Así empezamos. Santa Cruz, siglo XVI.

Por Luis Cola Benítez  (Pronunciada el 1 de octubre de 2012 en el Real Casino de Tenerife, dentro del ciclo "Santa Cruz, Puerto y Plaza Fuerte" organizado por la Cátedra General Gutiérrez de colaboración entre el Mando de Canarias y la Universidad de La Laguna).

 

          Decía el profesor Antonio Rumeu que “Santa Cruz de Tenerife no pasaba de ser, a fines del siglo XV o principios del XVI, el puerto o apeadero de La Laguna…”, y razón tenía el admirado historiador.

          En los momentos siguientes al desembarco castellano en las playas de Añazo, lo   primero que interesó a Fernández de Lugo fue asentar y proteger aquella “cabeza de playa” establecida en lo que se consideraba territorio enemigo, para que sirviera de base a las posteriores operaciones proyectadas. Situado el primer campamento buscando la somera protección que le podían proporcionar los accidentes naturales de la topografía del terreno, se estableció en el espacio comprendido entre los que luego se llamaron barranco de Santos y del Aceite o Cagaceite, que cubrían ambos flancos de indeseadas sorpresas gracias al entorno despejado de sus cauces y laderas. Los guanches de aquellas playas, asombrados ante lo que sin duda consideraron importante armada castellana, el número de hombres que transportaba y el inusitado movimiento ocasionado por el desembarco de toda la impedimenta, después de unos momentos de incertidumbre optaron por una prudente retirada con el ganado que pudieron apañar de sus rebaños y abandonaron las cuevas y rudimentarias construcciones que les servían de habitación. Es seguro que estas mismas construcciones, en unión de algunos pabellones de campaña levantados sobre la marcha, servirían como alojamiento de urgencia a la tropa y para los primeros almacenes del imprescindible material transportado.

          Días siguientes, ya la rudimentaria Cruz se alzaba hincada en el pedregoso paraje cercano al rompiente de las olas, ya se había celebrado la primera misa a la sombra del Santo Madero, ya había nacido el Lugar y Puerto de Santa Cruz de Añazo.

          Tan improvisadas y primarias instalaciones se completaron, después del segundo desembarco, con algo que demandaba la conciencia y la mentalidad de la época: el imprescindible lugar de culto y oración. Y así, cuando aún casi no habían comenzado a construirse las primeras casas, se alzó sobre una rocosa lengua de antiguas lavas que se adentraba en el mar el primer templo de Santa Cruz, primitiva ermita dedicada a Nuestra Señora de la Consolación, cuya preciosa imagen, en una ciudad donde tanto se ha perdido y destruido, hoy milagrosamente se conserva custodiada en la parroquia matriz de Nuestra Señora de la Concepción. La pequeña imagen gótico-renacentista es la segunda representación mariana entronizada en la Isla y, después de que la original de la Candelaria se perdiera en el aluvión que sufrió aquel pueblo y toda la Isla en 1826, es la más antigua de Tenerife. De sobra es conocida la razón de la advocación y de la construcción de aquella primera iglesia, seguramente de paredes de piedra y barro y cubierta de maderas, levantada por el Adelantado en agradecimiento al apoyo y “consuelo” recibidos de su compañero de armas Lope Hernández de la Guerra para poder llevar a buen fin la expedición emprendida.

          La ermita no sobrevivió demasiados años, pues como es sabido, al señalar su solar para la construcción de una fortaleza que protegiera el desembarcadero y que reemplazara al primer reducto conocido como el cubilete viejo, fue preciso demolerla y sustituirla por otra de nueva planta y más alejada del mar, sobre un altozano igualmente situado entre los mismos dos barrancos que flanqueaban el primer asentamiento. Al cabo de los años la nueva ermita serviría de base a la Orden de Predicadores para la fundación del convento dominico de la Consolación, también lamentablemente desaparecido al derruirse para la construcción del teatro y la recova.

          Pero no adelantemos acontecimientos y volvamos al comienzo. Desde los primeros instantes, después de realizado con fortuna el desembarco y asentado el campamento, Fernández de Lugo tuvo que contar con dos establecimientos imprescindibles para el buen desarrollo y fin de la operación. El primero tenía que ver con la intendencia de la numerosa tropa que le acompañaba y, para atender este importante capítulo delegó en uno de sus subalternos de más confianza, Francisco de Gorvalán, que ya le había acompañado en la conquista de la isla de La Palma, y que más tarde ejercería importantes cargos tanto en La Palma, como en La Gomera y Tenerife. Gorvalán quedó encargado de todo lo concerniente a bastimentos, alimentación y distribución de raciones y, por las numerosas concesiones de tierras, solares y aguas que le otorgó Lugo, parece que debió hacerlo con total eficacia y a entera satisfacción.

          El segundo establecimiento es bien curioso, aunque no menos necesario en una acción guerrera, y este era para la imprescindible atención y cuidado de heridos y enfermos. Así tenemos constancia de que desde las primeras oleadas castellana ya participó, al menos, una mujer, Ana Rodríguez, que puede denominarse con el honroso título de primera enfermera de Tenerife. Desarrolló una labor tan encomiable que fue recompensada con repartimiento de tierras, en cuyo albalá el propio Adelantado le dice,”por lo mucho que servisteis al tiempo de la conquista en curar los enfermos y heridos.” Casó con el conquistador Andrés Díaz y se avecindó en Santa Cruz.

          Según nos cuenta José Desiré Dugour, primer historiador de la ciudad, en sus Apuntes para la Historia de Santa Cruz de Tenerife, desde que Alonso Fernández de Lugo se internó en la isla dejó a un responsable de los asuntos de puerto, responsable sobre el que los historiadores no se ponen de acuerdo, pues unos citan a Pedro de Vergara y otros a un presbítero Guerra, que se decía era sobrino del ya citado Lope Hernández de la Guerra. Según parece, Pedro de Vergara no fue conquistador, es decir que no formaba parte de la primera armada de Fernández de Lugo, lo que induce a pensar que llegó después de 1496, concluida ya la conquista. Casó con una sobrina del Adelantado y llegó a ocupar todos sus cargos de confianza, empezando por el de alcalde mayor de la Isla, cuyo juramento otorgó en Cabildo celebrado en la iglesia de Santa Cruz el 6 de abril de 1500. Probablemente fue el que, con poderes del Adelantado, nombró al primer alcalde conocido del Lugar y Puerto, Bartolomé Fernández Herrero.

          Queda probada así la existencia desde tan temprana época del principal templo del lugar, conocido como iglesia de la Santa Cruz, bajo cuya advocación se mantuvo durante siglo y medio hasta que adoptó la actual de Nuestra Señora de la Concepción. En sus inicios sería poco más que una ermita de una sola nave, alargado su cuerpo hacia 1558, restaurada y reformada en 1636, sufrió un incendio en 1652. Reconstruida, vino a adquirir su aspecto actual a finales del siglo XVIII. Esta iglesia y las ermitas de San Sebastián y de San Telmo, cuyo origen se remonta a mediados del XVI, fueron los únicos templos del lugar durante siglo y medio.

          El mismo año en que se tiene constancia de la celebración de este primer Cabildo en la iglesia de la Santa Cruz -que no fue el único celebrado en el puerto-, ya se mostraban incipientes las calles de la Caleta, de la Iglesia, tramo final de la del Barranquillo e inicio de la de Las Norias, cuyo nombre se debe a que en sus inmediaciones se abrieron pozos para suministro de los vecinos. Las primeras construcciones, a base de piedra y mortero, se completaban con maderas cortadas en los bosques cercanos, que en algún caso llegaban hasta las estribaciones de lo que más tarde se llamó Llano de los Molinos, o de los valles de Tahodio y El Bufadero. Al poco tiempo, prohibidas las techumbres de maderas, hojas de palma y paja por el peligro de incendios, según no cuenta Dugour se comenzó a traer en barcas tierra de Guadamojete para fabricar tejas.

          A pesar de haberse establecido en La Laguna, el Adelantado visitaba con  frecuencia la Villa de Santa Cruz, como comenzó a llamarse desde el principio, título este de Villa que sin que sepamos la razón -una prueba más de lo poco que se hace valer este pueblo- se perdió con el tiempo, pasando a denominársele simplemente Lugar o Lugar y Puerto. Hay constancia de que Fernández de Lugo presidió varios cabildos, tanto en la iglesia como en casas de sus allegados -entre ellos Diego Santos-, además de tenerse noticias de que ordenó se le construyera una casa de apeo en la calle de la Caleta haciendo esquina con el barranquillo del Aceite, muy cerca del lugar donde poco antes había hincado en tierra la Cruz al desembarcar y donde se celebró la primera misa; es decir, próximo al solar fundacional de la población.

          Hemos visto que desde el principio Santa Cruz tuvo alcalde, pero si por algo se distinguían los primeros alcaldes del puerto, era por las escasas atribuciones que les concedía el Cabildo. Pero esas pocas eran de las más importantes para la convivencia y el tranquilo desarrollo de la nueva comunidad recientemente establecida. Por una parte, las subsistencias, siempre escasas en un territorio que para la mentalidad y necesidades europeas carecía prácticamente de todo -aunque para los guanches había sido más que suficiente-, lo que hacía que en las épocas de hambruna, que eran las más, se hiciera necesario un estricto control de los alimentos, con constantes prohibiciones para que los pocos que había disponibles salieran de la isla.

          Por otro lado, desde el primer momento a Santa Cruz le tocó jugar el papel de parachoques, de trinchera avanzada y bastión a barbeta, ante una de las más atroces amenazas de aquel siglo, que producía centenares de miles de víctimas en todo el mundo conocido: la peste. El alcalde tenía que controlar las entradas y sobre todo las salidas de víveres, pero también velar para que nadie desembarcara de procedencias apestadas o “sucias”, como entonces se decía, o bajo sospecha de serlo. En este caso se prohibía la aproximación a tierra de los navíos y, en caso de permitirlo, los pasajeros eran sometidos a “degredo”, y aislados durante algún tiempo en unas cuevas situadas en el barranco del Hierro. En realidad el alcalde sólo tenía facultades para decidir sobre casi nada y de todo tenía la obligación de informar a los regidores del Cabildo de La Laguna, que tenían que desplazarse al puerto para estudiar cada caso. Ahora bien, queda claro que a estos regidores les venía de perlas el tener a alguien sobre el terreno a quien poder responsabilizar en el caso de que las cosas se torcieran.

          Era difícil, más bien imposible, controlar el desembarco no autorizado de viajeros, pues podían hacerlo sin dificultad por cualquier caleta o playa más o menos próxima o escondida. Desde el principio se establecieron severas penas para los transgresores en forma de multas y castigos, de cuyo producto la tercera parte de lo que se recaudase sería para el juez, otra tercera parte para los guardas y la última parte, se decía, “para aderezar el puerto de Santa Cruz”. Se evidencia así la importancia que desde los primeros años se otorgaba al que se denomina en las más antiguas actas del Cabildo “puerto real” de la Isla (1506); era el punto de arribada forzosa de todo lo que los nuevos colonos precisaban y, simultáneamente, por el que se embarcaban los pocos productos que aquí se daban, que efectivamente eran pocos, aunque alguno en apreciables cantidades se contaba entre las mayores si no la única fuente de riqueza de aquellos iniciales años de asentamiento de la nueva sociedad: la barrilla, el azúcar, el vino.

          En realidad se le llamaba puerto porque estaba situado en la bahía que abrigaba el macizo cortavientos que representa la cordillera de Anaga y porque era en verdad la “puerta” de la Isla, pero nada tenía que ver con el concepto de puerto como lugar de atraque de navíos, con medios que facilitaran el embarque o desembarque de pasajeros y la carga o descarga de mercancías. Era una pequeña cala, la Caleta, situada entre la desembocadura del barranquillo del Aceite y la laja rocosa sobre la que se había alzado la ya citada ermita de Nuestra Señora de la Consolación y, más tarde, el castillo principal, y al principio el único, de San Cristóbal. A la Caleta se le dotó con urgencia de una elemental instalación de piedra y gruesos maderos que facilitaran las operaciones sobre la playa inmediata, instalaciones que se prolongaban un corto trecho al Sur, hasta la desembocadura del barranquillo del Aceite. Así aparece en el primer plano levantado por el ingeniero cremonés Torriani en 1588, en el que se puede apreciar algo así como un cabrestante, una especie de rampa para sacar a tierra las barcas y varias de estas varadas en tierra, seguramente para someterlas a reparaciones, calafateado y otros trabajos de mantenimiento.

          La falta de solidez de este primer puerto-embarcadero hacía que sufriera los embates del mar una vez tras otra, como había ocurrido en 1585, tres años antes de que Torriani dibujara su plano, lo que obligaba a reconstruirlo cada poco tiempo a base de aportaciones de los vecinos y del Cabildo, que lógicamente era el primer interesado en que estuviera operativo. Fue por estos años cuando las dependencias de la Real Aduana se trasladaron a Santa Cruz, también por su propio interés, primera administración general que se estableció en Santa Cruz, lo que demuestra la importancia que desde tan temprana época ya tenía el tráfico que se generaba por La Caleta. El movimiento y trajín que a la vera de La Caleta se originaba, hizo que se formara la que puede considerarse primera calle de Santa Cruz, la de La Caleta -que hoy correspondería más o menos con la General Gutiérrez-, y que unía el desembarcadero con el primer camino a La Laguna a través de San Sebastián. Por este motivo fue la primera calle en recibir la mejora del empedrado para facilitar el tránsito de corsas y carretas.

          Tuvieron que transcurrir los primeros cincuenta años del siglo XVI para que Santa Cruz alcanzara los 500 habitantes. Unos pocos soldados, puesto que el mando principal estaba en La Laguna, marineros, pescadores, contados funcionarios, pequeños comerciantes, pues los grandes también se establecieron desde el principio en La Laguna a la sombra del poder, y no podían faltar algunas elementales industrias artesanales en una comunidad que iniciaba su andadura, representadas por los oficios de mamposteros, carpinteros, herreros, carpinteros de ribera, calafates, toneleros y otros similares, en unión de vagabundos llegados sin rumbo fijo. A estas hay que añadir dos importantes actividades que contribuyeron de forma determinante al asentamiento de la población, como eran la agricultura y la cría de ganado. La mayor parte del territorio que hoy consideramos como el centro, el núcleo de la población, era rural, y facilitaba el desarrollo de estas importantes actividades en una comunidad que se veía forzada en gran medida a abastecerse de sus propias producciones. Tal es así que hasta 1790, cuando el síndico personero recriminó a algunos vecinos el haber ocupado con sus huertas espacio de las calles, estos le contestaron que no debía preocuparse porque tan pronto recogieran la cosecha de papas, volverían a sus linderos correctos. Téngase en cuenta que mientras que los comerciantes, hombres de mar, soldados y otros muchos elementos de paso precisan de movilidad para cumplir con su misión, la dedicación a la agricultura lleva consigo un sedentarismo fundamental para el enraizamiento de las casas y familias.

          La primera relación conocida de vecinos de Santa Cruz es de 1549, y comprende a los pertenecientes a la Cofradía del Santísimo Sacramento. Son 103 miembros que, si incluimos a las mujeres de los que declaraban estar casados, se llega al centenar y medio, es decir, aproximadamente la tercera parte de los vecinos de entonces. En la relación aparecen nombres que aún perduran y nos son familiares, como Pino de Oro y Francisco de Salamanca, que siguen dando nombre a barrios de nuestra ciudad. En algún caso se dan curiosos detalles, como cuando se alude al “criado del gavetero”  o a “el guanche cojo”. En cuanto a profesiones, se citan albañiles, pescadores, marineros, carpinteros, toneleros, un mareante, un sastre, un vidriero, un polvorista y hasta un escribano, Luis Sánchez.

          Transcurridos tres años, en 1552, se procede a realizar una tazmía para el reparto de granos, lo que representa una relación bastante más completa que la anterior, puesto que incluye a las personas dependientes de cada vecino, hasta alcanzar un total de 446 almas. Como dato curioso, de 95 cabezas de familia relacionados, 15 son mujeres.

          Desde 1509, ya existían tahonas movidas por fuerza animal en Santa Cruz, pues la harina era necesaria para hacer pan y el secular gofio seguía siendo base de la  alimentación de muchos. Es en este año cuando el Cabildo fija los precios por molienda y llama la atención el hecho de que mientras que en la villa de San Cristóbal el precio establecido era de 34 mrs. por fanega de trigo, en la de Santa Cruz era de 40 mrs., sin que nos expliquemos la razón de la diferencia. En ciertas condiciones y en muy contados casos se permitía sacar pan o harina, pagando la tasa correspondiente, y el Cabildo advertía a los guardas de Santa Cruz sobre los embarques clandestinos. Sin embargo, en 1511, se autorizó a Marcos Pérez, que más tarde sería alcalde del puerto, a sacar 100 quintales de pan cocido y 50 fanegas de harina, pero declarando “para do la quiere y para qué y si fuere para traer esclavos o mercadería que se obligue a traerlo a esta isla.”

          Pero no podemos olvidar que estamos hablando de un puerto de mar con todo  lo que ello conlleva, y no podían faltar las tabernas. Recordemos al clásico: “Si es o no invención moderna, vive Dios que no lo sé, pero qué acertada fue la invención de la taberna.” Ya teníamos lugares de culto, que en aquellos tiempos también lo eran de encuentro vecinal, pero faltaba otro espacio de mentidero, de ocio, para -como decía el riojano Gonzalo de Berceo- “fablar en roman paladino, con el cual suele el pueblo fablar a su vecino…”, y añadía con gran perspicacia que ello “bien valdrá, como creo, un vaso de bon vino”. Tenemos la suerte de conocer, citado en acta del Cabildo de 1504, al que posiblemente fue el primer tabernero de Santa Cruz, al menos el primero del que tenemos constancia, que se llamaba Fernando de Fuentes. El Cabildo lo distingue por ser la persona -se dice-  “que provee a los venideros pasajeros de comer y beber”, importante e imprescindible servicio a la arribada a suelo extraño, después de una larga singladura normalmente plagada de privaciones.

          Y hay que mencionar también otra importante rama del comercio de entonces, que también era habitual en los puertos. Me refiero a las “puterías”, con perdón, pero es así como se les denomina en los más antiguos documentos del Cabildo de la Isla, hasta que años más tarde comenzó a aplicarse el menos agresivo término de “mancebías”, y que no debían ser un mal negocio. Y digo esto porque pronto el mismo Cabildo tomó para sí su renta, procediendo a sacarlas a subasta y concediendo la explotación al mejor postor, al que se denominaba con el chocante nombre de  “padre”, mientras que a sus pupilas al principio se les llamaba sencillamente “rameras” y más tarde se les aplicó el eufemístico nombre de “enamoradas”. El concesionario debía cumplir algunas condiciones bien curiosas. Por ejemplo, en La Laguna sabemos que se estableció en las afueras, en el camino que bajaba al puerto por la zona de la Cruz de Piedra, pero de forma que la puerta estuviera emplazada hacia el campo abierto, para que desde el pueblo no se viera quien entraba y salía. Cuando se padecía alguna enfermedad contagiosa, con el convencimiento de que era en castigo por los pecados cometidos, se cerraba la mancebía en señal de penitencia y se hacían rogativas, hasta que pasada la epidemia pronto se reabría para volver a cobrar la renta. Varias veces se habló de suprimir este negocio de antiquísimo origen, pero al final los regidores llegaban a la conclusión de que era conveniente su existencia para que las “mujeres honestas” pudieran gozar de la tranquilidad de sus habitaciones y salir sin exponerse al “menoscabo de su virtud.” Y habrá que exclamar con el latino: “¡O tempora, o mores!”.

          Tal vez la razón de todo esté en la escasez de mujeres que padecía aquella incipiente sociedad. El hecho de ser hombres los conquistadores en su totalidad -sólo se sabe de la ya citada enfermera Ana Rodríguez- y ser reducido el censo de mujeres guanches disponibles, llevó a elevar la cotización de las viudas, que al tiempo de lograr la seguridad con un segundo matrimonio facilitaban a los colonos solteros poder avecindarse, pues una de las condiciones impuestas por el Adelantado para el repartimiento de tierras era el de afincarse con su casa, mujer e hijos por un mínimo de cinco años. Aunque parezca algo exagerado, dice el profesor Rumeu de Armas: “Puede asegurarse que la conquista de la hembra fue el problema número uno con que tropezó Tenerife en su etapa auroral”. A este respecto, lo que en tiempos recientes hemos visto en reportajes televisivos de autobuses llenos de mujeres en busca de pareja en aislados pueblos donde los hombres eran mayoría, ya se había inventado en Tenerife hace quinientos años. Basta decir que una carabela procedente de La Madera trajo un grupo de doncellas lusitanas, “ansiosas de aventura maridable”, que de forma sorprendente y en evitación de posibles disputas, desembarcaron con sus cabezas cubiertas por velos y fueron sorteadas a su llegada. Y al que Dios se la dé, San Pedro se la bendiga.., y así no se daba pie a discusiones, problemas y rencillas.

          Lo que sí era un continuo problema era el desembarcadero de La Caleta, al que ya dijimos que con bastante optimismo se le denominaba “puerto real”, sin duda por ser el único de la Isla durante estos primeros años. Sin embargo, aquella primera instalación prestó un servicio importantísimo durante una larga época que abarcó nada menos que dos siglos y medio y que dotó al comercio de un valioso elemento para el desarrollo no sólo de Santa Cruz sino de toda la isla. Antes de que se llegara a fabricar el primer muelle de obra, desde los primeros años del siglo XVIII, el puerto recibía navíos de todas las naciones, especialmente ingleses, holandeses, suecos o dinamarqueses, según constataba el inquisidor Benítez de Lugo. El propio Cabildo, refiriéndose a Santa Cruz, en 1716 lo señalaba como “un lugar muy crecido y de mucho comercio”. Sin embargo, los elementos se empeñaban en destruir las precarias instalaciones del pequeño desembarcadero una vez tras otra y, como apunta Cioranescu, si no lo hacían con más frecuencia era por lo mucho que se tardaba en reconstruirlas.

          Los navíos que llegaban a puerto tampoco se privaban a veces de contribuir a su deterioro deslastrando en el mismo surgidero y arrojando en la cala las “jarretas quebradas”, lo que redundaba en disminución del calado y en roturas de las amarras. El hacerlo se consideraba falta tan grave que se penaba con 600 maravedíes de multa, doscientos para el acusador y cuatrocientos para aderezar el puerto, lo que se mandó pregonar y fijar en la puerta de la iglesia de la Santa Cruz.

          En 1548 llegó un nuevo gobernador, Juan Bautista de Ayora, quien además de fomentar el cultivo de la vid en Geneto y otras zonas de La Laguna, convenció al Cabildo para que se tomara en serio la construcción de algo lo más parecido a un muelle, utilizando como base la lengua rocosa que se adentraba en el mar, cuyo proyecto presentó desde el principio serias dificultades, no siendo las menores las de índole económica. En primer lugar no se encontraban maestros técnicos en este tipo de obras y, cuando alguno se arriesgó a presentar un proyecto, era necesario extraer la cantería del barranco de Santos y del Valle de Salazar y grandes troncos, que se recomendaba que fueran de barbusano, que había que transportar por mar desde Taganana. El resultado, costosísimo para los limitados recursos del Cabildo, más que un muelle propiamente dicho fue una especie de pescante avanzado al mar, que pretendía que abrigara a los navíos colocándose a un lado o al otro del espigón según los vientos reinantes. No duró mucho lo hecho, pues un fuerte temporal de mar lo arruinó totalmente en 1600, y el Cabildo volvió a iniciar un expediente para la construcción de un muelle en Santa Cruz, lo que equivale a reconocer lo poco que quedó aprovechable.

          Menos mal que la vieja Caleta -hoy sepultada por el inicio de la calle Bravo Murillo y el edificio de Correos- seguía ofreciendo su valioso emplazamiento para la carga y descarga de mercancías y el tránsito de pasajeros, que se hacía en barcas desde los navíos fondeados, y en realidad mantenía más movimiento que la costosa obra que se había ejecutado. Ya era conocida como Caleta de Blas Díaz, por el nombre de quien había construido un navío de gran porte aprovechando como varadero su pequeña playa. Por ella y por sus gradas basálticas acariciadas por las olas entró gran parte de la historia del primer Santa Cruz. El viejo y desgastado noray, que todavía puede verse en antiguas fotografías de principios del pasado siglo, prestó seguridad y amarre a las barcazas que con su trajinar contribuyeron a darle vida y riqueza. Tal es así que, cuando se comenzó a hablar de la construcción de un verdadero muelle junto al castillo de San Cristóbal, donde más tarde arrancaría el dique Sur de nuestro puerto, fueron muchos los que pensaron que debía hacerse en La Caleta. El primer proyecto del definitivo muelle, que luego se hizo reformado, es de 1743, y se debe al ingeniero Antonio Riviere.

          Ya teníamos, más o menos, un embarcadero que contaba con dos apreciables méritos. Por una parte, que fue el primero construido en Canarias; por otra, no menos importante, que se hizo con aportaciones particulares del comercio y los vecinos, sin costo para el erario público. Fue un factor determinante para el desarrollo del puerto al facilitar la conexión con tierra de los barcos fondeados en la bahía, en la que aún antes de contar con esta ventaja llegaban a reunirse en un mismo día, según varios cronistas, hasta quince navíos de distintos pabellones. Ya sólo se echaba de menos una cosa: disponer de los medios apropiados que permitieran defender lo logrado, pues al defender el puerto se defendía el Lugar, la Capital y la Isla toda.

          Ya en enero de 1513 se trató en el Cabildo sobre las defensas de Santa Cruz y se planteó la necesidad de hacer una fortaleza y se acordó pedir a Lope de Sosa, gobernador de Canaria, que devolviera ciertos tiros y pólvora que le había prestado el Adelantado, y “que por ende se nombre una persona de recaudo para que le haya de pedir que los devuelva”, que se le escriba una carta, y “acordóse que el que ha de ir a Gran Canaria sea Juan de Benavente por ser como es buena persona y se le pague su salario.” Este Juan de Benavente era amigo del Adelantado y no sabemos si su viaje, si llegó a hacerlo, tuvo el éxito deseado, aunque todo parece indicar que sí, pues este mismo año fue nombrado guarda o alguacil del puerto para que no se sacaran “maderas, ni trigo, ni cebada ni otra cosa sin licencia... y de todo aquello que denunciare por perdido, haya la mitad.” Seguramente el nombramiento fue consecuencia de otra junta celebrada en la iglesia del mismo puerto, con asistencia del alcalde Bartolomé Fernández, en la que se acordó poner guardas y vigilancia con motivo de la guerra con Francia.

          En enero de 1522 se nombró a Pedro Suárez de Valcárcel alcaide de la torre de Santa Cruz, con salario de 40.000 maravedíes al año, pero transcurridos siete meses se le anuló el nombramiento al caerse en la cuenta de que la torre no estaba hecha y ser por tanto un gasto inútil. Entre ambas fechas se había celebrado otro Cabildo en Santa Cruz en casa de Diego Santos, con asistencia del Adelantado, en el que se convocó a los mercaderes del puerto para pedirles aportaciones con el fin de formar una armada que guardara la costa frente a los franceses. Uno de los convocados, Esteban Justiniano, manifestó que sería un gasto inútil y dijo que “el francés no quiere cebada”, dando a entender el poco provecho que iba a sacar el atacante por la extrema pobreza del pueblo y de la isla. Y tenía razón Justiniano. El año siguiente llegó frente al puerto una armada francesa y en lo menos que pensó fue en robar la cebada a la que aludía el mercader Justiniano. Se acercó, e impunemente sacó de la bahía varios navíos y de los que no pudo apoderarse robó las mercancías, los incendió y los estrelló contra la costa. En el puerto ya había entonces cierta artillería, pero no estaba operativa ni tenía munición, por lo que todos culparon al Cabildo por la negligencia.

          Además de que no fue la única vez que ocurrió algo similar, los piratas berberiscos también hacían de las suyas en las aguas canarias, capturando con frecuencia barcos pesqueros y los del tráfico entre islas, lo que finalmente daba lugar a incursiones o “cabalgadas” de una y otra parte, que podríamos llamar de ida y vuelta. Esto es, los moros capturaban cristianos y se los llevaban como esclavos y los cristianos capturaban moros para rescatar a los cristianos esclavizados. Entre 1506 y 1567 hay documentadas alrededor de un centenar de expediciones a Berbería, Guinea y Senegal   -lo que nos da una media de tres cada dos años-, que evidencian el pingüe negocio que representaban. Los participantes en estas expediciones se jugaban la vida a cambio de la posibilidad de unas saneadas ganancias, pero no era uno de sus menores efectos negativos la pérdida, en el mejor de los casos por una larga temporada, de los brazos más útiles y en mejor edad para el afianzamiento de una nueva sociedad que estaba en sus albores.

          Según Viera y Clavijo, sobre 1534 había fábrica de pólvora en Santa Cruz, lo que quiere decir que ya había artillería en la que podía emplearse, aunque su producción no pasaría de ser la propia de algún artillero amañado de los que bajaban de La Laguna a hacer las guardias, puesto que hasta 1689 no hubo verdadera guarnición fija en el puerto. Así se siguió varios años y cuando no eran los franceses, eran los berberiscos o de otras naciones, hasta que en 1538 se firmó la efímera Paz de Niza con Francia y, aunque sólo temporalmente, las islas vivieron un período sin grandes sobresaltos. Así debió ser, puesto que este mismo año se le revocó el sueldo de “lombardero” a Juan Prieto -que más tarde sería alcalde de Santa Cruz-, y se explica la decisión diciendo, “pues, a Dios loores, a ya paz e no ay neçesidad de lombardero.”

          En 1547 el Cabildo había logrado reunir 605 doblas para la construcción de una fortaleza en Santa Cruz y, no encontrándose en la isla persona con conocimientos suficientes, se acordó llamar al maestro cantero que estaba edificando la de Canaria para que hiciese el proyecto, y se nombró a Diego Díaz, que en aquel momento era alcalde del puerto , al que se le asignó paga de dos doblas para que llevara a cabo la obra. Se comenzó con premura, pero antes de un año quedó paralizada por falta de cal, que había que traer de Portugal, y entretanto se le suspendió el salario a Diego Díaz. Poco tiempo antes se había repetido lo ya ocurrido, cuando primero un navío francés armado y a los pocos días otro inglés, entraron en la bahía y sacaron varios barcos que en ella estaban fondeados. Volvió a acordarse que se comprara pólvora y munición para la defensa del puerto y que se bajasen de La Laguna dos tiros, uno grande y otro pequeño, que tenía el Adelantado en su casa. Entretanto, también se pensaba cómo resolver el suministro de agua a la futura fortaleza de Santa Cruz, llegando a plantearse llevarla desde la fuentes de los Berros.

           Se inician las guerras de rivalidad con Francia, cuyas armadas comienzan a prestar atención a las rutas americanas, llegando a intentar la fundación de una “Francia Antártica” en lo que es hoy el Brasil, y las aguas canarias son paso obligado de sus navíos. Es la época en que la flota de Álvaro de Bazán intenta contrarrestar este tráfico. En noviembre de 1552 Antoine Alfonse de Saintonge, renombrado pirata y aventurero que había viajado por todos los mares, al mando de un magnífico navío de más de 300 toneladas, quiso hacer presa de los que estaban refugiados en la bahía de Santa Cruz, pero la guarnición estaba apercibida por un aviso recibido del gobernador de Canaria, desde donde se había avistado el paso del navío. La antigua fortaleza los recibió con su fuego, con tal precisión o suerte que con los primeros disparos causó tales irreparables daños al atacante, que el navío se hundió en la bahía, muriendo en la acción el propio Antoine Alfonse. Fue la primera victoria de Santa Cruz frente a hostiles intenciones enemigas.

          La segunda intentona francesa tuvo lugar el 1 de septiembre de 1575, a cargo del vicealmirante Nicolas Durant de Villegaignon, con tres galeones y dos galeazas, que se acercaron aparentando recabar agua y suministros, pero viéndose desde tierra que llevaban a bordo numerosos hombres para el desembarco. De nuevo la vieja fortaleza entró en acción con su exigua artillería –dos sacres y un pedrero- y otra vez la pericia de sus servidores frustraron las intenciones enemigas, que había comenzado a disparar sobre el puerto y la fortaleza, que, como hace ver el profesor Rumeu, recibió entonces su bautismo de fuego. La galeaza almirante perdió su arboladura y sufrió una importante vía de agua, que obligó al resto de la flota a remolcarla fuera de la bahía y prestarle ayuda para evitar su hundimiento.

          Estas son dos importantes victorias del Lugar y Puerto, las primeras de su historia antes de que se le reconociera como Plaza Fuerte, a las que nunca se les ha dado la importancia que merecen. Santa Cruz de Santiago ostenta en su escudo de armas tres cabezas de león -animal heráldico de Inglaterra- representadas en negro en memoria de las aviesas intenciones de tres famosos atacantes, sobre los que la Villa alcanzó la victoria. Pues bien, no sé si decirlo medio en broma o medio en serio, pero pienso que en el  escudo se echan de menos dos flores de lis -emblema de la Francia-, también en negro, en conmemoración de estas dos victorias sobre ataques de personajes franceses, tan famosos en su época como los ingleses a los que más tarde supo hacer frente, a las que, repito, muy poca importancia se les ha dado hasta ahora. Podrían ser las flores de lis rojas de los brazos de la Cruz de Santiago, con sólo cambiarles el color.

          Dice Cioranescu que, “mirándolo bien, Santa Cruz no debería tener una historia militar.” Se refiere el historiador a la insignificancia de la isla, su modestísima riqueza y la pobreza circundante, que nunca llegó a acumular tesoros que despertaran codicias. No obstante, su situación estratégica la hacían blanco de apetencias de toda índole y de todas las banderas, motivo por el que contar con una fortaleza que le sirviera de protección era vital para su subsistencia. Varias veces se intentó en distintos lugares costeros hasta que, por fin, se acordó el definitivo emplazamiento y comenzaron las obras, que el Cabildo dio por finalizadas en noviembre de 1578. Había nacido el castillo de San Cristóbal.

          Pero el Santa Cruz de entonces precisaba de todo, no sólo de cal y de agua para la proyectada fortaleza, y la vida había que vivirla, y la mejor manera de hacerlo era adaptándose a las circunstancia de cada momento, puesto que, no lo perdamos de vista, las producciones de la isla apenas daban para cubrir las más urgentes necesidades, y ya desde entonces eran vitales las relaciones comerciales y de intercambio. Por eso mismo, poco importaba con quién se estuviera en guerra, fuera Francia, Inglaterra o cualquier otra nación, y había que aprovechar las ocasiones que se presentaban. Era preferible acceder a las peticiones de suministro de un poderoso enemigo, que siempre dejaba a cambio buenas ganancias, que negarle lo que de otra forma podía lograr por la fuerza. Así había ocurrido, por ejemplo, en 1563, con el corsario John Hawkins, ya conocido en otros lugares de la isla, cuando se presentó en el puerto de Santa Cruz a pedir suministros para sus navíos con bolsa bien provista de oro. El alcalde Juan de Cabrera autorizó el intercambio y no sólo se le abasteció con largueza, sino que subieron a sus barcos varios personajes de lugar, empezando por el propio alcalde Cabrera, el cura beneficiado del lugar Mateo de Torres, Juan Prieto y otros vecinos y comerciantes. La Inquisición tomó cartas en el asunto, y no fue la única vez, por haber tenido trato con navíos sin la previa visita del Santo Oficio, que por lo visto entonces era más importante que la visita de salud para cerciorarse de que el barco venía limpio de enfermedad contagiosa.

          Esto último sí que era un problema, con gran parte de Europa asolada por la peste, pues además de que era prácticamente imposible evitar los desembarcos clandestinos, no existían medios para detectar la enfermedad sino cuando ya estaba introducida. El cirujano y la autoridad competente se acercaban en barca al navío fondeado y se ordenaba a su capitán que pusiera en cubierta y a la vista a tripulación y pasajeros para que, por su aspecto, se viera si estaban o no enfermos. Si había dudas debían bajar a tierra sólo con lo puesto, la ropa se quemaba, se les obligaba a lavarse con vinagre y se les confinaba en lugar apartado durante un cierto tiempo para asegurarse de que no eran portadores de contagio. El castigo a los que desembarcaban clandestinamente pretendía ser ejemplar y sabemos de un caso en el que a los infractores se sacaron desnudos y montados en asnos para llevarlos a reembarcar, propinándoles cien azotes durante todo el trayecto.

          Ya hemos dicho que Santa Cruz era el parachoques de estas invasiones epidémicas, pero en una ocasión, en 1582, sufrió el ataque por la retaguardia al comenzar el contagio de la peste de Levante en La Laguna. Los estragos que causó esta epidemia en lo que hoy llamamos zona metropolitana fueron terribles, calculándose, entre Santa Cruz y La Laguna, en más de seis mil los fallecidos por la enfermedad. El Lugar y Puerto de Añazo, que con tremendos esfuerzos estaba próximo a alcanzar por estos años los 800 habitantes, quedó diezmado por la enfermedad, reduciéndose sus pobladores a 250 almas. Nunca vio Santa Cruz tan amenazada su existencia o, al menos, tan problemático su futuro. Tuvieron que transcurrir muchos años para que se recuperara el nivel demográfico anterior a la tragedia sufrida, y si se logó fue gracias al movimiento y actividad generados por su puerto.

          De todas formas, el Santa Cruz del siglo XVI seguía siendo un pequeño pueblo que apenas representaba el 25 por ciento de toda la población del antiguo menceyato de Anaga, siendo el resto la suma de los núcleos establecidos en Taganana, Valle de Salazar, Igueste, Afur y demás caseríos repartidos por valles y montañas. Conviene tener en cuenta que en 1560 toda Tenerife tenía unos 18.000 habitantes, y tuvieron que transcurrir cuarenta años más y llegar a comienzos del siglo XVII para que el Lugar y Puerto recuperara la cifra de habitantes que tenía antes de la tragedia. Poco a poco, al empezar el XVIII, el núcleo urbano, lo que podríamos llamar el cogollo de Santa Cruz, había triplicado su población.

          El plano de Torriani ayuda a que podamos formarnos una idea aproximada de cómo se distribuían aquellos vecinos en el solar de la población, y lo primero que nos llama la atención, al menos así lo parece a simple vista, es que sobran casas; es decir, que el número de ellas parece desproporcionado para los pocos habitantes contabilizados. Y, si es así, es porque debemos tener en cuenta que, como parece natural, muchos de los personajes afincados desde el principio en La Laguna, se construyeron en el puerto sus casas de apeo, como había hecho el propio Adelantado, pues sus obligaciones como regidores y otros cargos, les obligaban a visitar e incluso residir temporalmente en Santa Cruz. Por tanto, muchas de ellas estarían deshabitadas gran parte del tiempo. La mayor parte son casas “terreras” o de una sola planta, pero también aparecen algunas de las llamadas “altas y sobradas”, o sea, de dos alturas.

          Generalmente los edificios se agrupan formando unidades bien diferenciadas y, en muchos casos, disponen de un espacio central, a veces común para lo que parecen varias viviendas, a modo de patio o huerta factible de cultivo para la inmediata subsistencia o para la cría de aves de corral o ganado menor. Estos grupos de casas propician en su entorno espacios libres en los que apenas se adivinan proyectos de vías, más bien senderos, algunos de los cuales, sin embargo, pueden identificarse con calles de tiempos actuales. Pueden señalarse varios ejemplos.

          Comenzando de Norte a Sur, todavía no existe la plaza del Castillo, actual de la Candelaria, cuyo solar no es más que un erial; a partir de ella, paralela al mar, transcurre la calle de la Caleta, más tarde de la Aduana y hoy General Gutiérrez, que sin duda era la principal del lugar y que, como ya se dijo,  fue la primera en ser empedrada hacia 1567, pues en realidad era el inicio del camino a La Laguna y al interior de la isla, que vadeando el barranco de Santos subía por lo que hoy es calle San Sebastián. El lado más próximo al mar está casi despejado y sólo aparece un pequeño grupo de casas, pero el lado de arriba está todo construido manteniendo una alineación poco común para la época, presentando lo que fue la primera fachada marítima de la población. Sólo la cortan dos bocacalles que confluyen en ella: la conocida como calle del Sol –hoy Dr. Allart- y otra por la que transcurría el barranquillo del Aceite -actual Imeldo Serís-; entre ambas se aprecia la llamada calle de la Curva, hoy desaparecida, tramo final de la del Clavel, que formando ángulo recto iba a desembocar en el barranquillo.

          La calle de las Norias aún no se ha iniciado y apenas se insinúan las actuales de Candelaria, Santo Domingo o de la Cruz Verde. Sin embargo, es ostensible con total rotundidad la plaza de la Iglesia, al principio conocida como calle Grande o calle Ancha, que con la misma iglesia y los grupos de casas hoy desaparecidos que limitaban su espacio por el lado del barranco de Santos y hacia la playa, conformaban el primigenio núcleo de Santa Cruz. Y ya que citamos las edificaciones de aquella zona más próximas al mar, en la prolongación hacia el Sur de la calle de la Caleta, en el tramo que dos siglos más tarde se llamaría calle de la Carnicería, se aprecian dos grupos de casas entre las cuales se encuentra un espacio libre y despejado. Es la Placeta de la Cruz, solar fundacional de la ciudad que hoy, libre por el momento de construcciones, junto a la parada “Fundación” del tranvía -por algo se le bautizó así- es propiedad del Cabildo Insular, y está pidiendo a gritos que allí se alce un monumento o hito que recuerde a los vecinos de hoy y a las generaciones futuras el lugar en el que se inició la que hoy es nuestra querida ciudad.

          Allí, exactamente allí, empezamos.


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