La Alameda de Branciforte (2) (Retales de la Historia - 70)

Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 19 de agosto de 2012).

 

          Desde su creación la Alameda de Branciforte estuvo en manos del estamento militar por considerarse un lugar estratégico en caso de guerra y ser el punto de partida de los caños que suministraban el agua a los buques surtos en puerto. Como el capitán general Agustín de Robles había dictaminado en 1706 que el agua era del Rey, eran los capitanes o comandantes generales los que nombraban a los alcaldes del agua, que también tenían a su cargo el “cuidado y adelantamiento” de la Alameda, así como su iluminación y adorno en las conmemoraciones especiales, cargo que en los primeros años de su existencia recayó en Pedro Higueras, José de Monteverde, Domingo Vicente Marrero y otros. Así fue hasta que el comandante general Ramón de Carvajal entregó toda la gestión del agua al municipio y, desde entonces, correspondió al ayuntamiento el nombramiento de los alcaldes del agua.

          El suministro siempre fue un problema al hacerse por medio de atarjeas o canales de madera cubiertos con losas, con grandes pérdidas y que continuamente averiaban los carros y corsas, por lo que en 1813 el ayuntamiento encargó a Sevilla mil caños vidriados para soterrarlos en mampostería y llevar el agua a la Pila de la plaza principal, a la Alameda y a los caños de la aguada, pero cerca de la mitad de ellos llegaron rotos. Esto provocó que a los pocos años se decidiera adquirir diez quintales de planchas de plomo para hacer tuberías.

          A pesar de los inconvenientes la Alameda, único espacio para paseo y tertulias, era tan concurrida que en el verano de 1814 se decidió que su alumbrado se prolongase hasta las once de la noche. No obstante, las reparaciones y arreglos eran continuos a cargo de los regidores o concejales encargados, que normalmente adelantaban el importe de los trabajos sin tener la certeza de poder resarcirse de los desembolsos realizados. Tal debía ser la dedicación necesaria para atender el paseo que en 1817 se separó su gestión de la del alcalde del ramo y, por primera vez, se nombró un encargado exclusivo en la persona de José Guezala, a quien sucedería José María de Villa y, a continuación, el mismo alcalde Domingo Madan, quien llegó a pedir se le librara alguna cantidad a cuenta de los más de cien pesos que tenía suplidos.

          A principios de la década de los veinte se realizaron varias mejoras, tales como replantar árboles y arreglo de los faroles, así como empedrar el espacio existente entre el parque de Ingenieros y el paseo para evitar la acumulación de basuras y aguas llovedizas. Pero poco duraron estas mejoras. A partir de 1827 son frecuentes las quejas por el estado de abandono del paseo, situación que se prolongó, a veces por falta de atención y otras por efecto de causas naturales e imprevistas. Se obstruyó la bóveda de barranquillo de San Francisco que la atravesaba y, más tarde, un temporal de lluvias y viento rompió las puertas, parte de la estacada y abrió un boquete de la muralla hacia el mar. Las obras de reparación fueron costosas y duraron varios años, sin que se apreciaran mucho las mejoras, pues en 1842 el regidor Pedro Fernández del Castillo denunciaba el abandono en que se encontraba, tanto este paseo como el de la Concordia. El ayuntamiento se veía impotente para lograr su rehabilitación y no sabía qué hacer para lograrlo.

          Por aquellos años la corporación estaba empeñada en la construcción del Teatro sobre el solar del antiguo convento de Santo Domingo, para lo que todos los recursos eran pocos, y pensó que solucionaría el problema vendiendo algunas propiedades municipales, entre ellas la Alameda de Branciforte, por su privilegiada situación para almacenes del puerto, efectos navales o depósito de carbón. A tan triste situación había llegado el primer paseo de la población. A pesar del condicionante impuesto por el capitán general, que obligaba a dejar espacio suficiente entre las construcciones proyectadas y la muralla defensiva “para que puedan transitar dos carruajes de vuelta encontrada”, en 1850 se aprobó la venta con los votos en contra del alcalde José Librero y los regidores Forstall y López de Vergara. Por fortuna no tuvo lugar la venta y, en diciembre de 1854, al organizarse una feria en aquel sector como uno de los actos de la festividad de Santa Bárbara, patrona de la Artillería, a la que Santa Cruz dedicaba un especial culto, se acordó hacer todas las mejoras posibles en la Alameda, las cuales -se decía- “serán un adorno más a la población y un punto de recreo para el público.”

          Poco después, varios jóvenes de la capital costearon seis farolas más para el paseo con sus correspondientes candelabros, hasta alcanzar el número de diez puntos de luz, y se decidió que se encendieran todas las noches, menos las de luna. Pero pronto se volvió a las andadas y en 1861 el periódico El Eco del Comercio denunciaba el abuso de poner las yuntas de bueyes, corsas, burros y cerones junto a la Alameda, formando un depósito de  basuras e inmundicias.

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