El camino hacia la Constitución

A cargo de Emilio Abad Ripoll (Salón de Actos de la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife, La Laguna., 19 de marzo de 2012).

 

          Saludos y agradecimientos.

Antecedentes

          Cuando uno era miembro de algún Estado Mayor y debía exponer un tema ante un auditorio -ya fuese un Ejercicio Táctico, la determinación de necesidades para la propia Unidad o la manera de remediar sus sempiternas carencias- era frecuente que, al terminar, alguno de los sufridos oyentes me recordara, o me recriminara, que me había remontado "hasta los fenicios" para llegar al momento en que vivíamos. Puede que fuese verdad.

          Pero hay ocasiones, como la de hoy, en que es necesario remontarse aguas arriba en ese río sin retorno que es la Historia, para intentar comprender lo que sucedió… o lo que sucede. Las Cortes de Cádiz y su principal “producto”, la Constitución de 1812, de cuya proclamación se están cumpliendo en esta jornada exactamente 200 años, no nacieron por “generación espontánea”, sino que, más bien, fueron el resultado de una gestación muy larga, que tuvo lugar durante años que ocuparon buena parte del siglo XVIII, con un movimiento -en principio cultural, y que devino en político- y una revolución -en sus primeros momentos pacífica pero que desembocó en enormes crueldades- como principales embriones.

          Es por ello que debemos hablar, sin necesidad de llegar a los fenicios, antes de empezar a hacerlo de las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812, de aquel movimiento, la Ilustración y con él del Despotismo Ilustrado, y de aquella Revolución, la Francesa, y con ella de su consecuencia inmediata, el régimen napoleónico.

 

La Ilustración

          Todos aquí conocen que la Ilustración fue la gran revolución intelectual del siglo XVIII en Europa, un movimiento cuya fundamental característica fue la confianza absoluta en la Razón y la Crítica para comprender y dominar el entorno que nos rodea.

          En nuestra patria, la Tradición (en usos y costumbres sociales, religión, relaciones con la Corona, etc.) era hasta aquel momento el motor principal de la vida. La inmensa mayoría de la población (en gran parte analfabeta o con muy bajo nivel cultural) apoyaba la Tradición. Pero en aquel siglo iban a surgir los “ilustrados” (entre otras facetas eran asiduos en las tertulias de las Sociedades Económicas de Amigos del País) y se producirá un choque conceptual entre la Razón, propugnada por estos, y la Tradición, enraizada en el alma del pueblo; hecho, por otra parte, no muy diferente a lo que sucedía en otros lugares del continente europeo. Claro que en nuestra tierra surgió una diferencia esencial y que constituía su mayor peculiaridad: la Ilustración española hacía compatibles la Razón y la Crítica con la Tradición Cristiana.

          Julián Marías, en su España Inteligible, escribió que “… la pervivencia de la vieja España durante los reinados de los Borbones, la solidez de muchas estructuras tradicionales y las resistencias a las reformas eran evidentes. Pero a la vez se advertía un enérgico sentido crítico, una voluntad de innovación.”

          La España del siglo XVIII, que empezaba a dar muestras de decadencia, no gustaba a nuestros ilustrados, que trataban de cambiar el sentido de esa tendencia mediante la enseñanza y la aplicación de las que llamaron “ciencias útiles”. Y de pronto iban a encontrar un gran aliado para sus planes: Había subido al trono Carlos III.

          Los ilustrados españoles, que se movían en el entorno de la Corona, no iban a discutir el absolutismo borbónico, antes bien, se iban a aprovechar de ese absoluto poder real con el fin de mejorar social, económica e intelectualmente al país.

          Las doctrinas de la Ilustración se reflejaron en política dando lugar al Despotismo Ilustrado, que aspiraba a mejorar la condición del pueblo pero sin que éste interviniera en el gobierno del país. Una idea que ha pasado a la Historia con el conocido lema de “Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”.

          ¿Qué consecuencia principal tuvo esto? Muy fácil de comprender: los que apoyaban la soberanía sin límites del Rey veían en la acción de los “reformistas” ilustrados (que no contaban con el pueblo para reformar) una herramienta muy útil para que aquel omnímodo poder se perpetuase. Y los ilustrados, ya lo hemos dicho, consideraban el absolutismo la mejor palanca para levantar el país de su marasmo e incultura.

          La Ilustración española alcanzó su momento de plenitud durante el reinado de Carlos III, que, en conjunto, puede considerarse como el gran intento de encarrilar a España por la vía del progreso. Los hábiles ministros de aquel monarca, lograron realizar avances extraordinarios y si el proceso se vino abajo fue por causas poderosas y terribles que vinieron del exterior.

          Porque, coincidiendo prácticamente con el final de ese reinado y el inicio del de su hijo, Carlos IV, ocurrió un hecho trascendental: el desencadenamiento de la Revolución Francesa. Desde 1788 había empezado la agitación en el país vecino, y en España, especialmente bajo las directrices de Floridablanca, se produjo una especie de parón, o incluso de marcha atrás, en el reformismo de la política española, que, a partir de esos momentos, se aferrará al inmovilismo absolutista. Comenzaron a rechazarse todas las innovaciones y proyectos, intentando “vacunar” al pueblo español contra el “contagio” revolucionario, y de rebote, también contra las ideas ilustradas. Para ello se estableció una severa censura de noticias, se prohibió la entrada de libros franceses y la salida de estudiosos e intelectuales…

          Y, claro está, el Despotismo Ilustrado entró en crisis, pero su hueco lo llenó una nueva generación con ideas liberales en buena medida derivadas también de la Ilustración, de cuyas fuentes bebía, aunque existiera una diferencia fundamental: antes -con el Despotismo Ilustrado- el Monarca era (lo hemos dicho) la palanca o el nervio de la reforma necesaria para poder llevar a cabo sus proyectos. El Rey ya no era absolutamente necesario. Empezaba a dominar, a imponerse, un nuevo pensamiento, que pronto se convertirá en axioma para los liberales: “Es la Nación la que debe decidir qué cosas deben modificarse, y cómo hay que hacerlo”. Un liberalismo que, en nuestra Patria, a veces -muy pocas- fue radical, pero que propugnaba la conveniencia de que el poder del Monarca fuera limitado por una Constitución, por si el Rey caía en manos de un valido poco escrupuloso o poco responsable.

          Además, ese liberalismo iba socavando el Antiguo Régimen, aplicando el pensamiento y la política de la Ilustración a revisar y desprestigiar o limitar a las instituciones que eran soporte y base de aquél: señoríos, mayorazgos, exenciones tributarias, derechos jurisdiccionales, etc. En definitiva, la ideología ilustrada-liberal entraba en contradicción con los principios esenciales del Antiguo Régimen.

          Don Antonio Morales en su trabajo titulado “El Estado de la Ilustración”, incluido en el tomo XXX de la Historia de España dirigida por don Ramón Menéndez Pidal, escribe que “la verdadera revolución del XVIII en España, como en Europa, la constituye la destrucción del ánimo necesario para continuar el Antiguo Régimen, producido especialmente, aunque sin olvidar las especiales circunstancias del país, por los conflictos acarreados por la Revolución Francesa.”

          ¿Y cuales eran esas “especiales circunstancias”de España? En el Antiguo Régimen la organización estatal se fundamentaba en el absolutismo real. El Estado estaba representado por la figura del Rey, al que se guardaba una acendrada lealtad y un respeto casi religioso. Y si eso continuó siendo así en el reinado de Carlos III, en el que la Nación experimentó un resurgimiento cultural y económico importantísimo, no lo fue, ni mucho menos, en el de su sucesor, en el que el prestigio mítico de la Monarquía iba a resquebrajarse.

          En ese mismo trabajo de don Antonio Morales se expone la idea de que las crisis internas de las monarquías se producen en “reinados sin Rey”, es decir, cuando el Monarca es dirigido por un valido o privado, pues ello equivale a una dejación por parte del Rey, a una desvalorización de su superior poder que pone en duda su autoridad. Y eso es lo que ocurrió en el reinado de Carlos IV y la privanza de Godoy.

  

España y la Revolución Francesa

          A partir de 1789, y a lo largo de una década, un conjunto de movimientos revolucionarios, bajo el famoso lema de Libertad, Igualdad y Fraternidad iba a poner fin en Francia al Antiguo Régimen.

          Tanto esa Revolución como el periodo napoleónico que la seguirá tendrán una importancia primordial sobre la política española. Ya hemos hablado del frenazo en los avances reformistas; y España además se unió a la alianza “legitimista” de las monarquías europeas contra la República Francesa, que desembocó en la Guerra contra la Convención (o del Rosellón), momento en que todavía nuestro Rey contaría con un claro apoyo popular.

          Pero a partir de entonces comenzaron a producirse las grandes equivocaciones estratégicas de Godoy y, claro está, de Carlos IV, con la firma primero de la Paz de Basilea con la Convención -lo que significaba el reconocimiento de la República Francesa- y luego los Tratados de San Ildefonso que nos llevaron a la guerra contra Inglaterra. Como consecuencia del primero de ellos (1796) sufriríamos la derrota naval del Cabo de San Vicente -y la victoria sobre Nelson en su fallido ataque contra Tenerife en el verano de 1797-, pero la poderosa flota británica bloqueó los puertos españoles más importantes, con el consiguiente colapso del comercio con América. En pocos años, la crisis se agudizó hasta el punto de que en 1801 la deuda pública española equivalía a los ingresos de 10 años. En esa situación, todos, privilegiados y pueblo, clamaban contra Godoy… y Carlos IV.

          Y Godoy, y Carlos IV, y España, que ya carecía de una línea política internacional propia, volvieron a equivocarse cuando se unieron al carro del vencedor del momento, el gran Napoleón. Tuvo lugar en esos años la derrota de Trafalgar, la maldita catástrofe de 1805, que iba significar, con la perdida de la flota, la del control de los mares y un durísimo golpe al comercio con la España de América; y aunque todavía no habíamos dejado de ser una gran potencia, ya estábamos en camino de ello, con nuestro destino ligado a las decisiones del gran corso.

          El propio Bonaparte, que ya dominaba sobre vastas extensiones de suelo europeo, sabía que con la conquista de Rusia y España el mundo sería suyo, pues Inglaterra no podría resistir mucho tiempo. Y con las circunstancias que se daban con respecto a nuestro país llegó a pensar que el caso de España sería también fácil… Claro que años después reconocería que pese a que “el éxito no podía ser dudoso… esta misma facilidad me extravió.” 

 

 Unos meses claves: enero-mayo de 1808

          Tras la firma con la Francia bonapartista del Tratado de Fontainebleau (1807), se permitió el paso por territorio español de unidades francesas que tenían la misión de atacar Portugal, aliada de Inglaterra, la principal enemiga en aquellos momentos y a la que Napoleón deseaba bloquear. Pero las fuerzas francesas fueron paulatinamente ocupando las principales ciudades españolas. Surgió entonces en la España de 1808 otro concepto que aglutinaba a los españoles en su contra: el Despotismo napoleónico. Y contra los dos citados Despotismos, el ministerial -interno- Godoy, y el napoleónico -exterior- del tirano por antonomasia se levantarían los españoles muy pronto.

          A las crisis económica, política y social ya citadas, se unió la nueva humillación que ocasionaba la ocupación francesa. Mientras tanto, se formó un partido palaciego dirigido por el Príncipe de Asturias, el Príncipe Fernando, que conspiraba contra Carlos IV y cuyo principal objetivo era apartar a Godoy de la gobernación del país. El Rey, enterado de los propósitos de su hijo, ordenó su detención, pero Godoy intervino en favor de la puesta en libertad del Príncipe de Asturias. El 19 de marzo de 1808 estallaba el Motín de Aranjuez; Godoy era apresado y Carlos IV abdicaba en su hijo Fernando, el VII de ese nombre en la línea de sucesión española.

          Pero muy poco después, Carlos IV se arrepentía de su decisión y pedía a Napoleón que se convirtiera en “árbitro de la situación”. Bonaparte atrajo a la Familia Real a Bayona (Francia) y allí se produjo una situación que puede calificarse como una de las mayores vergüenzas -si no la mayor- de nuestra Historia: Fernando VII devolvía la corona a su padre y éste la entregaba a Napoleón, quien ya tenía in mente nombrar Rey de España a su hermano José, (que en aquellos momentos lo era de Nápoles, y a quién ya había comunicado sus intenciones en diciembre de 1807). Ahora el que se equivocaba era el gran Napoleón, quien años después reconocería que, a partir de aquellos momentos, “España se comportó como un hombre de honor”.

          El plan trazado por Napoleón había concluido con éxito su primera fase: obtener de Carlos IV y Fernando VII la renuncia al trono de España en su favor. La segunda parte consistía en aparecer ante nuestro pueblo como el reformador necesario, y por ello dirigió el 25 de mayo un Manifiesto a los españoles del que recojo el siguiente párrafo:

                    “Vuestra monarquía es vieja, mi misión se dirige a renovarla. Mejoraré vuestras instituciones, y os haré gozar, si me secundáis, de los beneficios de una reforma, sin que experimentéis quebrantos, desórdenes, confusiones… Tened mucha esperanza en las circunstancias actuales, pues quiero que mi memoria llegue a vuestros últimos nietos y que exclamen: él es el regenerador de nuestra Patria.”

 

La ¿Constitución? de Bayona

          Pero el plan napoleónico contaba con una tercera fase, la de reunir una Asamblea, Diputación o Junta de notables españoles para ratificar una Constitución preparada, en sus líneas generales, por el propio Bonaparte. Se convocó en Bayona y acudieron a la cita 65 diputados de los 150 citados.

          Tras varios retoques hechos en el entorno de Napoleón con la colaboración de algún español, como don Antonio Ranz Romanillos, destacado helenista y jurista, aquel primer texto tomó carácter de definitivo y se entregó a los diputados para que, en un plazo muy breve, lo estudiasen y presentasen enmiendas (que por orden del propio Bonaparte debían hacerse por escrito para evitar pérdidas de tiempo con discusiones inútiles). Esas modificaciones eran estudiadas por el mismo Emperador que las aprobaba o rechazaba (poniendo al margen las palabras “approuvé” o “refusé”).

          Hay que destacar que en el texto entregado a los diputados figuraba Napoleón como “otorgante” de la Constitución, pero en el texto final aparecía José I, Rey de las Españas y las Indias. Este documento se publicó dos veces en la Gaceta de Madrid, pero nunca tuvo vigencia en España. El encargado de su traducción al español -perfecta según varias opiniones- fue el citado Ranz Romanillos.

          ¿Fue el documento de Bayona la primera Constitución española, anterior a la del 12? Mi opinión es rotundamente negativa. Aquella de Bayona fue una “carta otorgada”, pero no una Constitución. Dicen los diccionarios que una “carta otorgada” era un documento por el que el Rey se comprometía a gobernar a sus súbditos de una determinada manera. Y aunque de hecho pudiese ser considerada una Constitución para el Estado, le faltaba su requisito fundamental: el de haber sido dictada por el pueblo o sus representantes, pues era sólo la expresión del poder absoluto del Rey -y en el caso que nos ocupa, de Napoleón-.

          Si a esta condición esencial unimos las circunstancias de nacer en un marco histórico complejo y confuso; estar dictada fuera de territorio nacional; tener un marcado carácter francés; y que entre los españoles reunidos en Bayona no existió la voluntad de elaborar un documento constitucional y tuvieron que aceptar un texto impuesto, al que podían introducir muy pocas variaciones, a mi entender el nombre de Constitución, aplicado al documento de Bayona, podría fácilmente sustituirse por “Carta Otorgada” o “Estatuto” (como lo sería el de 1834, cuando la Regencia de doña María Cristina de Borbón en la minoría de edad de su hija Isabel). Y, en consecuencia, reafirmar a la de 1812 como la primera Constitución española.

          Como último apunte referente a este tema, reseñar que fueron dos los canarios a los que se convocó en Bayona. Uno era don Estanislao de Lugo, a la sazón miembro de honor del Consejo de Estado y que no acudió a la cita. El otro don Antonio Saviñón, que si bien estuvo en Bayona, asistió a 2 de las aproximadamente 10 sesiones y firmó el documento, apenas regresado a Madrid dirigió un Manifiesto a los ayuntamientos canarios justificando su actuación por haberle sido impuesta por la violencia, y declarando explícitamente que no era bonapartista ni afrancesado. Don Marcos Guimerá Peraza, en su trabajo “En el Bicentenario de la Junta Suprema de Canarias”, incluido en el Boletín extraordinario que editó esta casa el año 2008, subraya que los verdaderos afrancesados canarios fueron Bernardo de Iriarte, Estanislao de Luque y Antonio de Porlier y Sopranis, Marqués de Bajamar y Presidente de esta Real Sociedad durante muchos años. A ese trabajo les remito por si quieren conocer algo más al respecto.

 

La Guerra de la Independencia y las Juntas

          El 2 de mayo de 1808 el pueblo de Madrid se levantaba contra el invasor y aquella fue la mecha que hizo arder campos y ciudades, inundados de fervor bélico y patriótico. Se desató una crudelísima guerra que iba a durar 6 años y que dejaría al país exhausto. Y, apenas se inició la contienda, por todas partes (también en La Laguna) surgieron las Juntas, locales al principio, provinciales luego, agrupadas bajo la Suprema después; Juntas legitimadas por el Pueblo para dirigir el país ante la ausencia del Rey, aquel Deseado Fernando VII que, quizás sorprendentemente (al menos lo es para mí) ansiaban ver los españoles sentarse en el trono.

          El poeta Francisco José Quintana en una carta a un amigo británico explicaba así el origen y la fundación de aquella especie de federación que emanó de las Juntas locales y provinciales:

                    “Luego que el punto central del Gobierno falte a su ejercicio o deje de existir, cada provincia toma el partido de formar una Junta que reasume el mando político, civil y militar de su distrito (…) Entra después la comunicación de unas con otras para concertar las medidas de interés general; hecho esto, el Estado, que al parecer estaba disuelto, anda y obra sin tropiezo y sin desorden”.

          El profesor Francisco Fuentes asegura que las Juntas, como medio de sustituir al Estado en un momento de crisis o de vacío de poder, revistieron al mismo tiempo un carácter tradicional y revolucionario. Y esta dualidad sería la seña de identidad de la trayectoria “juntera” del principio de la Guerra de la Independencia, porque, de un lado estaba la reivindicación de la religión y del Rey (la tradición) como desencadenante de la lucha; y de otro el matiz revolucionario de algunas proclamas y el impulso popular (la revolución) que puso las Juntas en marcha.

          Ni aún el particularismo que Ortega y Gasset definió como una característica esencial, y negativa, de la personalidad de los españoles pudo mantener a las Juntas actuando por su cuenta durante muchas semanas. Pronto se creó una estructura piramidal: Juntas locales, Juntas provinciales y Junta Central (Junta Suprema Central Gubernativa del Reino, se llamó oficialmente), a la vez que iba creciendo la importancia de sus atribuciones: en principio, lucha contra los franceses; luego coordinación provincial; después interprovincial y, por fin, la creación de un órgano provisional, que asumiera los poderes ejecutivo y legislativo.

          La Junta Suprema se reunió en Aranjuez por primera vez el 25 de septiembre de 1808, con 35 miembros representantes de las provinciales (entre ellos el Marqués de Villanueva del Prado por Canarias), y bajo la dirección del Conde de Floridablanca. El fuerte espíritu reformista y democrático de aquella Junta sería el caldo de cultivo imprescindible para que naciera en su seno la idea de dotar a España de una Constitución.

          No es momento de contar la Guerra ni sus etapas, pero sí destacar que tras una primera de predominio español, en los meses iniciales, Napoleón se tuvo que tragar lo de que para conquistar España no le harían falta “más allá de 12.000 hombres” y  tuvo que poner toda la carne en el asador. Se trasladó personalmente a dirigir las operaciones, eso sí, sin olvidarse traer un inmenso ejército de más de 300.000 hombres mandados por la flor y nata de sus mariscales y generales, cargados de laureles en Austerlitz o en Jena, pero que en la “piel de toro” de la Península  aprendieron lo que significaba un nuevo e inquietante vocablo: guerrilla.

          Los refuerzos franceses se extendieron por el país como una mancha de aceite, y su avance obligó a la Junta Central a trasladarse a Toledo, luego a Talavera, más tarde a Badajoz y finalmente a Sevilla. La Junta, lo he dicho hace unos momentos, tenía como principal misión la defensa, pero cada vez quedaba menos terreno que defender. España había sido casi vencida, y entonces Gaspar Melchor de Jovellanos propuso a la Junta que convocase Cortes, porque había que empezar de cero, inventarse otra vez España, pero haciéndolo sobre una nueva base: la Nación, es decir, los españoles.

          Pero el problema estribaba en que la Junta no podía legalmente convocar Cortes. Las leyes viejas de la vieja España decían que las Cortes las convocaba el Rey o, en su defecto, el Regente o un Consejo de Regencia formado por 1, 3 ó 5 personas. La solución estaba, por lo tanto, en nombrar una Regencia que cumplimentase lo dispuesto desde hacía siglos. Y, ¿adivinan ustedes a quién encargó la Junta Suprema, (en octubre de 1809) que recopilase las leyes fundamentales de la Monarquía española para contar con un primer esbozo de Constitución? Pues ni más ni menos que a Ranz Romanillos, importante colaborador en la redacción del documento de Bayona, como acabamos de ver.

          Y así se hizo. Huyendo de los franceses que amenazaban -y ocuparían- Sevilla, la Junta, se trasladó a la Isla de León, actual San Fernando, donde dejaba de existir el 30 de enero de 1810, día en que cedió los poderes a un Consejo de Regencia constituido por 5 miembros (don Pedro de Quevedo, don Xavier de Castaños, don Francisco de Saavedra, don Antonio de Escaño y don Miguel de Lardizábal y Uribe) al que va a trasladar el encargo de convocar Cortes Generales y Extraordinarias. No parece que la Junta hiciera de buen grado ese traspaso de poderes, según se puede leer en uno de los documentos que están expuestos aquí al lado, en el Gabinete de la Ilustración,  y titulado “Exposición que hacen a las Cortes Generales y Extraordinarias de la Nación Española los individuos que compusieron la Junta Suprema Central Gubernativa”, fechado en el verano de 1811.

          Las tropas francesas ocupaban ya casi toda la Península. He dicho casi toda. La Isla de León y luego una trimilenaria ciudad, Cádiz, preservada libre por su poderosas murallas y sus cañones, iban a ser las sedes de unas reuniones que marcarían la Historia de España de aquellos momentos en adelante. Iban a ser el útero de una España distinta.

 

Convocatoria de Cortes

          El Consejo de Regencia, el 18 de junio de 1810, convocaba Cortes Generales y Extraordinarias. Se enviaron emisarios a toda España y a las provincias ultramarinas para que acudieran sus representantes, un total de 303. De ellos tan sólo asistirían a la sesión de apertura, que se celebró el 24 de septiembre, apenas 3 meses después de la convocatoria, 104. Unos no vinieron por las circunstancias de la guerra y otros porque estaban muy lejos…, pero conforme pasaron días, semanas y meses fueron muchos acudiendo a la cita, aunque nunca se completó el número máximo de 303 (Nota 1).

          En Canarias se eligieron cuatro diputados: uno por cada una de las islas de Tenerife, Gran Canaria y La Palma, y un cuarto por el resto del Archipiélago. El primero en ser elegido fue don Pedro Gordillo y Ramos, por Gran Canaria, el 11 de octubre de 1810 y el último don Antonio José Ruiz de Padrón, por Lanzarote, Fuerteventura, La Gomera y El Hierro, ya en julio de 1811. Hay que reseñar que hubo ciertas disensiones  en cuanto al nombramiento de los diputados por Tenerife y La Palma, pues el Cabildo lagunero, sin efectuar consultas, como era preceptivo, con las villas de La Orotava y Santa Cruz de Tenerife para designar al representante tinerfeño, y con la ciudad de Santa Cruz de La Palma, para determinar al palmero, decidió el 7 de enero de 1811 que fuesen, respectivamente, don Santiago Key y Muñoz y don Pedro de Mesa. Tras las correspondientes reclamaciones de las localidades afectadas, se procedió a nueva elección el 9 de junio de 1811, resultando designados por Tenerife el mismo señor Key, pero por La Palma don Fernando Llarena.

          Dije antes que no todos los diputados, -poco más de un 34 %- se encontraron presentes en la solemne apertura de las Cortes, pero hay que señalar que los canarios se incorporaron bastante tarde, cosa lógica teniendo en cuenta las tardías fechas de designación. Así, Gordillo lo hará más de 2 meses después;  Key y Llarena cuando quedaban 2 semanas para que se cumpliera un año, y Ruiz de Padrón 14 meses más tarde de la apertura.
También quiero destacar en esta primera toma de contacto con los diputados canarios que la opinión pública tinerfeña se decantaba por el Marqués de Villanueva del Prado para que representase a la Isla. Pero el Marqués había regresado de su comisión en la Junta Suprema del Reino bastante cansado y algo hastiado de la política, por lo que parece ser que movió sus hilos para no resultar elegido.

 

La primera reunión de las Cortes

          Pues bien ya habían llegado a San Fernando, desde muchos lugares de las Españas, los 104 diputados que iban a asistir a la apertura de las Cortes Generales y Extraordinarias. A partir de ahora, voy a ir basando mis palabras en lo que se recoge al respecto en el primer tomo de los 23 que componen un tesoro que se conserva en esta Casa y que consiste, ni más ni menos, que en la recopilación de todas las Actas de las sesiones de las Cortes de Cádiz, y que pueden ustedes ver expuestos en una de las vitrinas en el Gabinete de la Ilustración. . Pero, para mayor amenidad, también voy a citar algo de lo que escribe Pérez Galdós en los capítulos VIII y XIX del libro Cádiz, el octavo de los que forman la Primera Serie de sus inmortales Episodios Nacionales. Y aquí, y no es la primera vez que lo hago, permítanme que recurra a don Francisco Martínez Viera para recomendarles a los que no los hayan leído, que los lean; y a los que ya los hayan leído, que los vuelvan a leer.

          Lo que nos cuenta don Benito, al constatarlo con el Tomo I swl Libro de Actas, está tan ajustado a la verdad histórica que estoy absolutamente seguro de que, mientras la pluma del ilustre escritor corría sobre las cuartillas relatando aquel hecho, tenía a la vista ese primer volumen del que les acabo de hablar. Me he entretenido en comparar esos capítulos de Galdós con el Libro de Actas y la similitud es total. Claro que Pérez Galdós lo cuenta coloquialmente, con la amenidad que, lógicamente, no puede estar presente en un documento oficial.

          Pues bien, nos dice don Benito, relatando el ambiente que se vivía en Cádiz en el amanecer del 24 de septiembre de 1810:

                    “Una gran novedad, una hermosa fiesta había aquel día en la Isla (…) Por el camino de Cádiz a la Isla (ese istmo convertido hoy en una larguísima avenida de varios kilómetros con intenso tráfico) no cesaba el paso de diversa gente en coche y a pie; y en la plaza de San Juan de Dios, los caleseros gritaban llamando viajeros: ¡A las Cortes, a las Cortes!.

                    En los rostros había tanta alegría que la muchedumbre toda era una sonrisa, y no hacía falta que unos a otros se preguntasen adonde iban porque un zumbido perenne decía sin cesar: ¡A las Cortes, a las Cortes!.

                    Los chicos de las plazuelas de la Caleta y la Viña no querían que la ceremonia estuviese privada del honor de su asistencia (…) y entre chillidos y bufidos y algarabía se distinguía claramente el grito general: ¡A las Cortes, a las Cortes!.

                    (…) Los hombres graves, los escritores y periodistas, rebosaban satisfacción (…) por la aparición de aquella gran aurora, de aquella luz nueva, de aquella felicidad desconocida que todos nombraban con el grito placentero de ¡Las Cortes, las Cortes!.

                    Los mendigos, enseñando sus llagas, no pedían en nombre de Dios y de la caridad, sino de aquella otra deidad nueva y santa y sublime, diciendo: ¡Por las Cortes, por las Cortes!”.

          Dice Galdós por boca de Gabriel de Araceli, el protagonista de la Primera Serie de los Episodios, que cuando éste llegó a la Isla, las calles estaban inundadas de gente. Y nos cuenta como la multitud dejaba paso a una procesión a la que cubrían carrera dos filas de soldados. Pero aquel 24 de septiembre no se trataba de imágenes sagradas; era un sencillo desfile de un centenar de hombres vestidos de negro que se dirigían al palacio que era el alojamiento de la Regencia.

          Eran las 9 de la mañana cuando, en un salón de aquel Palacio, que ahora era Real por la presencia del Consejo de Regencia, se congregaron y de allí partieron de nuevo, con el mismo ritual procesionario, a la cercana Iglesia Parroquial de San Pedro y San Pablo, donde iban a implorar la asistencia divina mediante una Misa de Espíritu Santo.

          Oficiaba de pontifical el Arzobispo de Toledo, y una vez leído el Evangelio, el Presidente del Supremo Consejo de Regencia, don Pedro Quevedo, Obispo de Orense, pronunció una breve oración exhortativa, para dar paso al solemne momento del juramento. Levantóse de su sitial el Secretario de Estado y del despacho de Gracia y Justicia, don Nicolás María de Sierra, quien fue requiriendo a los diputados de la siguiente forma:

                    “¿Juráis la santa religión católica apostólica romana, sin admitir otra alguna en estas regiones?"

                     "¿Juráis conservar en integridad la nación española, y no omitir medio alguno para liberarla de su injusto opresor?"

                     "¿Juráis conservar a nuestro amado Soberano, el Señor Don Fernando VII, todos sus dominios, y en su defecto a sus legítimos sucesores, y hacer quantos esfuerzos sean posibles para sacarlo del cautiverio y colocarlo en el trono?"

                     "¿Juráis desempeñar fiel y legalmente el encargo que la nación ha puesto a vuestro cuidado, guardando las leyes de España sin perjuicio de alterar, moderar y variar aquellas que exigiese el bien de la nación?”

          Y habiendo respondido los así requeridos “Sí, juramos” a cada una de las preguntas, pasaron de dos en dos a tocar el libro de los Santos Evangelios. Tras ello, el Presidente de la Regencia, el Obispo de Orense concluyó pronunciando la tradicional fórmula:

                    “Si así lo hicieseis, Dios os lo premie; y si no, os lo demande”.

          Se cantaron luego el himno Veni Sancti Spiritu y un solemne Te Deum, y continuó y finalizó la Misa. Y de nuevo en procesión se dirigieron los diputados al Teatro Cómico, constituido desde aquel momento en Salón de Cortes. En los palcos, embajadores, diplomáticos, generales, Grandes de España, elegantes señoras… En las zonas comunes un gentío ansioso por ver qué era aquello de las Cortes; en el escenario, bajo un dosel el Consejo de Regencia y delante de ellos dos Secretarios de Estado. Y, por fin, en lo que hoy llamamos patio de butacas, pero que entonces contaba solamente con bancos, los diputados, sin guardar orden ni prioridad alguna.

          Escribe Galdós que: "Poco habían calentados unos y otros los asientos cuando los de la Regencia (tras unas breves palabras de su Presidente) se levantaron y se fueron como diciendo: 'Ahí queda eso'”

          Pues bien, instaladas las Cortes, se procedió a la elección de Presidente y Secretario. Es posible que sus nombres no nos digan nada a la mayoría, pero que quede constancia de que fueron, respectivamente, don Ramón Lázaro de Dou y don Evaristo Pérez de Castro. Y a continuación tuvo éste, el Secretario, su primera intervención, leyendo la Memoria dejada por los Regentes al despedirse; terminaba encomendando a las Cortes que…”se sirvan elegir el Gobierno que juzguen más adecuado al crítico estado actual de la monarquía que exige por instantes esta medida fundamental”. Y las Cortes, se recoge en las Actas, “se dieron por enteradas”.

          Aunque Galdós, por boca de uno de los personajes asistentes al acto, escribe, exponiendo una opinión muy generalizada en aquellos momentos: “Esta pobre gente no sabe lo que se trae entre manos. Míralos cómo están desconcertados y aturdidos sin saber qué hacer”, la verdad es que más de uno ya venía preparado. De hecho, don Diego Muñoz Torrero, diputado por Extremadura, tomó enseguida la palabra y Pérez Galdós se pone en la piel de Gabriel de Araceli para decirnos:

                    “Señores lectores, estas orejas mías oyeron el primer discurso que se pronunció en asambleas españolas en el siglo XIX. Aún retumba en mi entendimiento aquel preludio, aquella voz inicial de nuestras glorias parlamentarias, emitidas por un clérigo sencillo y apacible, de ánimo sereno, talento claro, continente humilde y simpático”.

          Aquel don Diego Muñoz Torrero expuso la urgente necesidad de redactar varios decretos, y desveló que otro diputado, don Manuel Luxan, representante también de Extremadura, traía preparado “un papel” al respecto. En apenas un cuarto de hora de intervención, Muñoz Torrero había lanzado a los cuatro vientos, al ruedo de las Españas, el programa del nuevo Gobierno y la esencia de las nuevas ideas. Y, siguiendo con nuestro paisano don Benito “cuando la última palabra expiró en sus labios y se sentó (…) el siglo decimoctavo había concluido. El reloj de la Historia señaló con campanada, no por todos oída, su última hora y realizóse en España una de las principales dobleces del tiempo”. Con esa sencillez nos explica que se está produciendo un cambio radical en la gobernanza de España.

          Y ¿en qué consistía el papel que el señor Luxan traía preparado? Pues en una sencilla relación de 11 (no fueron 10, como los Mandamientos) decretos que había que aprobar cuanto antes. De hecho, cuando se debatiese el último era casi medianoche. Una sencilla relación, sí, pero de un calado tan profundo en algunas de aquellas líneas que, como dice Galdós, daban carpetazo al siglo XVIII, y, a la vez, al absolutismo real.

           Y se los leo resumiendo lo que figura en el Libro de Actas (Tomo 1):

                    "1º.-En el que se comunica que se han constituido legítimamente las Cortes Generales y Extraordinarias.

                    2º.- En el que se reconoce y proclama de nuevo como Rey a Fernando VII y se declara nula la cesión de la Corona que se dice hecha a favor de Napoleón.

                    3º.- En el que se establece la separación de poderes, asumiendo las Cortes el legislativo.

                    4º.- En el que se determina que, en ausencia de Fernando VII, quienes ejerzan el poder ejecutivo serán responsables ante la Nación.

                    5º.- Por el que las Cortes habilitan al Consejo de Regencia para ejercer el poder ejecutivo.

                    6º.- En el que se establece que el Consejo de Regencia deberá hacer acto de presencia en las Cortes para  reconocer la soberanía nacional de las mismas.

                    7º.- En el que se determina la fórmula de reconocimiento y juramento que la Regencia debe realizar ante las Cortes.

                    8º.- Por el que se confirman los Tribunales de Justicia ya establecidos.

                    9º.- Por el que se confirman en sus cargos de todas las autoridades civiles y militares.

                    10º.- Por el que se declara la inviolabilidad de las personas de los diputados.

                    11º.- Convocando con la máxima urgencia al Consejo de Regencia a prestar el reconocimiento y juramento señalados anteriormente."

          De capital importancia para el tema que nos ocupa son los 3º, 4º, 5º y 6º, pues ya se establecía en ellos que, de los 3 poderes, el Rey sólo había de ostentar el ejecutivo, ya que el legislativo había pasado a las Cortes -en representación de la Nación- y el judicial a los Tribunales. Item más, el poder ejecutivo se responsabilizaba ante la Nación de sus actos, ya que en ella residía la soberanía. Y para remachar el clavo, y dejar las cosas bien claras, el organismo que las Cortes (es decir, la Nación) había determinado que ejerciera el poder ejecutivo en ausencia del Rey -el Consejo de Regencia- debía reconocer, mediante juramento y con presencia física ante ellas, la soberanía de las mismas.

          Eso es lo más destacado de los diez primeros decretos, pero faltaba la guinda. ¿Era necesario el 11º, ordenando que, inmediatamente, aquella misma noche, se presentase el Consejo de Regencia en el Salón de Cortes e hiciese el juramento? Podía habérsele convocado para la mañana siguiente, pero no fue así. Parece lógico pensar que en ello habría un cierto afán de dejar las cosas claras desde un primer momento, de cómo decimos los militares, dejar bien sentada la disciplina y demostrar quien tenía ahora en sus manos las riendas del poder.

          Pero lo que sí es seguro es que a los cinco componentes del Consejo el mandato, que les llegó entre las 10 y las 11 de la noche advirtiéndoles que debían estar preparados para acudir al Salón cuando fuesen llamados, no tuvo que hacerles mucha gracia, y que entre ellos se discutiría si acudir o no cuando se produjese la convocatoria. Y ésta llegó casi al filo de la medianoche. Acudieron sólo cuatro, pues el Presidente, el Obispo de Orense, no lo hizo. Las actas, quizás para limar asperezas y quitar hierro al asunto, nos dicen que se le dispensó de acudir por su avanzada edad, pero a mí me parece muy extraño que precisamente el Presidente del Consejo no estuviese presente en aquel acto tan significativo (Nota 2).

          Para terminar voy a hacerlo, otra vez con unos párrafos de Pérez Galdós, que recogen con su especial habilidad y perspicacia el profundo significado dramático de lo que acababa de ocurrir.

                    “Y, en efecto, el obispo de Orense no juró. Hiciéronlo humildemente los otros cuatro, con mala gana, sin duda. (…) Levantóse la sesión y salimos todos, oyendo a nuestro paso las opiniones del público sobre el suceso que había puesto fin al solemne día. Casi todos decían: 'Ese testarudo viejo no ha querido jurar. Pero el juramento, con sangre entra…' Y otro: 'Que le cuelguen. No acatar el decreto es dar a entender que las Cortes son cosa de broma' Y un tercero: 'Yo me quitaba de cuentos, y al que no bajara la cabeza le mandaría prender y después…'

                    En cambio otros, los menos por cierto, se expresaban así: '¡Magnífico ejemplo de dignidad ha dado el obispo a sus compañeros! Humillar el poder real ante cuatro charlatanes…'

                    'Veremos quien puede más' decían unos.

                    'Veremos quien más puede' respondían los otros.

                    Los dos bandos, que habían nacido años antes, y crecían lentamente, aunque todavía torpes, y sin bríos, iban sacudiendo los andadores, soltaban el pecho y la papilla y se llevaban las manos a la boca, sintiendo que les nacían los dientes.”

          Así de simplemente, nos ha puesto Galdós ante el dilema que va a ensombrecer el panorama político español de más de un tercio del siglo XIX, la pugna entre constitucionalistas, liberales o cómo quiera llamárseles por un lado y los absolutistas, serviles o como ustedes deseen por el otro.

          Y creo que va siendo hora de acabar. Se ha levantado la sesión en el Teatro Cómico de San Fernando, convertido en Salón de Cortes y mañana comenzarán los debates sobre muchos y variados temas, de entre los que el de redacción de una Constitución será el capital. Por cierto, ¿a que ya saben quién va a ser uno de los primeros encargados de presentar un proyecto de Constitución, por encargo de la Comisión encargada de su redacción? Efectivamente, el señor Ranz Romanillos. También nosotros apagamos simbólicamente las luces y cuando las volvamos a encender, en este mismo salón, dentro de diez días, veremos algo de la actuación en las Cortes, ya trasladadas (desde el 20 de febrero del año siguiente) a la Iglesia de San Felipe Neri de Cádiz, de los diputados doceañistas canarios; hablaremos también del problema creado aquí, en Canarias, por la instalación de la Diputación Provincial y un poquito de la influencia que la Constitución del 12 tuvo sobre la organización de las Milicias Canarias. Hasta entonces, y “con la venia de sus señorías”, se levanta la sesión.

Notas
1. En la relación que se expone en el Gabinete de la Ilustración figuran sólo 204 nombres. La Constitución la firmaron 185 diputados y a la sesión de clausura concurrieron 222. Por lo que se refiere a las profesiones de los diputados, los clérigos eran 90; los abogados, 56; los militares 39; nobles había 14, catedráticos, 15; etc.
2. Las Cortes, el 17 de agosto de 1812, promulgaron el siguiente decreto: “Declarando que el Obispo de Orense es indigno de la consideración de español; expulsándole del Reino y disponiendo que se comprenda en esta resolución a todo el que no jure”


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