Cuando se cae la cara de vergüenza

Por Francisco Ayala  (Publicado en El Día el 3 de agosto de 1997).

 

          A este modesto periodista, como tinerfeño, como canario y como español, se le cae la cara de vergüenza. Cuando teníamos al alcance de la mano la ocasión única de hacer justicia a un hombre y a un pueblo y de reparar una ingratitud histórica, echamos todo por la borda inconscientemente, alegremente, irresponsablemente.

          He dicho más de una vez que este pueblo nuestro de hoy rompe todas las reglas conocidas. La Historia -dicen- siempre la han escrito los vencedores, con lo que conlleva de deterioro evidente cuando no de destrucción completa de la verdad. Pero siempre, naturalmente, a favor de los que han vencido. Aquí la Historia la escriben los vencidos, pero también con atropello de todo lo que es rigurosamente cierto. Sin ir más lejos, ahí tenemos la guerra civil del 36, de la que nos cuentan, en la misma cara de los que la hemos vivido, las más asombrosas e inimaginables mentiras.

          Pues bien. Con la gesta del 25 de julio de 1797 ocurre un trastocamiento insólito de las reglas dentro de la misma regla general. Aquí la Historia que hemos escrito los vencedores es para enaltecer a los vencidos y echarnos porquería sobre nosotros mismos. No sobre todos, claro está, sino sobre el caudillo heroico de aquella defensa que terminó en victoria resonante. Y, precisamente, en este empeño de realzar la bravura, la valentía y la abnegación de las milicias y del paisanaje va un reproche implícito contra el general don Antonio Gutiérrez de Oteo, quien contaba con poco militares profesionales a sus órdenes. Se quiere decir que los artífices de la victoria sobre el contralmirante Nelson no son los soldados sino los milicianos, como si a las milicias no las hubiesen mandado los oficiales del Ejército.

          En el libro Piraterías y ataques navales contra las Islas Canarias, su autor, el profesor don Antonio Rumeu de Armas, dice del general Gutiérrez que todos los historiadores son unánimes en reconocer la “probidad y la hombría de bien” del militar. Pero, así mismo, todos coinciden en “negarle las cualidades de bizarría y pericia militar”. Le tachan de “poco versado en asuntos de armas”, de “falta de serenidad en los críticos momentos de la lucha” y de “aturdimiento propio de un bisoño”.

          No voy a ser tan osado como para discutir al profesor Rumeu sus afirmaciones. Pero casi estoy seguro de que si don Antonio volviera a escribir ahora mismo aquella importante obra histórica, no diría lo mismo del general Gutiérrez, porque, desde entonces hasta estos momentos, se ha avanzado mucho no tanto en la investigación de los propios hechos de armas como en el conocimiento de cada cual, por ejemplo, de algunos de los autores que un siglo después de la victoria o antes de esta fecha, escribieron sobre el militar intencionadamente o no, basándose en fuentes poco fiables.

          Precisamente, algunos de los que culpan a Gutiérrez de todas estas ineptitudes, que jamás se han podido probar porque ninguno de los presentados como testigos estaban en el interior del Castillo de San Cristóbal ni participaron en las decisiones del general, alegan que faltan elementos fehacientes para asegurar todo lo contrario. Entonces, extrapoladas estas opiniones, tendríamos que echar en cara al profesor Cioranescu, el más brillante historiador contemporáneo de Canarias y, posiblemente, el que hasta ahora ha demostrado mayor rigor en sus investigaciones, que no tiene argumentos para afirmar que “…también hubo por el lado canario unos cuantos individuos que aprovecharon la oscuridad para ocultar su temblor. Ello no merecería la pena de señalarse si la maledicencia, que no suele ser atributo de valor, no hubiese transformado los fantasmas en gigantes, echando culpas más allá de lo que hubiera sido justo. Su primera víctima fue el general Gutiérrez, a pesar de lo cual el comandante general condujo perfectamente la acción desde su puesto de mando”.

          No me valen, ni valen para las personas sensatas, lo escrito por don Bernardo Cólogan Fallon en una carta a un primo suyo, ni lo que ha dicho el comerciante don Pedro Forstall en otra carta manuscrita. Ambos son británicos, aunque el primero haya nacido en La Orotava. El señor Cólogan era inglés de ascendencia y educación y el señor Forstalll, irlandés. Se duda de si, en aquella confusión del 25 de julio de 1797, ambos se alinearon en uno u otro bando y luego quedaron como héroes. Igual de oscuro está el caso del irlandés Carlos Rooney, cuyo cadáver apareció destrozado después de la lucha pero no por la lucha. Parece que lo mataron los milicianos por espía o puede ser que lo asesinaran las fuerzas de Nelson por considerarlo traidor.

          Metiendo lógica por medio, no se puede entender que le falte bizarría, dotes de mando, serenidad, conocimiento de las armas, pericia y decisión y le sobrara bisoñez a un militar veterano que había combatido en las Malvinas y en Menorca, contra los mismos ingleses y en medio mundo. El actual jefe de la Zona Militar de Canarias, teniente general Ripoll, dice, en recientes declaraciones a este periódico, que el general Gutiérrez, que era hombre experimentado, “toma una serie de previsiones y acierta”.

          Quieren presentar la gesta como que no fue Gutiérrez el que ganó, sino Nelson el que perdió. El teniente general Ripoll puede estar en lo cierto cuando achaca a Nelson su gran pericia naval, pero sus pocos conocimientos de la lucha en tierra. Pero, aunque así fuera, Nelson llevaba una fuerza especializada y preparada para la invasión y se supone que, entre sus mandos, había buenos estrategas. Aunque hubiese sido desacertado su planteamiento táctico, se trataba de un nuevo Goliat contra un aparentemente indefenso David, que era la guarnición de la plaza santacrucera. Y, en esta contienda desigual, ¿cómo un grupo pequeño de militares y otro grupo, algo más numeroso, de soldados de ocasión pudo derrotar al que la Historia considera el mejor marino de todos los tiempos?

          Y miren por donde esto se logra a las órdenes de un jefe inepto, vacilante, indeciso y hasta cobarde.

          Contra todos los “documentados” está el hecho rigurosamente probado de que de ninguna fuente militar próxima al general Gutiérrez ha salido ningún testimonio, oral o escrito, de que don Antonio Gutiérrez se pareciera lo más mínimo a la figura que quieren pintarnos de él esos “historiadores” que pongo, adrede, entre comillas.

          ¿Y la deuda del pueblo de Santa Cruz, de la isla de Tenerife, del Archipiélago canario y de España entera con el general Gutiérrez y el pueblo de Tenerife, esa no va a cumplirse nunca?

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