El Teniente General Benavides

Por Emilio Abad Ripoll  (Publicado en la Revista Hespérides, núm. 189, enero-marzo 2012).

 

          Con casi total seguridad, el lector, si vive en Santa Cruz de Tenerife, habrá paseado en más de una ocasión por una céntrica calle que discurre entre las Ramblas y el barranco de Santos, y en algunas de cuyas esquinas se encuentran sendas placas en las que se puede leer, con sencillez espartana, una sola palabra: Benavides.

          Si no fuera triste, merecería la pena hacer una encuesta entre los viandantes que caminen bajo una de esas placas y preguntarles si saben quien era el personaje al que la ciudad dedicó ese recuerdo. Es apostar sobre seguro que la gran mayoría desconocerá que se trató de uno de los tinerfeños más destacados en las páginas de nuestra Historia y, especialmente, en la relación secular entre las Islas y la América Hispana. Y más difícil será aún que sepan que fue un Teniente General de los Reales Ejércitos y que su lugar de enterramiento puede ser visitado en la santacrucera Iglesia de la Concepción.

          Sí; allí está el único recuerdo que nos ha quedado de él: una rajada y desgastada lápida, recientemente restaurada, pero en la que, y pese a ello, es muy difícil leer el epitafio inscrito; una losa sepulcral a la entrada del templo cuya rehabilitación llevaba años proponiendo la Tertulia Amigos del 25 de Julio e hizo realidad el Cabildo de Tenerife; una antigua piedra que, en ocasiones, queda oculta por la alfombra roja que se coloca en el pasillo central del templo con motivo de determinadas solemnidades.

          En resumen, ni una aclaración en la placa de la calle; ni un recuerdo en la que fue su última vivienda, y lugar de su fallecimiento, el antiguo Hospital (sede hoy del Museo de la Naturaleza y el Hombre); ni un monumento, o al menos un busto, en alguna plazuela del casco antiguo, para, como dice Ana Lola Borges, saldar la deuda que Santa Cruz tiene con don Antonio Benavides. Rompamos, pues, a través de las páginas de nuestra Hespérides, una humilde lanza por su recuerdo cuando se acaban de cumplir 250 años de su fallecimiento.

          Nació don Antonio de Benavides Bazán y Molina el 8 de diciembre de 1678 en la norteña localidad de La Matanza de Acentejo. Don Andrés, su padre, llegó a ser Capitán de una de las Compañías de Milicias del Regimiento de La Orotava, y dicen los biógrafos del hijo que sus progenitores “eran muy conocidos y recomendados por su probidad y honradez”, virtudes que supieron inculcar, por lo que conocemnos, al menos a uno de los 7 vástagos del matrimonio, nuestro don Antonio.

          Pese a que éste pronto dio muestras de ser un chico despierto e inteligente, no parece aventurado afirmar que el futuro que se le ofrecía estaría limitado en lo geográfico por la “dorsal” y el mar, y en lo social por las escasas posibilidades de la época, pero ocurrió un hecho que cambió el rumbo de su previsible destino.

          Como es bien conocido, en aquellos tiempos existían en Santa Cruz unos “banderines de enganche” o “centros de reclutamiento” bajo la denominación de Banderas de Cuba y La Habana, que tenían la misión de reclutar e instruir a jóvenes para servir en los Regimientos que llevaban esos mismos nombres, de guarnición en la “Perla de las Antillas”. Un buen día, un Oficial de la Bandera de La Habana, en esa labor de proselitismo, pasó por La Matanza y se alojó en casa de los Benavides, donde pronto notó, según uno de los biógrafos de don Antonio, que “la franqueza y generosidad del padre se correspondían con el despejo y la viveza del hijo”, por lo que intuyó que en aquel joven sano, robusto y afable, que además mostraba una clara inteligencia, había madera de soldado.

          No tardó Antonio, persuadido por las palabras del reclutador y con la autorización paterna, en decidirse a sobrepasar los citados límites geográficos y sociales y marchar, quizás para no volver, a la mítica Cuba. Y allí, en una de las Compañías del Regimiento de La Habana, vistió, con 21 años, el uniforme de Cadete.

          Su excelente comportamiento, y su afán por el estudio, movieron a sus Jefes a ascenderle, en poco tiempo, a Alférez y Teniente de Caballería, en nueva confirmación de aquello que dejó escrito Calderón de la Barca: que aquí, en nuestras filas, “sin mirar como nace, se mira como procede”.

          Pero en la metrópoli las cosas se habían complicado mucho. La muerte sin descendencia de Carlos 11 (1700), había dado paso a una guerra entre dos bandos: los que apoyaban a Felipe d’Anjou, Borbón y designado sucesor en el testamento del Rey fallecido, y los seguidores del Archiduque Carlos, austríaco. Una guerra que se llamó “de Sucesión Española”, que se inició en los campos de Europa para continuar en la piel de toro peninsular y que duró la friolera de casi 14 años.

          Antonio de Benavides, con su Regimiento cubano, viajó a la Península para participar en la contienda. Una vez allí, cambiaría de destino pasando a formar parte del Regimiento de Guardias de Corps del ya Felipe V  y con el que combatió en más de una decena de renombradas ocasiones; y como el dios de la guerra pareció favorecerle, Antonio fue ascendiendo hasta alcanzar el grado de Teniente Coronel. En esas circunstancias iba a ocurrir un hecho trascendental.

          Las tropas borbónicas habían vencido a las aliadas en Brihuega el 8 de diciembre de 1710, y en menos de 48 horas, y ahora en Villaviciosa de Tajuña (Guadalajara) se planteaba de nuevo otra batalla que resultaría casi decisiva para la suerte de la guerra. Inspeccionando sus fuerzas, el Rey, Felipe V, se había acercado peligrosamente a primera línea; la vistosa comitiva que le acompañaba y, sobre todo, el caballo blanco (que me perdonen los de Caballería, pero esto es lo que dicen las crónicas) de gran alzada que montaba, constituían -valga la redundancia- un espléndido “blanco” para la artillería enemiga. Consciente del peligro que corría el Monarca, el Teniente Coronel Benavides, “con palabras respetuosas, pero enérgicas” -dice Millares- pidió al Rey que se marchara de aquel lugar y cambiara de montura. Impresionado Felipe accedió al cambio de caballería y se alejó.

          Montó Benavides el que había sido caballo del Rey, y pocos minutos después, sobre las 4 de la tarde, una granada le hería gravemente en la cabeza. Al finalizar la lucha, con victoria para los borbónicos, el propio Felipe V quiso saber la suerte que habría corrido don Antonio; se le buscó sin éxito y se procedió a intentar localizarlo, ya de noche, entre los cadáveres que yacían por el campo de batalla. Por fin se le encontró, más difunto que vivo, junto al cuerpo del caballo. Atendido inmediatamente por Orden Real, en la propia mesa de operaciones el Monarca lo ascendió a Coronel.

          En el terreno de lo futurible, de “lo que pudo haber pasado”, la Historia de España quizás sería distinta si el alcanzado por la granada hubiese sido Felipe V. A partir de aquel momento el Rey llamaría “padre” al Coronel Benavides, que aún tuvo tiempo, una vez recuperado, de combatir en otras acciones hasta el final de la guerra (1714), momento en que ascendería a Brigadier de Caballería.

          Pocos años después, en 1717, se le concedía el destino de Capitán General y Gobernador de las Provincias de la Florida (que tenían entonces una extensión similar a la de la Península Ibérica). A San Agustín, la ciudad más antigua de los Estados Unidos y capital, en aquellos momentos, del territorio encomendado a su gobernación, llegó con 38 años el Brigadier Benavides. Allí saneó la administración (entre otras cosas embarcando para España a malversadores, explotadores e inútiles), rodeándose en esa labor de hombres honrados y trabajadores.

          También desde el primer momento dio muestras de valor, manteniendo a raya a los indios apalaches, en un principio, y atrayéndoselos luego, y rechazando cuantas intentonas inglesas se hicieron por tierra y mar para establecer bases comerciales en la Florida.

          Y con el balance de las victorias sobre los ingleses, la fructífera paz con los indios y los resultados de su buena gestión como Gobernador pasaron los 5 años preceptivos de destino. Pero el Rey no aceptó su regreso a España, y, a la vez que lo ascendía a Mariscal de Campo, le prorrogaba el destino por otros 5 años. Y no quedó ahí la cosa, pues tras esos segundos 5 años, vinieron unos terceros.

          Por fin, cuando tras 15 años en Florida, el Rey ordene su relevo,... será para enviarlo a Veracruz, uno de los puertos más importantes del Virreinato de Nueva España, y junto al de La Habana, fundamental en la orilla americana para la llegada y salida de las Flotas de Indias. Cuentan las crónicas que cuando en la Florida se conoció la noticia, se extendió por el territorio un sentimiento general de disgusto, descontento y dolor. Además de las cualidades militares y diplomáticas expuestas, su caritativo trato hacia los necesitados hacía que los naturales y los colonos creyesen imposible que su sustituto pudiera igualarle.

          Para abreviar diremos que en el Gobierno de Veracruz y el Castillo de San Juan de Ulúa -adonde sabemos que llegó prácticamente sin un doblón tras 15 años de gobernación en la rica Florida- ocurrió prácticamente lo mismo: se ganó el afecto de las gentes, saneó la Hacienda y la vida pública y, como no, el Rey, en vez de los reglamentarios 5 años, lo mantuvo en el puesto nada menos que 9.

          El Mariscal de Campo Benavides estaba ya cansado. Tenía en aquel momento 61 años y pidió al Monarca (que seguía siendo Felipe V) que le permitiera regresar a la Patria; y aunque el Soberano le contestase que tendría en cuenta su solicitud pues “me habéis servido con entera satisfacción mía por más de 20 años”,... poco después le ordenaba que ocupase otro difícil cargo: Gobernador y Capitán General de la Provincia de Mérida del Yucatán y del Puerto de Campeche. Y lo ascendía a Teniente General.

          Otra vez firmeza, justicia y bondad en los indios, que se sienten atraídos por el Gobernador; y al frente de una expedición, defiende las costas de Honduras contra los ingleses en la que se llamó “Guerra del Asiento”. Bernardo de Cólogan, su principal biógrafo, destaca en el Elogio que de él hace que en estos años su fama de integridad y honradez era tal que el Rey (ahora ya Fernando VI) dispuso que la Tesorería de la Corona “le franquease cuanto necesitase sin que se le pidiese cuenta del destino del dinero.”

          Por fin, con la satisfacción interior de haber servido a su Patria y a su Rey cuanto se la había pedido, dejando atrás un territorio pacificado, a los 7 años (otra vez no fueron los 5 prometidos), el Rey le autorizaba a volver a la España de Europa, de la que había salido hacía la friolera de 32 años, creyendo que sólo iba a estar en tierras americanas el preceptivo período de 5.

          En el citado Elogio de Cólogan podemos leer que “al dirigirse al muelle para su embarque, la muchedumbre de indios agraciados por sus larguezas lo rodean, lo estrechan, lloran su separación, piden no los desampare; corren tras su persona, e imposibilitados en seguirlo porque el mar era la causa, nada les estorba, pereciendo a centenares por su ignorancia en el peligro, siendo necesario para evitar el estrago que las autoridades usen la fuerza”. Dejando aparte la romántica exageración de los centenares de ahogados, nos damos cuenta de que la despedida tuvo que ser similar a las efectuadas en San Agustín y en Veracruz años antes.

          Había salido pobre de aquí... y tras más de 30 años gobernando provincias muy ricas, pobre regresaba, al punto de que, cuando llegó a Madrid, dice Millares que para la obligada audiencia con el Rey no disponía de un uniforme adecuado para ello “pues tal era el estado de penuria con sus continuas dádivas y limosnas que ni vestidos tenía”. El Marqués de la Ensenada, uno de los principales ministros de Fernando VI, le tuvo que prestar un uniforme acorde con su rango. El monarca lo recibió con todo cariño y le ofreció la Comandancia General de Canarias, pero Benavides, cansado y a sus 70 años, sólo soñaba ya con un merecido descanso en su tierra natal; se lo pide así al Rey y éste le concede la merced del retiro.

          Y aquí se retiraría a vivir en el Hospital de Nuestra Señora de los Desamparados, sobre el cual nacería el Hospital civil, sede hoy del hermoso Museo de la Naturaleza y el Hombre. No parece lógico pensar que un hombre de tan intensa vida se dedicara a ver pasar los días. Hay constancia de que consiguió de Fernando VI unos importantes beneficios relacionados con la importación y exportación de productos de la tierra, beneficios que revertían en el Hospital, del que fue administrador. A sus expensas, con su sueldo de retirado, construyó una sala y varios cuartos y se dedicó en exclusividad a la caridad.

          En el Hospital vivió como un pobre más hasta que el 9 de enero de 1762, a los 83 años, 1 mes y 1 día de vida, le llegó la muerte.

          En una breve reseña de Enrique Roméu en su libro La Laguna de anteayer se puede leer lo siguiente:

               “Ha muerto don Antonio de Benavides... Hay un lento sonar de campanas que, sobre el cielo limpio de Santa Cruz, van contándose la noticia.

                Don Antonio de Benavides fue nada menos que Teniente General de los Reales Ejércitos de S.M. Felipe V. En un momento de peligro salvó la vida del Rey... Conoció los honores y la gloria, fue dueño de riquezas.. Ya viejo volvió a Santa Cruz, vendió sus bienes y se dedicó a cuidar a los enfermos del Hospital que unos años antes habían fundado aquellos dos hermanos sacerdotes. Vivió en su recinto, cuidó de los desgraciados...

                Hoy, 9 de enero de 1762, ha muerto tan pobre como uno de ellos. Mientras pasa su entierro, un entierro humilde, sin pompa, una viejecita le dice a otra que aquel era Benavides, el que fue General y ha muerto como un Santo... Y las campanas no parece que tocan a muerto, sino a gloria.”

          Y lo enterraron, con el hábito de San Francisco, bajo una lápida a la entrada de la Iglesia Matriz. Una lápida, ya he dicho que felizmente restaurada, y en la que, con dificultades, se puede leer el siguiente epitafio:

               AQUÍ YACE EL EXCMO. SR. D. ANTONIO DE BENAVIDES, TENIENTE GENERAL DE LOS REALES EXÉRCITOS. NATURAL DE ESTA ISLA DE TENERIFE. VARÓN DE TANTA VIRTUD CUANTA CABE POR ARTE Y NATURALEZA EN LA CONDICIÓN MORTAL.
 

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          Como militar me gustaría hacer una consideración final acerca de la trayectoria castrense del Teniente General Benavides:

               - Que (como marca la Ordenanza) siempre ajustó su conducta, en paz y en guerra, al respeto a la persona, al bien común y al derecho de gentes.

               - Que (como nos pide la Ordenanza) fue valeroso, pronto en la obediencia y exacto en el Servicio.

               - Que (como aconseja la Ordenanza) su recta conciencia le inspiró un alto sentido del honor.

               - Que (en cumplimento de la Ordenanza) fue abnegado y austero.

               - Que (como exige la Ordenanza) siempre acató las órdenes de sus superiores, en especial las de S.M.

               - Que (como reclama la Ordenanza) amó la responsabilidad y tuvo un gran espíritu de iniciativa.

               - Que (como nos exhorta la Ordenanza) fue cortés y deferente en su trato y relaciones con la población civil (y yo añado” y los indígenas”).

               - Que (como se nos ordena en la Ordenanza) cuando conoció irregularidades, tomó medidas inmediatas para remediarlas y las puso en conocimiento de su superior.

               - Y que (como desea la Ordenanza) su entrega, entereza moral, competencia y ejemplaridad le granjearon el prestigio del que gozó, y que se recogió en las palabras grabadas en su losa sepulcral.

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          Cuando tengamos un rato libre, démonos una vuelta por la Iglesia de la Concepción y al pie de la lápida que cubre sus restos dediquemos una oración y un recuerdo a aquel hombre, tan ilustre en su tiempo y tan olvidado hoy. Y contemos a quienes no la conozcan la historia de don Antonio de Benavides, ejemplo de virtudes humanas, cristianas y militares.

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