Pepe ya está mayor (Cosas que pasan - 15)

Por Jesús Villanueva Jiménez (Publicado en La Opinión el 22 de enero de 2012).

 

          Habré pasado más de mil veces por la principal vía del municipio norteño de El Sauzal, su calle más comercial, y, hasta hace unos días, no había reparado en su nombre: Avenida Inmaculada Concepción. No podría llamarse de forma más bella. En esta avenida hay varios bares y restaurantes, tiendas de moda, complementos, calzado, alimentación, una farmacia, oficinas bancarias y hasta un consultorio médico del Servicio Canario de Salud. Por esa calle pasean los sauzaleros, y circulan más coches que por ninguna otra del pueblo. Pero no sólo circulan vehículos a motor por esta avenida, también lo hacen por sus aceras muchas sillas de ruedas, las de los internos del Centro de Atención a Minusválidos Físicos T.M. El Sauzal, sito en la misma Inmaculada Concepción.

          Pasean a cualquier hora del día, sobre sus sillas de ruedas, a fuerza de brazos, los que pueden, o empujados por un motor eléctrico que dirigen con un mando a la medida de cada impedimento. A veces, acompañados de algún amigo o familiar; en la mayor parte de las ocasiones en solitario. No creo que haya una calle más concurrida de sillas de ruedas en toda la isla de Tenerife, al menos. También es habitual verles a las puertas del Centro observando a los coches pasar, o fumando, o simplemente tomando el aíre y charlando entre ellos o con el personal sanitario que les atiende, inconfundibles por el blanco uniforme. Los residentes más aventureros, los que se recorren la avenida de un lado a otro a diario, son bien conocidos por muchos lugareños, pero especialmente por los camareros y clientes habituales de los bares de la zona. Un cortado y un rato de compañía, con palabras o sin ellas; el gesto amable y la sonrisa son suficientes muchas veces, quizá la mayoría. Les veo a menudo tomando café a la puerta del bar, cuando éste no dispone de rampa de acceso, atendidos en la misma acera por el personal del negocio, que ante la imposibilidad del residente de valerse por sí mismo, hasta les remueven el azúcar y les cobran introduciendo los pulcros dedos en el monedero abierto con total confianza. Gente buena, sin duda.

          Desde hace algún tiempo, los domingos por la mañana, luego de comprar La Opinión de Tenerife en la gasolinera más cercana, en compañía de mi inseparable Goliat (mi perro), me tomo un rico café en la terracita del bar justamente situado frente al Centro de Atención a Minusválidos Físicos, uno de los más visitado por los internos; la Cafetería Avenida. Se trata de un local agradable, atendido por un personal, en su mayoría femenino, sumamente amable y cordial, donde un café te cuesta sesenta céntimos, y desayunas bien por dos euros. Sí, aún existen lugares así. Pues bien, no hace mucho, disfrutando de la lectura del periódico, sorbo a sorbo de café, en la terraza de esta cafetería, que cuenta con rampa de acceso para minusválidos (como algunos otros negocios de la zona), descubrí a un viejo conocido de la infancia. Después de muchos años volví a ver a Pepe. Era yo un niño cuando Pepe, un hombre joven entonces, arrastrando cada paso, cruzaba a diario el puente Galcerán de la capital chicharrera, con una tira de cupones colgada al cuello. Muchas mañanas, camino de La Salle, me crucé con él. Ya entonces, su rostro mostraba un gesto torcido y sus brazos evidenciaban suma dificultad para la movilidad articular. Siempre admiré su determinación; su admirable voluntad. Así y todo, Pepe cruzaba el puente camino de algún lugar, cada día, paso a paso. Y paso a paso voló el tiempo hasta que lo volví a ver ese cercano domingo, apoyado sobre un andador. Pepe ya está mayor; ya es un anciano. Entraba en la Cafetería Avenida, avanzando por la rampa que le permite el acceso a golpe de pasos de acero, tan rotundo como la voluntad y determinación de antaño. “Hola, Pepe, ¿un cortadito?”, dijo alguien, con afecto, más afirmando que preguntando. Él contestó con su sonrisa torcida y sus palabras de medio lado, haciéndose entender tanto con los ojos y el corazón, como con el sonido de su voz quebrada.

          El domingo pasado volví a ver a Pepe, a la misma hora matutina, en el mismo lugar de encuentro, en la Cafetería Avenida. Pero en esta ocasión no se apoyaba sobre un andador, en esta ocasión iba sentado en una silla de ruedas, como en un trono, como en una carroza. Y en esta ocasión le acompañaba una señora aun mayor que él, una anciana chiquita, vestida de negro y coronada de un cabello más blanco que la nieve. Ella sonreía y saludaba, y él también, a su manera inconfundible; parecía feliz. Sólo veo a Pepe los domingos, cuando gozo de mi lectura y de un gratificante café, más gratificante todavía por la cordialidad y amabilidad de la joven que me lo sirve. Pero supongo que Pepe cruza la calle a diario, del Centro de Atención a la Cafetería Avenida, donde  disfruta de un reconfortante cortado y, sobre todo, de una acogedora compañía.