, era Síndico Personero en el Ayuntamiento de Santa Cruz.

          El Ayuntamiento era más que pobre, paupérrimo. Y al comunicar al pueblo que...

               “siendo indispensable enviar cerca del Gobierno Supremo una persona… que defienda los intereses de Santa Cruz”

          ...  abría una suscripción pública entre el vecindario para sufragar los gastos de viaje y estancia de Murphy, que iba a ser el elegido para intentar modificar, ni más ni menos, que un Real Decreto. Y, por aquello del proyecto sugestivo en común, la gente de la calle, los comerciantes y los pescadores cubrieron la previsión de gastos. Y un humilde armador prestaba su barco, gratis por si tenía Murphy que moverse entre las islas; y un no menos modesto escribiente, un pendolista, se ofrecía también gratis como escribano para los trabajos relacionados con la reclamación.

          Rápidamente Murphy preparó la documentación, la “representación” se decía entonces, o el recutrso podríamos decir ahora, que fue aprobada sin modificar una letra por el Ayuntamiento; y llegó a Madrid a mediados de julio. Las Cortes estaban cerradas, pero don José se las ingenió para el 8 de agosto hacer llegar al Rey y al Gobierno el recurso santacrucero. Recurso que se basaba fundamentalmente en no considerar válida la nueva designación de partidos electorales puesto que las Cortes, al inicio del Trienio Liberal, habían recomendado que esos partidos fuesen los mismos que ya se habían aprobado por las respectivas Diputaciones en 1812.

          El Gobierno consideró lógica la propuesta y, sin esperar la reapertura de las Cortes, modificaba su anterior decisión: serían cabezas de partido electoral Santa Cruz, La Laguna, La Orotava e Icod. Murphy, en un lacónico estilo militar, comunicaba al Alcalde de Santa Cruz lo siguiente:

               “Felicito a VI. y me felicito a mí mismo por la consecución de un objeto que es preludio de las mejores consecuencias para esa Muy Noble, Leal, e Invicta Villa”.

          Para mí queda absolutamente claro el significado del vocablo “preludio”. Murphy recogiendo el deseo del pueblo y sus autoridades, iba a luchar por conseguir la capitalidad de Canarias para Santa Cruz. Creo sinceramente que en Murphy se condensó, en aquellos momentos lo que Ortega definió como "dinámica o energía social", la ilusión de los santacruceros, de la masa popular, por ser más, por hacer realidad la vocación de capitalidad.

          Pero las cosas no iban a ser fáciles, ni mucho menos. Piensen en la posición de Murphy. Él no tenía voto en las Cortes, en las que había dos diputados canarios, los señores Echeverría y Cabeza, gomeros ambos, que se inclinaban respectivamente, en cuanto a las preferencias por la capitalidad, por La Laguna y Las Palmas. Él era sólo un comisionado del Ayuntamiento de Santa Cruz que deseaba hacer una exposición ante el Pleno de las Cortes.

          Se reanudaron las sesiones parlamentarias el 28 de septiembre de 1821, y tan sólo tres días más tarde (ignoro que “palillos” tocaría o qué influencias movería), hacía Murphy en el Parlamento español la que don Marcos Guimerá, en su libro Murphy, Vida, Obra, Exilio y Muerte, considera su más famosa e importante exposición: la relativa a la justicia de que la capitalidad de Canarias recayera en Santa Cruz.

          El señor Guimerá Peraza, en el libro citado, la resume y entresaca sus párrafos más significativos. Don José Desiré Dugour la reproduce por entero en su Historia de Santa Cruz de Tenerife.  Como ambos textos están a disposición de quien le interese si no la conoce, por razones de tiempo sólo voy a hacer un pequeño extracto de la exposición de Murphy.

          Empezó diciendo que desde hacía “un siglo cabal”(recuerden que el Comandante General Marqués de Valhermoso bajó a Santa Cruz en 1723 y estábamos en 1822) fijaron allí su residencia aquellas autoridades cuya presencia simbolizaba la capitalidad del pueblo en el que moraban. Y recordó que, emanadas del Régimen constitucional, se habían establecido allí otras instituciones (Jefatura Política y Diputación Provincial) como “una cosa natural, sencilla y corriente”.

          Añadió que muchas generaciones habían visto con naturalidad este orden de cosas; y que siempre habían sido, eran y no podían menos de ser capitales aquellos pueblos donde existían las autoridades que residían en Santa Cruz. Y las enumeraba: Jefe Superior Político, Diputación Provincial, Capitán General, Intendente, Juzgado de Alzadas, Junta Superior de Sanidad y Administración de Correos.

          Por contra, prosiguió, Las Palmas sólo contaba con la Audiencia Territorial y una Catedral. Y La Laguna únicamente con una nueva Catedral que apenas tenía dos años de vida. Y con razón añadiría que ni las Audiencias ni las Catedrales estaban siempre en las capitales de provincia.

          Y por si fuera poco lo expuesto, remarcó que Santa Cruz era el principal puerto marítimo de Canarias y el pueblo de mayor importancia comercial; que la villa estaba centrada en la provincia, que sus relaciones con todas las islas eran constantes y estrechas, que era una bella población -la única de Canarias que podía en aquellos momentos ofrecer verdaderas comodidades a forasteros y extranjeros-, y la de mayor vecindario (aunque admitía que quizás Las Palmas tuviera más habitantes).

          Quiero resaltar que la Comisión encargada de discutir el tema de la capitalidad de Canarias, que se reunió con diputados de otras regiones para exponerles el asunto, llevaba ya preparado el primer día de dichas reuniones un borrador de decreto en el que figuraba el nombre de La Laguna como capital del Archipiélago, y que se consideraba como  documento básico para iniciar las deliberaciones.

          No voy a reseñar las numerosísimas intervenciones, sólo destacar por ejemplo, que el segundo día, el 6 de octubre se reconsideraba la decisión y se mandaba que todos los componentes de la Comisión y los diputados asistentes tuvieran en su poder la exposición de Murphy. La consecuencia directa fue que, cuando empezó el debate a fondo, con muchas y acaloradas intervenciones, el tercer día, el 8 de octubre, la Comisión no aprobó la designación de La Laguna. En deportivas y humorísticas palabras de don Marcos Guimerá, “se había ganado el primer round”.

          El día 18 se volvió a reunir la Comisión con los diputados, y casi tras una veintena de intervenciones, réplicas y contrarréplicas, terminaba el segundo asalto. Parecía que era ahora Las Palmas la que ganaba "a los puntos", pero se trataba sólo de una impresión superficial. En el seno de la Comisión, sus pesos pesados, se estaban inclinando por Santa Cruz. Estaba influyendo mucho la cuestión de las autoridades que ya residían en la Villa.

          El tercer asalto, el día 19, fue más anodino. El diputado por Canarias señor Cabezas, defensor de la candidatura de Las Palmas, empezaba a dar muestras de desilusión. Ya que hablamos en términos boxísticos, parecía tener ganas de "tirar la toalla".

          Y el cuarto, el mismo 19, se iniciaba con la presentación por parte de la Comisión del dictamen cuasi definitivo: la capital sería Santa Cruz.

          El diputado por Canarias señor Echeverría se levantaba inmediatamente y pronunciaba unas palabras que dejaban bien claro el papel jugado por Murphy. Dijo que:

               “En las sesiones de la Comisión ninguno (de los diputados canarios) accedió a que se estableciese el gobierno en Santa Cruz, y sólo a un comisionado es a quien se ha dado todo el asenso, cuando debemos tener presente que en los diputados de la Nación, elegidos por sus provincias, debe haber más confianza que en otro alguno”.

          Tras algunas otras intervenciones a favor y en contra del dictamen, don José Eusebio Gallegos, diputado por Maracaibo y que vivía desde hacía 4 años en Canarias, pronunció unas hermosas palabras reconociendo que la capitalidad debía recaer en Santa Cruz. Y en lenguaje oficial,

               “...declarando el punto suficientemente discutido, se aprobó el dictamen de la Comisión”.

          En el Libro Verde del Ayuntamiento, y en los libros de los señores Guimerá y  Dugour está la carta de Murphy, también escueta y lacónica, informando al alcalde de la resolución.

          El 27 de enero de 1822 veía la luz un Real Decreto en el que se aprobaba la división provincial de España y en el que se podía leer:

               "Canarias (islas), su capital Santa Cruz de Tenerife."

          Faltaban pocas semanas para que se cumplieran 25 años de la reunión en que a Jervis y a Nelson se les había ocurrido la malhadada idea (para ellos y su gente) de atacar el humilde Lugar de Santa Cruz, aquel “barrio” de La Laguna…

          Para León y Castillo aquella decisión suponía que Santa Cruz alcanzaba un rango que ningún otro pueblo de las Islas había tenido. Y para poner la guinda al pastel, otro R.D. de igual fecha dividía el territorio nacional en Distritos Militares, designando a Santa Cruz de Tenerife como capital del Distrito número 13, con jurisdicción su Comandante General sobre todo el Archipiélago.

          Pero aún le faltaba ser Ciudad, lo que llegaría en 1869, cuando el Presidente del gobierno español era un chicharrero, don Leopoldo O’Donnell, en otra muestra de esa permanente búsqueda del “plus ultra”, del más allá, en aplicación de la vocación de liderazgo de que hizo gala Santa Cruz.

 

LAS  SOMBRAS

          Seguían las amenazas a la seguridad: la guerra contra Inglaterra en 1803, el riesgo derivado del conflicto con Alemania por las Carolinas y las Marianas en 1875, las guerras de Cuba y, especialmente la de 1898, con la amenaza de invasión por parte de los EE.UU., no sólo trajeron el temor al ánimo de las gentes, sino que supusieron una carga a las dificultades diarias con la llegada de tropas para refuerzo de la guarnición, o de paso para otros lugares, hombres a los que había que alojar, atender y dar de comer… cuando aquí sobraba muy poco.

          Como es sabido, gran parte del siglo XIX se caracterizó económicamente en Canarias, y especialmente en Santa Cruz, su principal puerto, por una minoración de la riqueza, como consecuencia de  la decadencia del comercio y de las exportaciones. Además, también influyó negativamente el importante aumento de la emigración (en su mayoría compuesta por varones jóvenes) a América. En Santa Cruz, a las pobres condiciones generales de vida comunes a todas las sociedades en el inicio del siglo, esa disminución de la riqueza no iba precisamente a mejorar la situación.  En muchas de las deliciosas crónicas que, bajo el título genérico de Retales de la Historia, viene publicando Luis Cola en la edición dominical de La Opinión, podemos constatar esas difíciles condiciones de la vida cotidiana en la ciudad.

          Por ejemplo, y en relación con el tema de la salud pública y la higiene, habría que reseñar que el agua llegaba de los Montes de Aguirre en atarjeas a cielo descubierto, lo que favorecía todo tipo de contaminaciones. En 1837 ya se disponía de una sólida conducción de agua que sustituía a los obsoletos canales de madera instalados hacía más de un  siglo, pero el problema de la contaminación subsistía. En las casas, el agua, de lluvia o procedente de las atarjeas,  se almacenaba en aljibes. Las viviendas carecían de fosas sépticas y las aguas residuales se vertían directamente en los barranquillos que cruzaban la villa de oeste a este, o a nauseabundos arroyuelos que bajaban por las calles en dirección a aquellos.

          Las casas en los barrios “populares” eran de una sola planta o “terreras”, con un patio en el que se criaban animales, mientras que las “del centro” tenían dos o tres plantas (casas “sobradas” las llamaban), en las que la baja servía normalmente de cochera, almacén o cuadra, con la consiguiente acumulación de desperdicios y estiércol. La villa tampoco contaba con servicios municipales de limpieza y cada vecino se encargaba de adecentar el tramo de calle que correspondía a la fachada de su vivienda. Y no existían baños públicos.

          Todos somos conscientes de que la cultura y la higiene (personal y colectiva) van estrechamente ligadas. Pues si tenemos en cuenta que, cuando se había superado el ecuador del siglo XIX, la tasa de analfabetismo en Santa Cruz era de más del 80 %, podemos suponer que una conciencia colectiva de salubridad e higiene brillaría por su ausencia.

          El primer libro que leí de Luis Cola fue Santa Cruz, bandera amarilla y les puedo asegurar que me impresionó, no sólo por el lujo de conocimientos de que hacía gala el autor, fruto de un profundo trabajo de investigación, sino también porque era la primera vez que me enfrentaba a la crudeza de los sufrimientos de una ciudad en la que vivo y que tan poco conozco. A ese libro remito a quienes no sepan de la historia del temor, la enfermedad, el dolor y la muerte en Santa Cruz. Y de ese trabajo he resumido, como parte fundamental de este apartado de “las sombras”, las principales epidemias sufridas por Santa Cruz de Tenerife en el siglo XIX.

Invasiones de cigarras.

          Las de mayor incidencia se produjeron en 1800, 1801, 1811 (la más importante), 1819 y 1829, con los consiguientes destrozos en las cosechas y la hambruna subsiguiente. Dicen las crónicas que en la de 1811 los bichos no sólo acabaron con las mieses y las vides, sino que incluso devoraron la corteza de los troncos y ramas de los naranjos y otros resistentes árboles.

Gripes, pulmonías.

          Entre 1802 y 1803 se produjeron “muchos muertos” a causa de una dolencia que comenzaba como un simple catarro, con algo de fiebre y dolores de costado, para desembocar en una grave pulmonía, en muchos casos fatídica.

          En 1807 se produjo una fuerte epidemia de gripe que afectó especialmente a las clases más humildes, y que los galenos de la época sanaban (o intentaban sanar) con sangrías, cantáridas o vejigatorios y arropamientos para hacer sudar. En realidad, la mejor cura estribaba en una alimentación sustanciosa que la mayoría no podía permitirse. Entonces, los vecinos más pudientes se volcaron en ayuda de los más pobres, al punto de que Juan Primo de la Guerra escribiría que:

               “… de forma que puede decirse que si la epidemia ha sido considerable, la caridad de Santa Cruz ha sido mayor”.

          Finalmente, hubo otra fuerte epidemia en 1837.

Fiebre amarilla.

          En 1810 saltaba la alarma ante la llegada de barcos procedentes de América y en los que había fallecido gente. Como en las demás enfermedades, el primer remedio aquí (dado que lo lógico era que la enfermedad llegase por barco), consistía en someter al buque, a su tripulación y a los efectos que transportase a un período de vigilancia, una “cuarentena”, en El Lazareto, frente al barrio del Cabo, y esperar a que se tuviese la seguridad de que el navío estaba “limpio”, y así se hizo.

          Pero fueron dos correos procedentes de Cádiz, en los que viajan varios pasajeros afectados de la enfermedad sin saberlo, los que desataron la epidemia. En un caso, un Oficial de Marina que viajaba con su esposa y un hijo acudió a visitar al Comandante General, al que conocía de antiguo y allí mismo el niño empezó a sentirse mal. Ya tenemos el primer foco en tierra (por cierto, dos hijos del General morirán como consecuencia del contagio). El mismo matrimonio y el niño enfermo se alojaron en una fonda de la calle Castillo (2º foco) y otros pasajeros lo harán en otra pensión de la calle San José (3er. foco). Y a partir de esos tres puntos la enfermedad se extendió a toda la población.

          Muchos santacruceros, de los más de 7.000 que componían el censo, se marcharon a distintos pueblos del interior de la isla, quedando en la villa 3.142 personas de las que 2.642 enfermaron (el 84 %) y 1.332 (el 50 % de los atacados y el 42 % de los que permanecieron en Santa Cruz) fallecieron. Quiero destacar que de los 824 hombres que murieron, 249 eran militares y 82 prisioneros franceses. De los primeros, muchos pertenecían a la 1ª y la 6ª compañías de la "Granadera Canaria", la Unidad formada en Gran Canaria para ayudar al esfuerzo bélico de la Guerra de la Independencia, y que venían escoltando a los franceses cautivos. El gran número de fallecidos llevó al Ayuntamiento a construir el cementerio de San Rafael y San Roque.

          Aunque la epidemia se declaró oficialmente extinguida a finales de enero del año siguiente, en este 1811 hubo un rebrote, en el que enfermaron unas 4.000 personas, de las que fallecieron unas 250.

          Muestra del atraso existente en el tratamiento de la enfermedad es que el remedio más eficaz pareció ser uno guanche: ingerir una cucharada de manteca de ganado disuelta en un vaso de agua tibia.

          Estas dos epidemias de 1810 y 1811, combinadas con la hambruna desatada por la plaga de langosta citada antes (recuerden que la peor fue precisamente la de 1811), supusieron un duro golpe al crecimiento demográfico de Santa Cruz del que tardó más de una década en recuperarse, pues en 1821 contaba con una población de menos de 6.200 personas, bastante inferior a la del inicio del siglo.

         Lo único positivo nos lo cuenta Dugour...

               “Durante aquella horrible escasez Santa Cruz encontró siempre patriotas que pusieron sus caudales a disposición del Municipio con un desprendimiento que asombra”

          ... y nos relata a continuación que don José Guezala, compró en Cádiz de su bolsillo 2.000 fanegas de trigo que embarcó para Tenerife; y como el precio del flete era muy elevado, el diputado don Enrique Casalón puso 5.000 reales para que el vital cereal llegase lo más barato posible a manos de los santacruceros y los tinerfeños. Y destaca que no fueron los únicos.

          En 1846, cuando se temía que la enfermedad se propagara desde África, llegó una fragata procedente de La Habana. Aunque se mantuvo en cuarentena en El Lazareto durante 15 días, alguna circunstancia en la que se burlara la vigilancia (alguien que bajara a tierra, alguien que subiera a bordo o alguna mercancía que se desembarcara) desató otra epidemia de fiebre amarilla. De los 8.719 habitantes enfermaron la friolera de 7.025, más de un 80 %, aunque fallecieron tan sólo 63 personas.

          Por fin, en 1863 se produjo la última epidemia de esta enfermedad. De las casi 11.000 personas que vivían en el casco urbano, algo menos de la mitad escapó al interior de la isla, quedando en la plaza 5.855, de las que fallecieron unas 540, aproximadamente el 9 % de los que se quedaron.

Viruela

          El 9 de diciembre de 1803 apareció en el puerto de Santa Cruz la corbeta María Pita en la que viajaba el coronel don Francisco Javier Balmes al frente de una expedición sanitaria a la que Carlos IV había encomendado la ingente misión de vacunar contra la viruela a toda la población del inmenso Imperio español. Pero lo verdaderamente impresionante del caso es que los virales, es decir los verdaderos  contenedores de la vacuna, era unos niños del orfanato de La Coruña. Ante las dudas de la población, el Comandante General Marqués de Casa Cagigal quiso que sus hijos, para dar ejemplo, fuesen los primeros que se vacunasen. Así y todo dicen las crónicas que no fueron muchos los que lo hicieron pese al enorme peligro que entonces suponía esa enfermedad.

          En 1825 aparecieron en la población santacrucera algunos casos de viruela, pero será dos años después cuando ataque con fuerza. Contrajeron el mal 925 personas, de las que Cola ha podido contabilizar que fallecieron 217, es decir, la cuarta parte de los atacados. Fue esta la epidemia de viruela más importante del siglo, aunque hubo rebrotes o epidemias de menor importancia en 1845, 1870, 1876 y 1877.

Cólera

          La amenaza del cólera fue la espada de Damocles pendiente sobre el Archipiélago durante mucho tiempo. En la época que tratamos, las posibilidades de supervivencia de los afectados no eran muchas, y como ejemplo baste decir que desde 1833 a 1900 fallecieron en España por esta enfermedad unas 800.000 personas.

          El temor era tal que incluso se contravinieron por las autoridades órdenes relacionadas con la defensa militar del Archipiélago, como en 1864, cuando el Comandante General Riquelme reenvió a la Península una fragata que transportaba al Batallón Tarifa, que venía a reforzar la guarnición de Santa Cruz, por sospechas de que a bordo venían algunos infestados.

        Se acercaba el fin de siglo y parecía dibujarse un panorama optimista para una Santa Cruz que había superado crisis económicas, enfermedades y desastres y que ya empezaba a crecer de forma ostensible. Pero en 1893 se recibieron noticias de Europa y de la Península con informaciones que hablaban de muchos casos de cólera. A finales de septiembre llegaba a la rada el vapor Remo que procedía de Río Grande en tránsito hacia Génova. Dado que a bordo había habido alguna muerte achacable al cólera, las autoridades municipales decidieron ponerlo en cuarentena. Pero, como ya había sucedido en otras ocasiones, la vigilancia tuvo que fallar en algún momento.

          El 11 de octubre, tal día como hoy de hace 119 años, se tuvieron noticia de los primeros casos entre la población, casos aislados que días después se convertirían en epidemia. En los 3 meses de su duración, la enfermedad atacó a 1.744 personas, casi el 9 % de las más de 19.700 que componían el censo urbano. De los afectados murieron 388 (casi el 22 % de los enfermados y el 2 % de la población). Los barrios más afectados fueron El Toscal, San Andrés- que tuvo que abrir un nuevo cementerio- e Igueste de San Andrés.

          Cuando terminó la epidemia nos cuenta Martínez Viera que:

               "… cruzaba la ciudad, carretera arriba, a pie, una caravana compacta, silenciosa, integrada por hombres, mujeres y niños: era todo el vecindario del barrio de San Andrés que en peregrinación iba a cumplir la promesa hecha al Cristo de La Laguna en los días atribulados de la epidemia.”

          En El Toscal, la imagen del Señor de las Tribulaciones era llevada por sus calles, desde el templo de San Francisco, dando así origen a uno de los más conocidos recorridos procesionales de nuestra Semana Santa. El Ayuntamiento cambió el nombre de una calle, hasta aquel momento la de Oriente, por la del Señor de las Tribulaciones con que hoy la conocemos.

          Lo destacado, aparte del dolor por los fallecidos, fue el claro ejemplo de solidaridad y abnegación de que dio muestras Santa Cruz en su lucha contra el infortunio. El vecindario se volcó en esa guerra, junto a médicos y autoridades, y colaboró de forma entusiasta, agrupándose unos en equipos de socorro a los enfermos; encargándose otros de su transporte a zonas de aislamiento; desinfectando las casas, las ciudadelas, las calles y los barrios. Las crónicas destacan que todas las clases sociales formaron parte de esas cuadrillas o grupos y que todos actuaron con una abnegación y un fervor pocas veces vistos.

          En reconocimiento, el Gobierno de la Nación concedía a la ciudad , junto a la Cruz de 1ª clase de la Orden Civil de Beneficencia, el título de Muy Benéfica que venía a unirse a los de Muy Leal, Noble e Invicta que figuraban en su escudo (y al de Fiel, que también debería figurar). Cuando en la Plaza de Candelaria, en solemnísimo acto, el Gobernador Civil mostraba la Cruz y la Banda citadas, decía las siguientes palabras:

               “Pueblo de Santa Cruz: Aquí tenéis el premio de vuestra abnegación, de vuestra caridad, de vuestro heroísmo. Procurad ser siempre digno de él.”  

          Y el alcalde de entonces prometió transmitirnos ese legado a los que vendríamos después.

Inundaciones, riadas...

          Además de esas epidemias hubo bastantes riadas e inundaciones, destacando por su violencia el aluvión de 1826, que arrasó San Andrés, El Bufadero, Valleseco y la ciudad. Y como es tradicional, el barranco de Santos se llevó el Puente del Cabo.

 

Y ALGO SOBRE LA VIDA COTIDIANA

 Los habitantes

          ¿Y cuántos santacruceros había? Don Pedro Bonoso González me ha proporcionado datos de 3 momentos significativos: el inicio del siglo, apenas pasado su ecuador y cuando se iniciaba el XX.

          En esa documentación se puede comprobar que en 1802 la población alcanzaba los 6.889 habitantes (2.667 varones y 4.222 hembras), que vivían en 1.700 casas distribuidas, aproximadamente, por el mismo espacio que dibujó el Chevalier Isle hacia 1780. Existían en Santa Cruz dos Parroquias, la Matriz y la del Pilar( si bien ésta era más bien auxiliar de aquella), y 2 conventos, San Francisco y Santo Domingo, así como 2 hospitales.  Y en la vida cotidiana aquellas personas utilizaban 58 lonjas o puestos de venta, 36 tabernas, 22 bodegas, 1 carnicería, 2 posadas o fondas y 32 figones.

          Por lo que respecta a las profesiones había nada menos que 721 criados, junto a 181 jornaleros, 104 marineros y pescadores, 57 comerciantes y mercaderes y un elevado número de mujeres que trabajaban en casa, como las 86 costureras, las 46 hilanderas o las 25 tejedoras. Y resaltar la presencia de 5 escribanos, 8 notarios y 3 abogados, lo que habla bien a las claras de la pujanza de la población. Por el contrario, tan sólo 2 médicos, 1 cirujano, 2 boticarios y 2 veterinarios atendían al aspecto sanitario. Y lo más triste: entre los menores de 14 años, de los 1.015 niños sólo iban a la escuela 53; y de las 1.008 niñas, aún peor: únicamente 11. No figuran los datos en la documentación en que me he basado, pero calculando por lo bajo el índice de analfabetismo sin duda se acercaba al 85 % de la población.

          En 1860 ya eran 14.146 los habitantes de Santa Cruz (6.707 varones y 7.439 hembras), lo que significaba que la población había crecido más de un 100 %. El casco urbano se había extendido hacia el Norte, por la zona del Toscal. Vivían en 2.478 casas, de las que la mayoría, 2.019, eran terreras. Había mejorado un poquito el nivel cultural pues sabían leer y escribir 3.387 personas, lo que suponía un índice de analfabetismo del 76 %. Pero ya existían 5 escuelas de niños, a las que asistían 555 pequeños, y otras 467 niñas acudían a las 3 escuelas dedicadas a ellas.

          De los habitantes, cerca de 1.000 eran militares, y 227 marineros. Había 1.300 artesanos, casi 500 que trabajan en la industria, 1.120 sirvientes, 1.858 jornaleros (la mayoría del campo) y 132 “pobres de solemnidad”. El número de abogados había subido a 18 y por fin hay 8 médicos, 6 boticarios y 6 veterinarios.

          Los datos de 1905 de que dispongo son más escuetos. Poco después del cambio de siglo el número de santacruceros es de 38.419,  y ya se constata en planos de la época que Capitanía ha sido desbordada hacia Poniente y aparecen la Plaza de Toros y el velódromo, mientras que el Toscal ha seguido su crecimiento hacia el Norte.

          Como curiosidad destacar que a veces la población aumentaba no sólo como consecuencia de la arribada de tropas de refuerzo o camino de América que cité antes, sino por otras circunstancias, como la llegada de desterrados, traslados forzosos ocasionados por los avatares políticos del siglo XIX. En concreto a Santa Cruz vinieron por esa causa 42 personas en 1821, y 19 en 1835, pero el “boom” se produjo entre los años 1854 y 1862, con la llegada de 2 Mariscales de Campo, 7 Brigadieres, 5 Coroneles, 3 Tenientes Coroneles, 12 Comandantes, 16 Capitanes, 22 Tenientes, 6 Alféreces, 13 Sargentos y otras 475 personas.

          El más ilustre de estos visitantes forzados sería el Infante don Enrique María de Borbón, que desembarcó en noviembre de 1864, y apenas estuvo dos meses aquí, viviendo ese tiempo en el número 17 de la calle de San Francisco. Curiosamente era el primer miembro de una Casa Real española que visitaba Canarias.

La vida cotidiana

          Naturalmente no vivirían igual los santacruceros de 1800 que los de 1900, porque en un siglo es lógico que muchas cosas hubiesen cambiado para bien. Pero podemos generalizar diciendo que la vida de aquella gente tuvo que ser muy dura. Ya cité como causas principales de las epidemias la falta de higiene y la incultura, pero la gente vivía de una u otra forma.

          En los comienzos del siglo, la población se surtía de agua y compraba el pescado salado, del que hacía abundante consumo, en la Pila y en una lonja importante, precisamente situadas ambas en la Plaza del Castillo, o Real, o como quieran ustedes llamarla. Cuando el Ayuntamiento instaló sus dependencias en una casa esquina con la calle Castillo (donde hoy está el Banco de Santander), a los ediles les molestaron el bullicio, la algarabía, las peleas y la suciedad (especialmente por culpa de las caballerías) alrededor de la Pila, y la pestilencia que emanaba de la Lonja. Ambos fueron mandados a mudar: la Pila junto al castillo de San Cristóbal y la Lonja primero a la calle de La Palma y años después, en 1835, a la desembocadura del Barranquillo del Aceite.

          Para el suministro de agua eran de capital importancia las aguadoras, que la servían en las casas y a los transeúntes. Para los alimentos, además de las vendedoras a domicilio, existía al inicio del XIX cerca de La Caleta, un mercado de verduras que en 1815 se trasladó a una recova nueva, de muy digno empaque (hasta con el escudo en piedra de la ciudad en el dintel de la entrada) sobre el citado Barranquillo, lugar que se comprobó no era idóneo por las mareas y los desbordamientos del barranco. Por ello, en 1850, el Gobernador Civil enajenó el antiguo convento de Santo Domingo y allí se levantó la Recova. Y a su lado nacería casi enseguida, en 1851, el Teatro.

          Y ya que hablamos del agua, al principio nos referimos al suministro y almacenamiento del agua. Hay que destacar que la primera fuente de que se dispuso para el servicio público fue la citada de la Pila, que no se ha perdido, de la memoria y físicamente, como tantas otras cosas en nuestra tierra, gracias al altruismo de la familia Benítez, que la recuperó de un más que seguro destrozo, la situó en su villa y la donó al Ayuntamiento cuando alguien pensó que la Plaza debería volver, más o menos, a su estructura original.

          Luego se instaló la de Morales, recién restaurada, y por la que nos han dicho que pronto volverá a correr el agua, lo que deseamos también para la de Isabel II, hoy oculta tras los parasoles de un bar y llena de inmundicias, y la de Santo Domingo, seca como una mojama. Hubo otras más modestas, como la de Puerto Escondido, la del “chorro caballos”, cerca de "la palmera del parque"  o la del “chorro del muelle” y alguna más.

          La gente vivía una vida apacible, siendo frecuentes los paseos vespertinos por la muralla o la orilla del mar, buscando el frescor del Atlántico en los meses veraniegos. También se paseaba por el Paseo de Coches, la Alameda de Branciforte, la Plaza de la Candelaria, o el Paseo de la Concordia, creado en 1848 por el Capitán General Pereyra, Marqués de la Concordia. A finales de siglo se empezó a hablar de construir un gran Parque, pero para ello aún tenían que pasar unos cuantos años. Se extendía el alumbrado público, pero las parejas, claro, preferían parajes más oscuros, y en 1869 la Sociedad Panificadora costeaba la adquisición de farolas para que se colocaran en el Barrio de los Llanos y evitar, o al menos dificultar, “citas galantes” en la penumbrosa zona.

          Y los santacruceros se embobaban ante la Farola del Mar, inaugurada la nochevieja de 1863, la imponente grúa Titán, que empezó a funcionar en 1887, el gran pescante de hierro o los primeros viajes de la locomotora Añaza, a partir de 1890.

          O acudía en 1865 al puerto a ver la fragata Numancia, la primera nave acorazada que dará la vuelta al mundo. Su comandante era don Casto Méndez Núñez y como segundo figuraba un santacrucero, el capitán de navío don Juan Bautista Antequera, quien precisamente será su Comandante, ya ascendido a Brigadier, en el viaje de regreso a la Patria, tras la guerra contra Chile y Perú y el bombardeo del puerto del Callao. Por cierto, ¿será casualidad o alguien pensó en poner juntos en el callejero de Santa Cruz 5 nombres muy relacionados? Piensen un momento: Callao de Lima-que Cola asegura venía de mucho antes-, y en paralelo Méndez Núñez, Antequera y O'Donnell (que era Presidente del Gobierno en aquellas fechas). Y uniéndolas, por el norte, Numancia.

          También iban con los niños al circo, entre los que destacó el de Nava que apareció en la última década del XIX con el número fuerte de los equilibristas y, sobre todo, del capitán Guillaume, un audaz piloto de globo aerostático, cuyos aterrizajes, en los sitios más insospechados ponían en grave peligro su integridad física… y la de los demás. Y desde abril de 1893 se podía decir alegremente aquello de “¡A los toros!”, pues en esa fecha empezaron a programarse festejos taurinos en Santa Cruz.

          Al fresco se empezaron a leer los primeros periódicos: en 1837 el Atlante, en 1847 La Aurora, en 1879 La Revista de Canarias… y muchos otros que fueron apareciendo. Y casi al final de siglo, una gran alegría. La luz eléctrica se utilizaba ya en Santa Cruz desde 1881, pero se inauguraba el alumbrado urbano en 1897, y se arrumbaban las antiguas y olorosas farolas de trementina.

Las romerías, fiestas,…

          Pero después de saciar la sed y, más o menos, calmar el hambre, la gente querría olvidar sus pesares y para ello el mejor remedio eran las Romerías, en las que tras cumplir promesas o hacer rogativas a Cristo, a la Virgen a o algún Santo, los espíritus se relajaban y los cuerpos se animaban con el beber y el yantar. Y no eran pocas las romerías de que podían disfrutar los chicharreros. Se celebraban la del Pilar (que unos aseguran fue la primera), la de Nuestra Señora de Regla, la de San Sebastián (que otros dicen fue la primera), la de Nuestra Señora del Carmen, la del Santo Cristo de Paso Alto, la del Cristo de los Dolores, la de San Telmo, la de la Cruz de San Agustín, la de San Juan y seguramente alguna que me he comido.

          Y, cómo no, la de la Santa Cruz, que desde 1854 fue siempre acompañada de festejos populares. Aquel sagrado madero fundacional empezó a salir procesionalmente por los alrededores de la Ermita de San Telmo en 1867, pero a partir de 1873 se extendió su recorrido al casco urbano. Hoy ese recorrido es un corto trecho desangelado, triste y casi vacío de fieles o curiosos. Y justo es que todos entonemos un sentido "mea culpa".

          La gente iba a aquellos festejos con el ánimo dispuesto a la alegría. Las mujeres “tapadas”, con la cara oculta, a pedir a los hombres “la feria”, es decir chucherías, turrones, etc. (era una forma como otra cualquiera de romper el hielo). Por su parte, los hombres iban “embozados”, semiocultos los rostros por las solapas del abrigo o las alas del sombrero, lo que favorecía a los tímidos y a quienes les gustaba soltar requiebros “algo subidos de tono”. Desde el inicio del siglo, y aún antes, se publicaron bastantes bandos prohibiendo esa costumbre, pero hay constancia de que al menos perduró hasta 1838.

          Y ya que estamos de festejos, ¿qué me dicen del Carnaval? Pues que se celebraba desde muy antiguo, pero cuando, como resultado de la Constitución de 1812, llegó a Santa Cruz el señor Soberón, el primer Jefe Político constitucional, publicó un bando muy duro prohibiéndolo. El alcalde, el ya citado don José Mª. Villa, le dirigió un escrito en el que decía a la flamante autoridad civil que del Carnaval...

               “… nunca ha resultado desorden, ni hay por ahora temor de que se experimente, al paso que es bien notorio que en este Pueblo se carece de otras diversiones que llamen la atención y que además es conocida la docilidad y comedimiento de este Vecindario, a quien sin una causa justificada no parece prudente privarle de este ensanche a que está acostumbrado."

          El decreto quedó sin efecto. Como muestra del arraigo de esas fiestas, en 1840 empleados del Ayuntamiento pedían que se les pagase un mes de sueldo que se les adeudaba alegando que aquel dinero era su único medio de subsistencia y que, además, ... se acercaban los carnavales.

Las celebraciones

          Desde un principio, los componentes del Ayuntamiento hicieron cuestión de honor la celebración de la Gesta del 25 de Julio. Se llegó en varios años a que, por la penuria de recursos, el alcalde y los concejales, de su bolsillo, pagaron parte de las celebraciones (normalmente muy austeras), como en los años 1807 y 1815.  Hubo momentos difíciles en los que eso ya no fue suficiente, y en 1819 varios concejales se echaron a la calle a pedir dinero, en 1818 no hubo salvas y en 1836 no hubo música. Pero siempre hubo conmemoración religiosa con asistencia del Ayuntamiento en pleno.

           Quizás, con el paso de los años, alguno intentó escaquearse, porque en 1871 el Alcalde recordaba a los concejales que con la celebración de la Gesta había una “obligación moral”, y que para cualquiera de ellos, la asistencia a los actos era uno de los deberes inherentes a su cargo. Al proclamarse la Primera República hubo ciertas reticencias a acudir a la celebración religiosa y se pidió la opinión al Gobernador Civil, Miguel Villalba Hervás, masón y anticlerical. Y éste declaró que asistiría a la función religiosa y demás actos en la Parroquia Matriz por tratarse del recuerdo y aniversario de una de las fechas más importantes de la Historia de Santa Cruz. A eso se le llama responsabilidad ante la ocupación del cargo. No comparemos con estos tiempos, por aquello de la "odiosidad" -valga la palabreja- de las comparaciones. Y lógicamente, se conmemoró con gran solemnidad y muchas fiestas el primer centenario en 1897.

          Había más celebraciones, con motivo de hechos de importancia nacional o local. Por ejemplo, en 1812, por la promulgación de la Constitución, y en la promulgación de las otras Constituciones del siglo XIX. O cuando en 1820, para celebrar la creación del Obispado Nivariense, el Comandante de Artillería elevó ante el pasmo y el regocijo de la población un globo aerostático. En 1866 un portugués que se hacía llamar Capitán Infante se elevó en un globo. y en 1891 elevaban globos "ardientes", con el consiguiente peligro de incendio.

          En 1844 hubo grandes festejos por la mayoría de edad de Isabel II. El ayuntamiento se endeudó y llegaron a embargársele algunas partidas de ingresos. Sólo 24 años después, cuando “la Gloriosa” derrocó a la Reina, también hubo festejos porque se la había echado. Sic transit gloria mundi.

          Y no se crean que no había “botellón”. En 1784 se produjo un tremendo incendio que afectó de lleno a muchos edificios de la calle del Sol y otras aledañas, quedando en consecuencia varios solares vacíos… que no se fueron rellenando, pese al paso de los años. Y en aquellos solares se reunían unos grupos de personas que se dedicaban a los naipes y al vino, a vociferar y armar escándalo, hasta el punto de que los vecinos de las casas cercanas no se podían asomar a sus ventanas. Y el Ayuntamiento, en 1801, decretó que los propietarios de los solares los vallaran para evitar el espectáculo.

          Y además de esas celebraciones, de vez en cuando vez en cuando un acontecimiento sacudía los ánimos.

          Por ejemplo, al conocerse el triunfo de la Revolución de 1868 (“la Gloriosa”) con el consiguiente derrocamiento de Isabel II, se produjo un estallido de entusiasmo popular. Se designó un Junta de Gobierno y el Comandante General, seguramente sin instrucciones al respecto, decidió declarar el Estado de Guerra en la ciudad para evitar disturbios. Su orden fue desobedecida por la oficialidad del Regimiento de Infantería, acuartelado en San Carlos, y el Mariscal de Campo, que se llamaba Vicente Talledo, decidió ir al cuartel a restablecer la disciplina. Al intentar cruzar el Puente del Cabo, la gente se lo impidió y lo hizo retroceder. Semanas antes había tenido lugar, cerca de Córdoba, la batalla del Puente de Alcolea. La gente, humorísticamente, denominó aquí al incidente relatado como la “batalla del Puente del Cabo”.

          Y otra muestra es el entusiasmo que provocó la breve estancia  del general Prim. El general reusense se encontraba en la cumbre de la fama. Aún no era Presidente de Gobierno, pero sí el héroe de Castillejos, aquella batalla en la que, tan sólo meses antes, arengó a sus soldados, al borde de la huída, diciéndoles que podían abandonar sus mochilas, pero no la Bandera con la que su General se iba a meter entre las filas de los moros. Los arrastró con su ejemplo y sus palabras, y vencieron. Aquellos soldados suyos eran voluntarios catalanes y aquella Bandera de aquellos soldados catalanes, era la de España, la de todos los españoles, militares o no.

          Pues bien, Prim camino de Méjico adonde conducía al contingente español de una fuerza combinada hispano-franco-inglesa, arribó a nuestro puerto a bordo de la fragata Antonio de Ulloaen las primeras horas de la mañana del domingo 1 de diciembre de 1861. Una enorme multitud aguardaba en el muelle y rodeando su coche lo acompañó al Palacio de Carta, sede en aquellos años de la Capitanía General. Tuvo que salir al balcón a saludar al pueblo. Luego, rodeado de gente, acudió  a San Francisco a oír la misa que se decía para los soldados del Batallón Provincial cuyo desfile presenció. Por la noche, cena de gala en Capitanía con la asistencia de las primeras autoridades, y a renglón seguido, a pie, se trasladó a esta casa, a este Casino Principal donde tuvo lugar un brillante baile. Cuentan las crónicas que el edificio estaba fastuosamente decorado con luces, plantas y las banderas de las Unidades antiguas de la guarnición. Al día siguiente, y con igual entusiasmo, Prim partió para América.

          También para América, para Cuba en concreto, partieron en 1895 aquellos de nuestros soldados y artilleros que, en los sorteos celebrados en San Carlos y en Almeyda, respectivamente, vieron salir de las urnas sus nombres para ir a una guerra de la que muchos no volvieron o lo hicieron muy enfermos. Dicen los relatos de la época que toda Santa Cruz acudió al muelle a despedirlos, en una manifestación de cariño nunca igualada en estos lares.

          Y mucho más local, pero también muy importante para la vida cotidiana fue la multitudinaria inauguración en 1838 de la segunda fuente pública, la dedicada al Capitán General don Tomás de Morales con aquel “inmortal” pareado”: “Dedicada con celo ardiente // a tu nombre, Morales, esta fuente”.

          Y si la gente normal no vivía muy bien, mucho peor era la situación de los presidiarios. La cárcel pasó, hacia 1825, de una casa de la calle de la Marina (núm. 53) a una vivienda de la calle San Francisco, y en 1840 al exconvento de Santo Domingo, de donde se trasladó en 1847 al exconvento de San Francisco al habilitarse una parte de edificio. Pero las deplorables condiciones fueron una constante. Como saben, el tema no se solucionó hasta la mitad del siglo XX.

          ¿Y el tráfico? Hombre, no es que hubiera “horas punta”, pero poco a poco hubo que dictar normas para su regulación. Por ejemplo, la primera consistió en declarar calles de sentido único: hacia arriba la del Castillo y hacia abajo las del Sol (Doctor Allart) y de la Luz (Imeldo Serís), Y desde 1797 ya existía un aparcamiento para las carretas entre las Baterías de La Rosa y San Pedro. Tampoco crean que lo del impuesto de circulación municipal es nuevo: En 1813 los carruajes debían dotarse de una licencia y un número de identificación; sus propietarios pagaban un canon que se dedicaba al arreglo y mantenimiento de las vías públicas. Para evitar molestias a los enfermos se permitía que se enarenasen los tramos de calle frente a su vivienda, corriendo el vertido de la arena y su recogida a cargo de los interesados.

          Y otro tema cotidiano, el lavado de la ropa. Al no haber agua corriente en los domicilios, la gente lavaba en los barrancos, especialmente el de Santos. En 1820 hubo un primer intento de crear unos lavaderos cerca del barranco de Almeyda, pero no pasó de proyecto. En 1837 se confeccionaron planos para la construcción y al año siguiente la comisión encargada pensó que debía localizarse en la parte alta del Paseo de la Concordia, pero finalmente se volvió a la zona del barranco de Almeyda. Los trabajos finalizaron en 1842 pero ya se utilizaban desde años antes, aunque hay que destacar que desde un principio existieron problemas con la explotación del servicio, higiene, sequías, etc. A lo largo del siglo se utilizaron para otros fines: almacenes militares, parada de sementales, matadero, cocina económica, llegando a deteriorarse sensiblemente. En el XX, con la llegada del agua a los hogares hacia 1915, perdieron utilidad. En 1932 fue escuela y hoy es una Sala de Exposiciones y ejemplo de arquitectura urbana industrial.

La cultura

          En el Teatro y otros locales se daban con frecuencia funciones. Y una noche de septiembre de 1858 la gente se embelesó escuchando como tocaba el piano un niño de 10 años que se llamaba Teobaldo Power.

          En lo socio cultural hay que resaltar la aparición en el XIX santacrucero de varias sociedades. La primera fue ésta en la que nos encontramos, que nació en 1840, con el nombre de Gabinete Literario y de Recreo y se ubicó en el número 4 de esta Plaza. Al mudarse en 1850 al número 2 cambió su nombre por el de Casino de Santa Cruz de Tenerife, y de nuevo en 1860 se trasladó a la ubicación actual, en el número 11 de la Plaza, para establecerse allí definitivamente. En 1935 cambió la denominación por la de Casino de Tenerife, y recientemente se le ha concedido el título de Real. ¡Qué les voy a decir a ustedes de la labor cultural de esta casa! Personalmente, como ciudadano y como militar, y aunque recoja un período muy corto de su existencia, sólo tengo palabras de agradecimiento hacia quienes lo rigen y lo han regido y hacia quienes en él han trabajado y trabajan.

          En 1868 nació también el Círculo de Amistad, tras la fusión de otras dos sociedades que habían visto la luz 13 años antes: El Recreo y El Progreso. Su sede estuvo en la Plaza de la Iglesia hasta que la destruyó un incendio en 1899. Poco después se unió el Círculo de Amistad a la toscalera Sociedad XII de Enero, fundiéndose incluso ambos nombres, y desde 1903 ocupa su sede actual en la calle Ruiz de Padrón.

          También existía una Sociedad Económica de Amigos del País de Santa Cruz de Tenerife, que se disolvió.

          Y no se puede olvidar al Gabinete Instructivo, que nació en 1869 y desapareció en 1901. En una conferencia le oí a Luis Cola, hablando de aquella sociedad, lo siguiente: “En un tercio de siglo logró aglutinar en su seno a una pléyade de patriotas de las más diversas ideologías que trataron de enaltecer, instruir y motivar a la sociedad en que vivían y más de una vez se convirtieron en sus conductores.” La simple lectura de los nombres de las personas que en su sede se reunieron en esos 30 años largos de existencia constituye un resumen de la cultura santacrucera, tinerfeña y en buena manera canaria de la segunda mitad del siglo XIX.

 

 

FINAL

          Repasando lo escrito, observo que he hablado, sin querer hacerlo, de edificios, pero una vez puestos quiero resaltar la construcción del Palacio de Capitanía General, por el general Weyler, inaugurado en 1881, y que constituye para mí el edificio más emblemático del antiguo Santa Cruz. Y tampoco puedo olvidar al complejo defensivo de Almeyda, convertido hoy en un enclave cultural de primer orden al albergar (en ninguna otra instalación militar de España se da este caso) al Archivo, la Biblioteca y el Museo Militares de Canarias. A los santacruceros que están presentes, decirles que lo conozcan, lo utilicen, lo disfruten y difundan su existencia a quienes sean sus amigos, locales o foráneos. Y si por su posición lo pueden hacer, que lo apoyen.

         Casi para terminar voy  a hacerlo con un párrafo de un artículo escrito en 1953 por don Francisco Martínez Viera y recogido en su libro El antiguo Santa Cruz. Crónicas de la Capital de Canarias. El trabajo en cuestión lleva por título “Los alcaldes del siglo XIX” y en él se puede leer lo siguiente:

               “¡Labor difícil la de los primeros años, faltos de todo! ¡Ímproba labor la de los años posteriores, con mezquinos presupuestos que hacían deslucida toda gestión! Pero se traían las aguas para el abasto público, y se construían fuentes para su mejor distribución, y se construían lavaderos públicos y se construían el Teatro y el Mercado. Y se creaban escuelas cuyos maestros pagaba el Municipio. Y se embellecía la ciudad con paseos y alamedas. Y se planeaban y construían barrios de ensanche. Y se pavimentaban unas calles y se abrían otras. Y se pasaba del arcaico sistema de alumbrado… al alumbrado eléctrico, que fue como un refrendo de luz a toda aquella labor realizada ‘casi en tinieblas’, a lo largo del siglo XIX…”

          De ese siglo, de sus tinieblas y de sus luces les he querido hablar esta tarde.

          Muchas gracias por su atención.

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