1797: Guerra en las calles de Santa Cruz

 

 

 

por Luis  Cola  Benítez  (Publicado en la revista Canales de Comunicación de la Universidad de La Laguna, núm. 1, marzo de 2004)   

 

sello_Custom             El 24 de julio de 1979 la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre, con motivo de la Exposición Filatélica y Numismática que se celebró en Santa Cruz de Tenerife bajo el lema “Amistad Hispano-Británica”, emitió un sello conmemorativo en cuya leyenda puede leerse: “Defensa Naval de Santa Cruz de Tenerife. Siglo XVIII” . Por más que lo intento, no encuentro una explicación lógica a lo que de esta leyenda supongo que debe deducirse.

           Las Islas no disponían de fuerzas navales que garantizasen su defensa, ni tan siquiera las de las aguas más próximas a sus costas. Por no disponer, apenas llegó a fructificar el continuado deseo de armar un pequeño bajel que vigilara el contrabando, que pudiera también luchar en el mar contra las oleadas de las frecuentes plagas de langosta, o que evitara en tiempos de epidemias los desembarcos clandestinos en lugares apartados.  Es cierto que hubo intentos y que, en algún caso, se llegó a señalar algún pequeño barco para estos fines, pero el mantenimiento del mismo era un lujo que ni los Cabildos ni los comandantes generales podían permitirse. Así que, de defensa naval, nada, y no sé quién pudo asesorar, en el momento de titular el citado sello conmemorativo, a los responsables de su edición. Tampoco, a pesar de que ello sí entraba en los planes de Nelson, se produjo bombardeo de la población por parte de la escuadra, pues ni las corrientes ni el viento le permitieron acercarse a menos de tres millas de la costa por lo que el caserío de Santa Cruz quedó fuera del alcance de sus cañones. Toda la iconografía y pinturas, algunas magníficas, en las que aparecen los navíos británicos de alto bordo arrojando fuego por sus costados, son pura fantasía y, como es sabido, sólo una pequeña obusera pudo acercarse a bombardear Paso Alto al iniciarse la operación.

           Lo que sí ocurrió en Tenerife en el siglo XVIII, concretamente en julio de 1797, fue un ataque en toda regla realizado por una sección de la poderosa escuadra británica que bloqueaba Cádiz, formada por nueve barcos de guerra que sumaban muy cerca de cuatrocientas bocas de fuego, ataque que culminó con un desembarco en el puerto de Santa Cruz, por cuyas calles y plazas se internó el enemigo, y que dio lugar a una sangrienta lucha callejera.  En cuanto a la defensa, en ningún caso naval, sus preparativos habían comenzado desde mucho antes del ataque, pues Santa Cruz era consciente de que, en la guerra que se sostenía con Inglaterra, constituía un objetivo para los intereses británicos. Era el puerto de mayor movimiento comercial del Archipiélago y sus aguas ejercían una irresistible atracción para los corsarios y navíos de guerra ingleses, como lo evidenciaba su continuada presencia entre las islas: no cesaban de crear dificultades en el tráfico interinsular y con el continente, provocando serios problemas de comunicación, abastecimiento y suministros. Por otra parte, al ser la única plaza fuerte canaria, estaba claro que rendirla equivalía a la ocupación de todo Tenerife, y que sería sólo cuestión de algo más de tiempo extender su dominio al resto del conjunto insular.

          Hoy, aunque algunos aún parecen ponerlo en duda, está meridianamente claro que las intenciones de Nelson no eran sólo apoderarse de algunos barcos o algunas riquezas, sino que, de acuerdo con las instrucciones de su inmediato superior el Almirante Jervis, si el inicial ataque a Santa Cruz le era favorable -en lo que confiaba plenamente-, debía continuar la ocupación de todo el archipiélago. La incansable labor del investigador Daniel García Pulido ha demostrado que en dichas instrucciones se hace extensiva la operación a todas las islas, que explícitamente se nombran una por una. Por este motivo, el avezado militar que era el comandante general don Antonio Gutiérrez no descuidó ir tomando con suficiente antelación diversas y acertadas disposiciones encaminadas a la defensa, a pesar de los escasos recursos de todo tipo de que disponía. Aunque, lógicamente, no era posible adivinar la fecha en que podía sufrirse el ataque, se tenía la certeza de que, siendo dueños después de la batalla del Cabo de San Vicente de aquellas aguas, pasillo obligado en las comunicaciones de Canarias con la Península, era muy probable que fijaran su atención en las Islas, apetecible bocado, por muchos conceptos, para sus ansias de expansión. Lo cierto es que, cuando se produjo, las fuerzas tinerfeñas estaban dispuestas y alertadas.

          En los primeros instantes del ataque, es natural que fuera la artillería la que asumiera todo el protagonismo, aunque su acción no podía ser otra que la de tratar de evitar el acercamiento a la costa de los buques enemigos, como así lo efectuó, a pesar de que la dotación de las distintas baterías apenas alcanzaba la mitad de los efectivos necesarios. Desde el primer intento de desembarco en la madrugada del día 22 de julio hacia el centro e izquierda de la línea defensiva de Santa Cruz, el fuego de artillería evitó que las fragatas y lanchas inglesas se acercaran para facilitar el traslado a tierra de las tropas. Pero en el segundo intento, a media mañana del mismo día, el acierto de Nelson consistió en dirigir sus fragatas de apoyo al único punto del litoral en que quedaban fuera del alcance de los cañones de la plaza. Este punto era frente a la desembocadura del valle del Bufadero, lugar en el que ni el castillo de San Andrés, ni el más cercano de Paso Alto, podían batirlas con sus disparos.

          En los tres días siguientes volvería a actuar la artillería en varias ocasiones, y hay que destacar el acierto con que lo hizo, especialmente en la madrugada del 25, sembrando la confusión entre las lanchas que se dirigían al centro de la línea defensiva, hundiendo al cúter Fox, cargado de tropas y armamento, y causando numerosas bajas a los atacantes. También, al amanecer del mismo día, la artillería rechazó con total éxito la segunda oleada de desembarco compuesta por quince lanchas más, que pretendía auxiliar y reforzar a las tropas que habían logrado internarse  por el Sur de la población.    Pero vamos a limitarnos a relatar la lucha en las calles de Santa Cruz, aspecto de la contienda que ha sido menos tratado y que es menos conocida, a veces por simple ignorancia y, otras, por falta de información fidedigna.

          Hoy este aspecto de la batalla está perfectamente documentado, especialmente después del hallazgo por parte del coronel D. Juan Tous del Diario de Operaciones del Batallón de Infantería de Canarias.  El caso es que todavía muchos tinerfeños ignoran que en las playas y en las calles y plazas del antiguo lugar y puerto, se libró una terrible lucha a muerte entre las fuerzas inglesas asaltantes y las tropas defensoras españolas con un grupo de franceses. Aquellos hombres, en su mayoría milicianos canarios inexpertos, mal vestidos -recordemos que el general Gutiérrez tuvo que pedir a última hora al Cabildo cien pares de zapatos para la tropa- y peor armados, pues muchos sólo disponían de palos o rozaderas, fueron capaces -hay que reconocer que aliados con la suerte- de reducir al enemigo. Acosados por todas partes, los ingleses buscaron refugio en el antiguo convento dominico de la Consolación  -donde hoy se encuentra el Teatro Guimerá-, hasta verse obligados a capitular. De todo ello nos dejó constancia en sus versos el médico-poeta don Antonio Miguel de los Santos, quien en opinión del entonces alcalde real don Domingo Vicente Marrero escribió una de las relaciones más verídicas y exactas, por haber sido realizada a los pocos días de los sucesos: 

                   “Precisado el enemigo a rendirse, a refugiarse, se acoge al religioso Convento de los Guzmanes. Nuestra tropa y los franceses que venían en su alcance con los cañones violentos les oprimen y combaten...”.

          Para hacer un seguimiento lo más riguroso posible de los hechos, conviene comenzar por señalar por qué puntos del litoral llegó el enemigo. Como es sabido, el primer desembarco británico se realizó el día 22 por el barranco del Bufadero, con la inmediata ocupación de la Mesa del Ramonal, altura que separa el citado barranco del llamado Valleseco. Aunque en aquellos parajes tuvo lugar alguna escaramuza, con bajas para el enemigo, con las fuerzas que habían ocupado la Altura de Paso Alto, lo sucedido allí no puede considerarse como lucha urbana. Los ingleses, desconocedores de la topografía del terreno, quedaron inmovilizados en aquella montaña  sin posibilidades de progresar hacia la población y, con el paso cerrado por las fuerzas defensoras, una vez convencidos de su error, se reembarcaron con todo sigilo al atardecer del mismo día.

          Cuando tiene lugar el ataque principal en la madrugada del día 25, todo parece indicar que el único objetivo de Nelson es el muelle o pequeño desembarcadero de Santa Cruz, operación  que es merecedora de un estudio más detenido, que tal vez nos llevaría a una conclusión diferente. Resulta evidente, aún cuando hubieran logrado ocupar el muelle por su única escalera de acceso desde el mar, que un millar de hombres apenas hubieran tenido espacio para situarse sobre la explanada del pequeño espigón, donde hubieran quedado a merced del fuego de los defensores, y que se verían obligados a avanzar, como por un pasillo, hacia la población. Se suele argumentar que las corrientes, la resaca, la dificultad de orientación en una oscura noche de luna nueva, y la metralla que desde tierra recibían, hizo que la formación de lanchas se rompiese y que llegara a tierra fraccionada por diversos puntos del litoral. Veamos cuáles fueron estos puntos, comenzando por la izquierda de la línea defensiva.

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          Cuatro  lanchas alcanzaron, una, las escaleras del desembarcadero y, las otras tres, la playa de la Alameda del muelle, y también algunas, en número no determinado, arribaron a la Caleta de la Aduana. Pero el mayor contingente de desembarco, próximo a la treintena de lanchas, llegó por el barranco de Santos y la playa que se formaba en su desembocadura, llamada playa de la Carnicería. De éstas lanchas, tres se perdieron por la rompiente rocosa y por los disparos que recibían desde tierra, aunque bastantes atacantes lograron desembarcar. Ante la dificultad encontrada, veinticuatro giraron a su derecha y, remando como doscientos veinticinco pasos en dicha dirección, dieciocho de ellas lograron alcanzar la desembocadura del barranquillo del Aceite, mientras que las seis restantes se perdieron o volvieron a sus navíos. Según el citado Diario de Operaciones, el grupo de dieciocho lanchas conducían 17 oficiales y 753 hombres, entre soldados y marineros. Esta cifra, teniendo en cuentas los efectivos que llegaron a otros puntos del litoral, viene a concordar con la que citan las fuentes inglesas, ya que, en las instrucciones que Nelson transmitió al capitán Troubridge, comandante de las fuerzas de desembarco, le ordenaba disponer para el asalto de 900 hombres, entre soldados y marinería, tomados del total de los efectivos que se encontraban a bordo de los diferentes buques de la escuadra, a la que aún no se le había unido el navío Leander, que debió aportar, de acuerdo con dichas instrucciones, unos 150 a 200 hombres más. Si se añaden jefes, oficiales,  y mandos subalternos, el total de hombres desembarcados viene a coincidir con la cifra de 1.000 a 1.200 que citan las diversas fuentes.

         Veamos ahora cuál era la distribución de las distintas unidades de las fuerzas defensoras en el centro de la línea –sin incluir a los artilleros de las distintas baterías y fuertes-, especialmente de aquellas que tenían asignada una ubicación determinada en las calles de la población, según el despliegue defensivo planificado por el general Gutiérrez.   Poco más de un centenar de Cazadores Provinciales estaban situados entre la Alameda, la entrada al Muelle y la plaza de la Pila; es decir, frente al actual Casino y su esquina con la plaza de la Candelaria. Las Banderas de La Habana y Cuba, con unos 60 hombres, en la desembocadura del barranquillo del Aceite; lo que actualmente sería el final de la calle Imeldo Serís en su confluencia con Bravo Murillo. Una partida de 40 hombres pertenecientes a los Rozadores de La Laguna, en la playa cercana a la ermita de San Telmo. El Batallón de Infantería de Canarias -227 hombres sin contar oficiales y sargentos-, en la calle del Hospital de Desamparados; esto es, junto al antiguo hospital, pasado el barranco de Santos. El jefe accidental de este cuerpo, el teniente coronel y capitán de Granaderos don Juan Guinther, tenía instrucciones del general Gutiérrez para desplazarse y actuar allí donde fuera preciso, pero debía dirigirse al castillo principal de San Cristóbal en cuanto su intervención no fuera necesaria en otro lugar. El resto de los Rozadores, las Milicias, los marinos de la corbeta francesa La Mutine, los pilotos y  paisanos auxiliares, se distribuían por ambos extremos de la línea, o reforzaban algunas de las unidades anteriormente citadas. En conjunto, las fuerzas  disponibles inicialmente para la lucha a pie antes del ataque principal en el centro de la línea, descontados, además de los artilleros, los asignados a reforzar puestos fijos, baterías, etc., eran algo más de medio millar de hombres, de los que apenas una tercera parte –entre 160 y 170- eran soldados profesionales.

          Y ya tenemos el escenario, y a los actores convenientemente distribuidos en él. Puede, por tanto, comenzar la función.

          Las tropas inglesas, con Nelson al frente, que lograron alcanzar el muelle y su playa, fueron detenidas rápidamente después de un nutrido tiroteo. Los atacantes que lograron tomar y clavar las piezas de la batería del martillo del espigón -que sus servidores abandonaron desde el comienzo de la lucha-, fueron muertos, heridos o hechos prisioneros por los Cazadores apostados a la entrada del muelle -el “boquete”-, frente al actual Casino. Los que arribaron a la playa de la Alameda, entre los que se encontraba lo más granado de la oficialidad británica, corrieron similar suerte o regresaron a sus navíos -entre ellos Nelson herido, sin llegar a poner el pie en tierra-, batidos por la metralla de un cañón que les disparaba el tinerfeño teniente don Francisco Grandi desde el baluarte de Santo Domingo, en el castillo de San Cristóbal, y por el fuego de la fusilería realizado desde el inmediato cuerpo de guardia. Según el alcalde Domingo Vicente Marrero, testimonio que avalan los de otros testigos, allí fue donde perdió el brazo derecho el contralmirante Nelson... que precipitadamente se volvió a su navío. De los defensores se perdieron 3 milicianos y 2 paisanos auxiliares de los “violentos”, y fueron heridos los subtenientes don Simón de Lara, frente a los arcos de la Alameda, y don Vicente Navarrete. Por aquella zona no pudieron infiltrarse los enemigos en la plaza, y ello fue así, gracias al valor de unos y a pesar de la cobardía de otros, que de todo hubo, contrapunto que se repetiría más de una vez a lo largo de aquella dramática noche. Y hacemos esta afirmación, porque no fueron los servidores de la batería del muelle los únicos que abandonaron su puesto, sino que también lo hizo el capitán de la Guardia Principal con sus hombres, a excepción de 7 milicianos tinerfeños agregados al Batallón -que no eran profesionales- y 1 de la partida de La Habana, a quienes se unirían después 5 más del mismo Batallón. El capitán don Luis Román y el teniente don Francisco Jorva, ambos del cuerpo de Cazadores, recuperaron el puesto y con sólo los 13 hombres citados lo defendieron con todo ardor disparando desde el parapeto y a través de una ventana hacia la inmediata playa. Cuando cesó el fuego de los enemigos en aquel sector, se hicieron 32 prisioneros, 14 de ellos heridos. Por el costado Sur del castillo, de los pocos ingleses que pudieron desembarcar por la Caleta de la Aduana bajo el fuego de los defensores, algunos lograron internarse por el barranquillo y calles adyacentes.

          Comenzado el ataque sobre las dos y cuarto de la madrugada, el Batallón de Canarias, que -recordemos- estaba concentrado junto al Hospital, siguiendo las instrucciones de Gutiérrez marchó con la intención de cruzar el puente del Cabo para dirigirse al castillo de San Cristóbal, donde por el resplandor y ruido de los disparos se adivinaba la más encarnizada lucha, pero al llegar al barranco de Santos se observó que también el enemigo estaba desembarcando en su desembocadura y disparaba sobre los Rozadores allí apostados. Ante la oleada de asaltantes que se les venía encima, los Rozadores, dice Guinther muy expresivamente, “desaparecieron de improviso”...

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           Guinther se hace seguir por sus hombres hacia aquella playa y, a una treintena de pasos del enemigo, emplaza a su izquierda el cañón “violento” de que disponía -pequeña pieza artillera de gran movilidad- dirigida por el piloto don Nicolás Franco, y rompe el fuego con todas sus armas. Este fue el motivo de que 24 de las lanchas atacantes retrocedieran, como antes se dijo, y giraran hacia el barranquillo del Aceite. Allí, en el barranquillo, se encontraban apostadas las partidas de La Habana y Cuba, que en aquel momento sólo disponían de unos 40 hombres. Trataron de resistir el asalto, pero ante la enorme superioridad enemiga se vieron obligados a retirarse con 4 heridos. Si la inmediata batería de la Concepción hubiera actuado entonces, podía haber causado gran estrago a los atacantes, pero lo cierto es que no lo hizo por haber huido las dos terceras partes de su dotación, incluido algún oficial que más tarde apareció, dicen las crónicas que desazonado, lejos de su puesto. De esta forma, fue por aquel punto por donde se infiltró en la plaza el mayor contingente de tropas británicas.

           La lucha comenzada en el muelle alcanza ya todo el litoral de Santa Cruz y las calles inmediatas al mar. Desde la playa de la Alameda hasta el barranco de Santos todo son encuentros, gritos, carreras precipitadas, fogonazos, estruendo y olor a pólvora, en medio de la más completa oscuridad. Bien gráficamente nos lo narra Viera y Clavijo:

                    “Se extiende la contienda; / en la Caleta, en el muelle y el barranco / vuela la muerte horrenda / al tiroteo por el frente y flanco; / y el aire, confundido, / es nube, es resplandor, es estampido.” 

          Por el puente sobre el Barranquillo de la calle de La Caleta iniciaron los ingleses la marcha hacia la plaza principal, avance que fue detenido por el fuego de fusilería que desde el portalón del castillo de San Cristóbal les hizo una sección de defensores. No obstante, al ver aproximarse al enemigo, el cuerpo de Cazadores apostado en la plaza de la Pila desde el actual Casino hacia arriba, y que tan destacada actuación había tenido poco antes defendiendo el muelle, retrocedió sin que el sargento mayor don Marcelino Prat y el teniente de Milicias don Nicolás de Fuentes, que trataban de animar a sus hombres, pudieran evitarlo. Los ingleses, ante las descargas recibidas, se escabullen en la oscuridad, algunos posiblemente por la misma plaza y los más subiendo por la calle del Sol -hoy del Dr. Allart- hacia la de las Tiendas -actual de la Cruz Verde-, y ocupan la parte superior de la plaza, junto a la  Cruz de mármol que  allí  había, hoy colocada -enjaulada- en la plaza de la Iglesia de la Concepción. Allí, en la esquina de la plaza con la calle de las Tiendas, en un salón bajo de la casa de Blas del Campo, descubren el almacén de abastos donde se encontraban los diputados don Antonio Power, don Luis Fonspertuis, don Juan Baustista Casalón y don Juan Conde; hieren a algunos, los hacen prisioneros y envían a los dos primeros con un ultimátum al general Gutiérrez, acompañados por un sargento. El general ignora el mensaje y, considerando que el enviado no tiene el grado suficiente para parlamentar, retiene al sargento.         

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          Mientras, el Batallón, que habíamos dejado en la playa de la Carnicería, trata de continuar su aproximación al castillo principal de San Cristóbal, pero, al observar que poco más adelante aún hay enemigos junto al mar, atraviesa la plazuela de la Cruz, y desde la muralla abre fuego sobre la playa. Transcurrida una media hora, al no responder los atacantes, avanza hasta la orilla y recoge 10 prisioneros, encontrando, además, 1 muerto y 4 heridos. Fue entonces cuando el sargento mayor don Juan Bataller ordenó al soldado José Saavedra con otros dos compañeros, que se adelantara por la calle de La Caleta o de La Aduana -hoy calle General Gutiérrez- para observar si había enemigos por aquel sector, encontrando a dos ingleses que hizo prisioneros. Tal vez sean los mismos a los que se refiere Álvarez Rixo en el número 5 de sus Episodios, cuando narra que, “al oir hablar inglés, halló dos soldados británicos bebiendo vino en una taberna, a los cuales hizo prisioneros, quedándose admirados los nuestros al ver la frescura de aquella gente.” Y añade: “La cual no es pequeña prueba de la grande pasión por los licores que domina a los habitantes del Norte.”

          Saavedra, de regreso a su Batallón, bajó con sólo cuatro hombres a la desembocadura del Barranquillo, tomando prisioneros a 23 ingleses, entre ellos cinco heridos, que se entregaron sin resistencia. Junto a ellos había 16 cadáveres enemigos, resultado de las descargas efectuadas anteriormente por el Batallón.

          En esta situación llega desde el castillo de San Cristóbal el teniente don Vicente Siera, oficial de enlace del general Gutiérrez, con la orden de S.E. de que el Batallón se incorporase a la plaza de la Pila. Para hacerlo, el camino más corto era la calle de La Caleta, pero para evitar encontrarse en el trayecto con fuerzas enemigas, Guinther decide encaminarse por la plaza de la Iglesia. Por tanto, vuelve sobre sus pasos para cruzar la desembocadura del barranco de Santos, momento en que, por la oscuridad y ruido del combate, parte de sus hombres no interpreta bien sus órdenes y se dirige hacia la orilla del mar, donde, al comprobar el error, quedó a la espera de recibir órdenes.

          El teniente coronel Guinther, con los hombres que le siguen, sube hasta el Hospital y cruza el puente del Cabo, pero divisa hacia la plaza de la Iglesia a un grupo imposible de identificar en la oscuridad. Destaca al sargento Juan Blancas para averiguar si son o no enemigos, emisario que no regresa al haber sido hecho prisionero. Entonces baja entre el barranco y la parroquia, con la intención de entrar por la calle de Chamberil  –estrecho callejón en la trasera de la iglesia-, de lo que desiste al observar más tropas enemigas formadas en la plaza. Entretanto, los hombres que habían quedado junto a la playa no perdieron el tiempo e hicieron 16 prisioneros en la salida al mar de barranco, los cuales manifestaron que de su grupo habían muerto más de 70. Reunido, por fin, el Batallón, cruzaban sus hombres el puente del barranquillo con la intención de dirigirse hacia la plaza de la Pila, cuando observaron en la playa otro nutrido grupo en tierra y algunas lanchas en el mar. Inmediatamente, Guinther ordenó abrir fuego, que sostuvo durante media hora, después de que se rectificara la posición de la 2ª compañía, al objeto de batir a los ingleses con fuego cruzado. Quedaron sobre la playa numerosos heridos y 6 de las lanchas atacantes se vieron obligadas a regresar a sus barcos, mientras que el Batallón sufrió dos muertos y dos heridos. Si este contingente hubiera logrado desembarcar, entre ellos y los que se encontraban en la plaza de la Iglesia podían haber cogido a nuestras fuerzas entre dos fuegos, con resultados fatales.

           El Batallón continuó su avance por la calle de La Caleta, hasta que tuvo que detenerse ante el fuego que recibía en la oscuridad desde el castillo de San Cristóbal, ya que, hasta momentos antes, lo ingleses había estado en aquel mismo lugar. Ordenó Guinther, entonces, que el capitán don Manuel Salcedo se adelantase para avisar que cesara el fuego, con lo que, por fin, fue posible continuar la marcha. Poco antes de las 4 de la madrugada llegó esta tropa a la plaza de la Pila, después de haber sufrido 9 bajas.

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           Aproximadamente a la misma hora, los primeros ingleses que habían logrado internarse en la población alcanzaban las inmediaciones del convento dominico de la Consolación, frente al que se fueron concentrando distintas partidas, a los repetidos toques de llamada de sus cajas y pífanos. Parte de esta tropa, sin conocer las calles del pueblo y perdidas en la oscuridad, deambulaban desorientadas, siendo atacadas por los nuestros que les causaron numerosas bajas y a muchos les hicieron prisioneros. De los 218 hombres que le restaban al Batallón, el general Gutiérrez, que esperaba su llegada como agua de mayo, dispuso de 60, que distribuyó en la siguiente forma: 30 al muelle, 20 al cuerpo de Guardia y 10 al castillo de San Cristóbal. Quedaban, por tanto, 158 hombres disponibles para continuar la lucha en las calles de Santa Cruz. Se disponía también de 3 cañones “violentos”, que habían abandonado los Cazadores, a los que hubo que reponer de pertrechos y munición, así como a la tropa, que había consumido en las operaciones anteriores la dotación de 45 cartuchos que correspondía a cada soldado.

          En esta hora de la madrugada el general Gutiérrez toma la decisión más arriesgada, que pudiera parecer insólita, pero que resultó ser la más acertada de las que hubo de tomar en toda la contienda. Sabe que un contingente enemigo no cuantificado, después de superar junto a las playas las primeras resistencias de los defensores, se ha infiltrado en la población al amparo del desconcierto provocado en los defensores y de la oscuridad de la noche. Conoce que su progresión ha sido, aproximadamente, desde el mar hasta posiblemente cerca de la calle del Norte, en un frente que podría abarcar desde la calle del Castillo al barranco de Santos, pero no conoce el número de atacantes, ni su potencia de fuego, ni medios de que dispone, ni su posible concentración o despliegue. Y en ese momento sólo cuenta con una tropa compuesta por ciento cincuenta y ocho hombres –muchos de ellos no profesionales- frente a un invasor que, aunque no se sabía, duplicaba con creces a las fuerzas propias. Es decir, no disponía de ninguno de los elementos de juicio que la táctica militar estima necesarios para preparar con éxito el ataque en un escenario urbano: situación exacta del enemigo, entidad y medios de sus fuerzas, frente que cubre y capacidad de combate. Lo único que jugaba a su favor era el conocimiento del terreno de las fuerzas propias. Y esa fue la baza a la que se jugó toda la operación. Más aún. Parece lógico –y así lo recomiendan los modernos manuales- que en áreas edificadas se requiera mayor densidad de tropas ofensivas que en terreno abierto, al tiempo que la información incompleta sobre el enemigo puede forzar al atacante a una maniobra frontal. Pero, al mismo tiempo, la posibilidad de que tenga que realizarse una progresión discontinua aconseja que la acción deba descentralizarse. Tal vez no sea así,  pero vista la situación desde la  perspectiva  actual  da la sensación de que todos estos factores fueron tenidos en cuenta por Gutiérrez. ¿Qué tenía a su favor? Por una parte, como ya se dijo, el conocimiento del terreno; por la otra, la casi absoluta certeza de la imposibilidad de un ataque frontal y de una progresión continuada.

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          Ante estas circunstancias, Gutiérrez ordenó que la unidad se dividiera en cuatro partidas, dos de 40 hombres y otras dos de 39, que distribuyó de la siguiente forma: la primera,  con un “violento”, al comienzo de la calle de las Tiendas o de la Cruz Verde, en la esquina de la casa de Blas del Campo, partida que mandaba personalmente el teniente coronel Guinther; la segunda, en la plaza, frente a la calle de los Malteses o de la Candelaria, dando la espalda a la Pila –que entonces estaba situada en el centro de la plaza-, con otro “violento”; la tercera, entre el castillo de San Cristóbal y la casa del Veedor, hacia la calle de La Caleta, actual del General Gutiérrez; y la cuarta y última, también con un cañón “violento”, en la calle que va desde el castillo derecha a la calle de la esquina de la casa de Diego Falcón, que viene a corresponder con la calle de San Pedro Alcántara. Esta fragmentación de las fuerzas disponibles y su ubicación, hicieron que los ingleses se sintieran atacados en la oscuridad por diferentes puntos, y sin duda quedaron convencidos de que estaban totalmente rodeados por una fuerza muy superior a la suya.

          Al tiempo que se distribuía esta tropa en la forma indicada, comenzaba a amanecer, lo que coincidió con el último intento de desembarco de los ingleses -ya citado al principio de esta relación-,  que enviaban 15 nuevas lanchas cargadas de tropa con la intención de auxiliar a los que ya estaban en tierra. Este refuerzo, que dada la capacidad de las lanchas debía consistir en no menos de 300 a 400 hombres más,  resultaría rechazado por nuestra artillería, con numerosas bajas en el mar de los enemigos, acción en la que volvió a jugar un destacado papel el teniente don Francisco Grandi dirigiendo la batería del martillo del muelle, que ya había desclavado y puesto de nuevo en servicio, después de haber estado en poder de los enemigos. 

          Al emplazarse Guinter con su grupo en la bocacalle de las Tiendas, observó en ella una partida considerable de enemigos, por lo que ordenó abrir fuego con su “violento”, con el resultado de 4 ingleses muertos y 3 heridos. Los ingleses, al verse enfilados por los disparos, huyeron entrando por las tres calles que atraviesan hacia Santo Domingo, que podemos identificar como las del Sol –hoy Dr. Allart-, la del Clavel y la del Barranquillo –actual de Imeldo Serís-. Pero en dichas calles, dice Guinther, cayeron sobre ellos como unos leones, 46 miembros de las Milicias agregadas al Batallón, que mantuvieron vivísimas escaramuzas durante largo tiempo, obligando a los ingleses a retirarse hacia el convento dominico, cuyas puertas forzaron para protegerse en su interior. Desde allí, subiendo a las celdas de los frailes, comenzaron a disparar desde las ventanas sobre las tropas que les cercaban.  En esta lucha callejera murió heroicamente el teniente don Rafael Fernández, quien peleando con arrojo encaró al enemigo con sólo cuatro hombres, y resultó herido, entre otros, el alférez graduado don Josef Dugi. También moriría, cerca de la plaza de Santo Domingo, el teniente coronel del Regimiento de Milicias de La Laguna don Juan Bautista de Castro Ayala. Y no sólo participaron las tropas en esta lucha callejera, pues fueron muchos los paisanos que se unieron también al acoso del enemigo.

           El alcalde don Domingo Vivente Marrero, en su relación manuscrita -cuyo original se encuentra hoy en paradero “desconocido”-, nos dice:

            “El escopeteo fue tan vivo por ambas partes en las calles y plazas desde que principió la  acción,  que  parecía  no  había  de  amanecer  una  sola  persona viva...”

          Y también de estas enconadas luchas deja constancia el primer historiador de las Canarias, nuestro ilustrado arcediano realejero:

           "La refriega se enciende / en cada puesto, en cada calle y plaza; /  se ofende, se defiende, /  se abre el paso, se cierra, se embaraza."

         Y el propio Guinther, dejando constancia de su condición de caballeroso militar que aprecia las virtudes del enemigo, añade:

           “...el fuego fue vivísimo, la refriega sangrienta, el enemigo aguerrido y temible.” 

         Guinther intenta acosar a los ingleses en su huida y trata de avanzar con el “violento” hasta el puente del barranquillo, lo que no le es posible por no disponer de efectivos suficientes, ya que muchos de sus hombres seguían enfrascados en la lucha por las calles. A estas refriegas se sumaron también, poco antes de las cinco de la mañana,  los 60 franceses destacados en el fuerte de San Miguel -actual emplazamiento del Club Náutico-, los cuales, no siendo ya necesaria su presencia allí, se incorporaron a las guerrillas y persiguieron a los enemigos, a los que hicieron 2 muertos y 4 heridos. Igualmente, el destacamento situado frente a la calle de los Malteses tomó parte en el acoso a las tropas inglesas, dejando tras ellos el “violento” de que disponían. Al amanecer, se encontraron en el barranco de Santos 5 ingleses muertos y 3 lanchas, una de ellas con capacidad para al menos 70 hombres, y en el barranquillo 23 que trataban de ocultarse y 16 cadáveres más. Allí se destruyeron 18 lanchas para evitar el reembarque del enemigo.

          Serían las 5 menos cuarto cuando, refugiados ya los ingleses en el convento de Santo Domingo, el teniente coronel Guinther envía a un soldado llamado Juan Guillermo, y que hablaba su idioma, con bandera parlamentaria para intimarles a la rendición, cosa que no aceptaron en aquel momento. Pero poco después envían al general Gutiérrez a dos frailes del propio convento  -el prior Fr. Carlos de Lugo y el maestro Fr. Juan de Iriarte-, para transmitir terribles amenazas a la población si los defensores no deponen las armas y no le entregan los caudales de la plaza. En dicho momento tenían en su poder un considerable número de prisioneros españoles.

          Entretanto, al llegar al castillo el teniente de Cazadores don Antonio Carta con 30 hombres, que venían de Paso Alto, se le ordena que suba por la calle del Castillo para situarse en la trasera de Santo Domingo y evitar la infiltración del enemigo, misión que no llegó a realizar, puesto que en aquellos instantes salió del convento el oficial inglés parlamentario que ofreció la capitulación de sus fuerzas, con lo que cesó la lucha.

          firma_cap._Custom          Luego, ya se sabe, se firmó la capitulación en términos tan generosos, que aún hoy asombra a muchos. Se obsequió a los vencidos con alimentos y con el afamado vino de Tenerife; se cuidó y atendió a los heridos, y se les facilitaron barcas para transportarlos a sus navíos, después de que desfilaran por la plaza de la Pila o de la Candelaria, entre la formación de las fuerzas vencedoras. A enemigo que huye...

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          Pero, ¿cómo vivió el pueblo de Santa Cruz tan trágicos acontecimientos? Santa Cruz, lugar y puerto de talante amable y acogedor, de marineros, artesanos, y pacíficos comerciantes, había vivido por primera vez en su historia unas jornadas sangrientas y terribles, con la incertidumbre, el caos y el desasosiego que toda batalla conlleva, más aún cuando no se trató de un combate a campo abierto, sino que el escenario de la lucha fue el propio de la apacible vida cotidiana del pueblo, sus calles y plazas, sus iglesias y conventos... Es cierto que algunos habían huido del puerto hacia los Genetos, La Laguna y otros puntos, sobre todo mujeres, niños, ancianos e incapacitados para la lucha, pero también es cierto que otros, por no tener medios para hacerlo o por tener que atender obligaciones ineludibles, permanecieron en Santa Cruz durante aquellos terribles días. Y varios de ellos nos dejaron valiosos testimonios, que nos ayudan a comprender cuál fue el estado de ánimo de los habitantes y qué impresión les produjo la contienda, cuando aún su resultado era incierto y se presagiaban las más fatales consecuencias.

          Mateo Calzadilla fue un oficial que mandó una de las partidas que ayudó a la ocupación de la Altura de Paso Alto en el primer intento de asalto inglés el día 22, y que, una vez conjurado aquel peligro, participó en la lucha persiguiendo a los enemigos que se había internado en la población. En su carta a “Mariquita”, fechada el mismo día 25 de julio, dice:

                    “No puedo ponderarte, ni  ninguno será capaz de explicarlo, cómo fue ésto; pues lejos de ser  un  fuego  tan  continuado  y vivo,  parecía  más que  un infierno. Eran  tantos los muertos que se  encontraban  en  las calles,  que más vale no decirlo,  y muchos heridos, pero a  proporción  muy pocos de  los  nuestros  y muchísimos de los enemigos muertos.” 

        También el alcalde real don Domingo Vicente Marrero, con su peculiar estilo de hombre no demasiado ilustrado -pues él mismo reconoce que sólo poseía la instrucción suficiente como para no ser incluido entre los ignaros-, nos brinda, sin embargo, una vivísima descripción de algunos momentos de la guerrilla urbana, difícil de superar:

                    “Consideremos ahora curiosos lectores, en la crítica situación en que se hallarían todos los habitantes de Santa Cruz -dice-, que ninguno de los vivientes había gozado de semejantes congojas porque en sus días no había sido invadida esta Isla; aquellas mujeres que, oprimidas, en el centro de sus casas, no habían querido salir de ellas confiadas en la misericordia de Dios, que veían caer las balas enemigas en sus tejados, entrar por sus puertas y ventanas y quedar estampadas en sus paredes, que oían los silbidos de las que pasaban rompiendo los aires, el ruido de los enemigos que corrían por las calles, y el dolor que les atravesaría su corazón, al considerar, la una su marido muerto, la otra su hijo, otra su hermano, y todas a sus parientes y vecinos...” 

          No cabe duda de que, a pesar de lo que el buen alcalde decía de sí mismo respecto a su poca instrucción, nos supo dejar un testimonio pleno de emoción y realismo. Como última descripción de lo que aquellos momentos representaron para los habitantes de Santa Cruz, tenemos una bien singular de un paisano que, bien por sus obligaciones o por hallarse en aquellos días incapacitado, permaneció en el puerto y pudo presenciar la batalla desde una original perspectiva, como vista en un escenario a cierta distancia, desde una de las alturas que dominan la población. Don Juan Aguilar, comerciante acomodado, del que incluso hay constancia de que fue suministrador de víveres para las fuerzas defensoras, nos cuenta lo que vio y en qué circunstancias personales se hallaba:

                    “No es decible el Infierno que el Pueblo parecía con tanto fuego en las calles de fusilería y artillería violenta, no me parece se pueda dar escena más trágica, las tropas no se veían sino con el fuego, cada calle era un volcán, griterío y demás que trae consigo una acción semejante... Porque me hallo enfermo me sacaron a media noche de mi casa, y en brazos me pusieron en las Mesas, parage desde donde dominaba el pueblo, y aunque por la oscuridad no se divisaba, era un espectáculo el más vistosos y agradable ver iluminado todo por la multitud de fusilería y artillería, asegurando que según se trabajó esa noche, creía estuviesen los muertos a centenares por las calles de una y otra parte. Por fin la mano del Todopoderoso fue quien entró en esto, pues de lo contrario no sabemos cómo estaríamos hoy.”

           Esta fue la lucha en las calles de Santa Cruz. Todo lo demás, ya lo sabemos o estamos en camino de poderlo saber. Como dije al principio, en esta batalla, como suele ocurrir en todas las guerras, se dieron heroicidades y... otras cosas. Pero, como siempre, lo que cuenta es el resultado final. La escuadra del contralmirante Horacio Nelson y su casi millar y medio de soldados fueron estrepitosamente derrotados. Tenerife, con el general Antonio Gutiérrez, resultó vencedor y, como ha señalado Cioranescu, continua siendo la única capital española que jamás ha sido conquistada. Por eso es Invicta.

         En aquella guerra entre caballeros, una vez firmada la capitulación, el vencedor escribió a Nelson que lamentaba no haber tenido la satisfacción de tratar personalmente... “a un sujeto de tan dignas y recomendables prendas...”  El vencido se ofreció a llevar, él mismo, a las autoridades españolas en Cádiz, la noticia de su propia derrota, y prometió no volver a molestar con su escuadra a ninguna de las Canarias.

          De ello quiso dejar constancia el insigne Viera y Clavijo, cuando escribió:

               " Y tú, que en esta guerra / oh, escuadra, nos creíste dar espanto / vuélvete a Inglaterra / cargada con tu luto y tu quebranto, / y dile al Parlamento: / No ofenderé al Canario, / es juramento"