Horacio, ¿por qué lo hiciste?

Por Rodrigo Fidel Rodríguez Borges (Publicado en El Día el 23 de mayo de 1997).

 

          ¿Por qué lo hiciste, Horacio? Hombre, por Dios. Llegaste a la isla con tu fragatita o corbetita, que tanto da, y te asomaste a la bocana del puerto de Santa Cruz de Tenerife sacando pecho: que se me rindan, chicharreros, que soy don Horacio. Sí, hombre, el Nelson de Su Majestad británica. Qué nivel. Ni se te pasaba por las mientes lo asilvestrados, contumaces y montunos que son las gentes de este islote. Que soy yo, el almirante del Almirantazgo, el rey de los mares bajo el pabellón de la Unión Jack. Y así querían ganar: sin pegar un tirito, sin un mísero trabucazo, hecho un pincel, como Marlon Brando en el motín de la Bounty y esperando que las nativas tahitianas se lanzaran al agua por la playa de Los Melones. Viniste a hacernos el pase de manos mágico a lo british de la City y te soltaron una andanada de linimento del Tigre que te desportilló el brazo. Y así te nos quedaste para la posteridad, a lo capitán Garfio, hecho un baldado.

          ¿Y nosotros qué, Horacio? Nos fregaste a todos los anglófilos, y lo fácil que lo tenías. Que mira que nos hubiese gustado ser ingleses hasta las ingles: colegio hispano-británico, british bar y ginger-ale en la plaza de la Candelaria, con nuestra colonia de hindúes a la sombra del Imperio de Her Royal Majesty y la libra esterlina enseñoreada de la calle del Castillo y de la de Triana, como cantaba Tomás Morales. Pero tú tenías  que arruinarlo todo, a quién se le ocurre: que se me rindan please, que soy muy pendenciero y saco la bandera negra con las tibias cruzadas y la calavera. Que los ingleses somos muy bucaneros y, por las buenas damos hasta el té con cookies, pero por las malas nos levantamos la piedra Rosetta y todos los frisos del Partenón en peso y por la cara.

          En fin, que en aquel mes de julio le salen 50 isleños y cuatro piezas de campaña a tus chicos en las playas de Bufadero y te los ponen en fuga o te los rinden en un plisplás (aquí mismo lo recordaba el otro día doña María Cristina). Un desastre, un fiasco soberano. Y lo bonito que hubiese quedado la isla (Tenerife Island) bajo el dominio de la querida Albión. De momento, nos hubiésemos ahorrado una pasta gansa en clases de inglés, que llevamos años con lo de Shakespeare y no pasamos de my book is yellow and your pencil is blue. Que poco bien. Me imagino bajando desde el barrio de la Salud (Health District) hacia el downtown, enfilar la calle Numancia (Numancia Street) hacia la Plaza de los Patos (Ducks Circus). Y pararme ante el palacete de Gobierno del presidente Hermoso (president Beautiful), con sus bobbys en la puerta con las escupideras negras a la cabeza y la manta de mago (wizard) de La Esperanza. Y nuestro alcalde (major) Michael Zerolo invitando a la people a participar y refocilarse en las Fiestas de Mayo (May’s Feast), pero a todo lujo, a lo fetén, nada de romerías, ferias de ganado y magas con enaguas y sombrero. Quite, quite. Nosotros con sombrillas, pamelas y sombreritos de jipi-japa, como los que se lucen en  las carreteras de Ascot.

          Y a la hora de quejarnos de nuestra lejanía ultraperiférica  (overseas) no tendríamos que plantarnos en La Moncloa, sino directamente a London, en barco hasta los Canary docks y de allí a Downing Street. Pero como ciudadanos del Imperio, sí señor, no  como el amigo de mi amigo Juvenal, que lo pararon en la aduana y se le incautaron del kilo de gofio que llevaba porque creían que era brown sugar.

          Pero qué va, todo al garete por tu culpa, Horacio, duque de Brontë, jefe de las fuerzas navales británicas en el Mediterráneo, tuerto del ojo derecho y manco del brazo del mismo lado. Ay, Horacio, tan laureado, y aquí viniste como un marinerito lacio y cagón. Horacio, ¿por qué lo hiciste?

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