Una explosión inesperada (Cosas que pasan - 14)

Por Jesús Vllanueva Jiménez  (Publicado en La Opinión el 15 de enero de 2012).

 

          La soleada mañana de un sábado de hará un par de semanas, luego de dar un largo paseo sin prisas por la zona centro de Santa Cruz, decidí tomar asiento en la terraza de uno de los bares de la calle de San José. Pedí un café largo y flojito, que es así como me gusta, y me dispuse a hojear la revista que acababa de comprar en un kiosco de algo más arriba. Después de disfrutar durante una hora de la moderada tranquilidad de la distraída calle, entre artículo y artículo de mi revista, y de dos sabrosos cafés, mi vejiga me incomodaba en demasía con agudos pellizcos; y es que dos vasos de agua hasta arriba en ayunas nada más abandonar la cálida morada, dicen que es muy sano, pero también ofrece incomodidades. Así pues, luego de rogarle al cordial y amable camarero que le echara un vistazo a mis pertenencias sobre la mesa, me encaminé al servicio del local.

          Me disponía a desahogar mi apretada angustia, cuando un señor, británico casi seguro, corpulento, calculé sexagenario -que observé antes sentado con su, supuse, señora esposa, a una mesa cercana a la mía-, entró al estrecho y necesario habitáculo, digamos que con prisas evidentes. Yo ocupaba el único mingitorio, por lo que se introdujo como pudo en el reducido cuartito y se plantó, sin cerrar la puerta, frente al, también único, retrete de toda la vida. Por el sonido, deduzco y deduje que ambos comenzamos la placentera evacuación casi al unísono. Todo marchaba naturalmente, es decir, según lo esperado: en monótono silencio. Hasta que al buen hombre se le escapó  -quiero suponer- una tremenda explosión de fétido gas; una nauseabunda ventosidad;  un brutal envenenado efluvio asfixiante. Jamás en mi ya dilatada existencia había sido testigo y víctima de tan brutal estallido de materia gaseosa humana, o inhumana, que por la potencia del estruendo, podría ser digna de Sansón, de Goliat, de Hércules o de la Masa (el increíble Hulk); y por lo espantoso del inmediato hedor, del insoportable pestazo, diríase huido del mismísimo monstruo de Frankenstein, luego de atiborrarse de fabada caducada hace dos o tres generaciones.

          Por un instante, entre la asfixia y el estupor, sentí una enorme vergüenza ajena. Al término del trance, casi a punto de morir por falta de aire no contaminado que respirar, me lavaba las manos con prisas, deseando salir de allí, cuando el autor del estampido y yo nos cruzamos la mirada. Al hombre, o al monstruo, no sé si por la congestión, por el susto o por la vergüenza, la sonrisa forzada se le iba y se le venía, y los ojos escapaban de un lado a otro, desorbitados. Su ánimo, estimo herido de muerte por su maltrecha dignidad, le empujó a balbucir algo ininteligible en un español-inglés arrastrado por el aire corrompido y el eco de la explosión que aún retumbaba en mis oídos. Como pude, apenas sin respirar, salí al exterior, en busca de aire, huyendo de la pestilencia.

          De soslayo, frente a los restos del café y la revista, no pude evitar estudiar al individuo, ya junto a su mujer, que no hacía otra cosa que sonreír patéticamente. El sujeto, híbrido entre Polifemo y Shrek, tenía el rostro tan desencajado y descolorido como el de una vieja marioneta de cartón piedra. De súbito, no pude más y me invadió la risa, ingobernable. A carcajada desbocada. Traté de disimular, malamente, hasta que opté por abandonar aquella acogedora terraza.

          Más tarde, ya sosegado y con los oídos y fosas nasales relajados, me pregunté: ¿Aquella mujer, supongo esposa del desgraciado, es consciente de que vive con un monstruo? ¿Habrá sido víctima alguna vez de una explosión semejante? Y sí ha sido así, ¿cómo es que no ha huido despavorida para no volver jamás a su lado? ¿O será que después del estrepitoso fracaso del arrogante Nelson, la Gran Bretaña prueba a invadir nuestra Sagrada Tierra a base de estos temibles gases tóxicos, acompañados de un estruendo infernal, por si no morimos de peste lo hagamos de un ataque al corazón, uno a uno?

          Quién sabe.