La cárcel (1) (Retales de la Historia - 56)

Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 13 de mayo de 2012).

 

          Nos guste o no, toda sociedad mínimamente organizada ha tenido que disponer de un lugar apropiado para confinar a los reos o imputados de alguna falta o delito. En los primeros tiempos, cuando bastaba ser acusado y detenido para que ello acarreara la pérdida de todos los derechos -si es que los había-, seguramente era suficiente cualquier agujero o cueva que facilitara la vigilancia de los confinados. Pero en Santa Cruz, muy pronto, con las primeras construcciones defensivas ya se dispuso de sótanos o mazmorras a las que lo mismo iban a parar personajes más o menos ilustres y desterrados políticos que delincuentes comunes. Al darse por hecho que el pueblo debía contribuir con la mitad de los gastos de manutención de los presos y no disponer el Lugar de fondos ni propios, los desheredados quedaban sometidos a condiciones inhumanas. En el siglo XVI se repiten varias provisiones de la Real Audiencia prohibiendo que a los presos pobres se les despoje de ropas para el pago de las costas y, a fines del mismo, se prohíbe al alcaide de la cárcel pedir más derechos que 6 mrs. diarios y 12 -lo que parece sorprendente- “si durmieran en la cárcel”.

          A principios del siglo XVIII parece que había una casa alquilada, pero según Cioranescu quedó inutilizada por un incendio. Luego hubo otra de difícil localización, hasta que en 1743 se sabe que el alcalde Juan de Aráuz pidió licencia al obispo para construirle una capilla a la Cruz de la Fundación en la “placeta” de su nombre, y hace ver que así los presos de la cárcel situada en la casa frontera podrían oír misa. En 1764, el alcalde José Moreno Camacho pidió una cárcel para Santa Cruz, con el apoyo del comandante general Bernardi, pero el Cabildo dijo que no le correspondía hacerla, aunque después de varios recursos ante la Real Audiencia se vio obligado a instalarla en otra casa, también alquilada, en la calle de la Marina, 53, esquina a la que luego se llamó calle de la Cárcel Vieja.

          El edificio era totalmente inadecuado y viejo y, por si fuera poco, el huracán de 1781 ocasionó tales daños que los presos tuvieron que ser trasladados al castillo de San Cristóbal y, siendo la cárcel dependiente de los propios del Cabildo, se le pidió su reparación, pero no hubo respuesta y se tardó años en repararla a base de limosnas del vecindario. En 1814 el alcaide informaba de la fuga de presos por estar inservibles puertas y cerraduras, pero no había dinero para arreglarlas.

          La manutención de los presos era otro problema. En 1785, fundado el Hospicio de San Carlos, el nuevo establecimiento la tomó a su cargo, hasta que al entrar en decadencia tuvo que dejarlo. Se recurría a insólitos métodos para agenciar alimentos: si el pan no tenía el peso o la cocción debida se requisaba “para entregarlo a los pobres de la cárcel”; si el decomiso se debía a denuncia particular, un tercio era para los presos, otro para reparaciones en la cárcel y el otro para el demandante.

          Durante cuatro años la Real Audiencia pidió sin resultado informes sobre la cárcel, hasta que apremiado el Ayuntamiento contestó que “esta Villa no tiene Cárcel suya ni Propios para fabricarla y que por esta razón se custodian los presos en una casa particular, que es la que sirbe de prisión, la qual es muy vieja, sin comodidad, seguridad, ni separaciones...” Allí enviaba presos el comandante general, los de Artillería y Marina, el Real Consulado, Hacienda y hasta el vicario eclesiástico. Los presos los mantenía el alcalde de la villa de su bolsillo, a razón de dos reales y medio al día, y cuando no los podía pagar había que soltarlos o pedir a las personas a cuyas instancias estaban presos. La única dotación que tenía el alcaide era dejarle ocupar una habitación para vivienda y que cada preso le pagara 3 reales por derecho de “carcelaje”. La situación era tal que en 1819 la Real Audiencia autorizó a los procuradores de la cárcel a pedir limosna por las calles un día a la semana.

          En 1822 el juez José Díaz Bermudo visitó la casa de la calle de la Marina y su informe fue desolador: “las puertas no tienen cerrojos o están caídas en el suelo, incluso las que deben separar mujeres de hombres… suciedad y humedades, el aljibe del agua sin cubierta y lleno de inmundicias… El retraso en la percepción de sus salarios por parte de los celadores favorece los sobornos y el mal servicio…”

          El Ayuntamiento declaró que estaba en la absoluta imposibilidad de acometer los gastos necesarios para el arreglo, y pidió al comandante general que le facilitara alguna fortaleza para alojar a los presos en tanto se habilitaba para cárcel alguna dependencia del exconvento de San Francisco. Había sido José María de Villa el primero en proponer, en 1820, solicitar el viejo convento para ayuntamiento, escuelas y cárcel.

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